(1926-2017)
I
El deseo sexual, si es recíproco, origina un complot de dos personas que hacen frente al resto de los complots que hay en el mundo. Es una conspiración de dos.
El plan es ofrecer al otro un respiro ante el dolor del mundo. No la felicidad sino un descanso físico ante la enorme responsabilidad de los cuerpos hacia el dolor.
En todo deseo hay tanta compasión como apetito. Sea cual sea la proporción, las dos cosas se ensartan juntas. El deseo es inconcebible sin una herida. Si hubiera alguien sin heridas en este mundo, viviría sin deseo.
El cuerpo humano realiza proezas, posee gracia, picardía, dignidad y otras muchas capacidades, pero también resulta intrínsecamente trágico como no lo es ningún cuerpo de animal (ningún animal está desnudo).
El deseo anhela proteger al cuerpo amado de la tragedia que encarna y, lo que es más, se cree capaz. La conspiración consiste en crear juntos un espacio, un lugar de exención, necesariamente temporal, de la herida incurable de la que es depositaria la carne. Ese lugar es el interior del otro cuerpo. La conspiración consiste en deslizarse al interior del otro, allí donde no se les pueda encontrar. El deseo es un intercambio de escondites (hablar de «volver al útero» es una vulgar simplificación).
Tocar una pierna con mano de amante. Que sea para excitar o para relajar no supone diferencia alguna. El tacto aspira a alcanzar, más allá del fémur, la tibia o el peroné, el propio corazón de la pierna, y el amante completo espera acompañar ese gesto y habitar en él. No hay altruismo en el deseo. Al principio están implicados dos cuerpos y la exención, siempre y cuando se logre, los protege a ambos. La exención es inevitablemente breve y, sin embargo, lo promete todo. La exención suprime la brevedad y con ella las penas asociadas a la angustia de lo efímero.
Ante la mirada de una tercera persona, el deseo es un breve paréntesis. Desde dentro, una inmanencia y una entrada en la plenitud. Normalmente la plenitud se considera una acumulación. El deseo revela que es un despojamiento: la plenitud de un silencio, de una oscuridad.
en Esa Belleza, 2005
II
Estoy dibujando unos lirios que crecen pegados al muro de cierta casa [...]. Dibujo con tinta negra (Shaeffer), aguada y saliva, utilizando un dedo como pincel. A mi lado, en la hierba, donde estoy sentado, tengo unas cuantas hojas de papel de arroz chino, que es ligeramente coloreado. [...]
En un momento dado, si no decides abandonar el dibujo que estás haciendo y empezar uno nuevo, la mirada contenida en lo que estás midiendo e invocando en el papel cambia.
Al principio, interrogas al modelo (los siete lirios) a fin de descubrir líneas, formas y tonos que puedas trazar en el papel. El dibujo acumula las respuestas. Asimismo, conforme vas interrogando a las primeras respuestas, el dibujo va acumulando, claro está, correcciones. Dibujar es corregir. Ahora empiezo a utilizar los papeles de arroz chinos; en ellos, las líneas de tinta se convierten en venas.
Si tienes suerte, llegará un momento en el que la acumulación se convierta en una imagen, es decir, que dejará de ser un montón de signos y se transformará en una presencia. Una presencia un tanto tosca, pero una presencia. Es entonces cuando cambia tu mirada. Y empiezas a inquirir de esa presencia tanto como del modelo.
¿Cómo te pide que la modifiques para ser menos tosca? Miras atentamente el dibujo y vuelves una y otra vez a recorrer con la mirada los siete lirios buscando no ya su estructura, sino lo que irradian, su energía. ¿Cómo interaccionan con el aire que los envuelve, con el sol, con el calor que se desprende del muro de la casa?
en El cuaderno de Bento, 2011
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