lunes, diciembre 26, 2016

“Las noches escotadas de la Tía Carlina”, de Pedro Lemebel






Como si fuera un trapo prostibular, un pecado del ayer que se repone para calentar los pies de la modernidad y su moralina cartucha, un empresario rescató el mito dorado de la tía Carlina, montando un espectáculo cómico y un video desabrido como caricatura comercial del puterío latino. Pero este teatro de la cabrona pintarrajeada nada tiene que ver con la difunta mami, la señora Carlina Morales y sus niños, como ella les decía cariñosamente a los travestis, chícoteándoles los escotes con la huasca que sujetaba en su pulsera. Porque no había nadie tan recta como la señora, nadie tan preocupada como ella de la apariencia de los niños; revisando sus trucos, sus amarres de testículos, sus rellenos de busto, cuando no existía la silicona, sus moños de nido y esos largos vestidos de lame, arremangados en el rock de Bill Haley, porque a ella no le gustaba la minifalda. Era muy recatada en esas cosas, porque el salón siempre estaba lleno de gente fina, intelectuales y turistas. Y más de algún diputado había pagado caro por ver, un cuadro plástico, un porno real en la pieza vip, el reservado secreto donde la india Paty ensartaba locas a vista y paciencia de los políticos que empinaban el vaso de cubalibre para resistir el impacto.

Entonces, el entonces tenia otro sabor para los viejos políticos que hoy recuerdan esas chimbas. Como si en la añoranza se permitieran el desate que actualmente censuran. Entonces, el parlamento de calle Bandera era privilegiado en esas pistas. «Del puente a la Carlina» era un solo paso de mambo, un brindis extra con la chicha de la Piojera para seguir la farra donde la tía, que les reservaba un cómodo lugar para ver el famoso baile de la Susuki, la odalisca pehuenche, o el cascanueces de la Katty, que junto a sus compañeras de oficio formaron el Blue Ballet. Y casi se murió el club deportivo de la Universidad de Chile por el alcance de nombre. El Ballet Azul, tan popular como la revolución de Fidel. La danza coliza burlesca y festiva, haciéndole coro a los cambios sociales en el tablado del espectáculo nacional. Si parecen mujeres, decía la señora de un senador poniéndose lentes para encontrar alguna presa, algún indicio de próstata en los apretados muslos. Pero quizás ese «parecer hembras» no dejaba contento al clan marucho que después de los aplausos debía regresar al cuerpo afeitado. Por eso, chaucha a chaucha y escudo con escudo, juntaron las ganancias y volaron a París en busca de una cigüeña quirúrgica que les pariera el milagro.

En Chile, la llegada de las botas apagó la brasa roja de calle Vivaceta, y doña Carlina Morales se retiró a sus cuarteles de invierno. Decían que la doña ya no tenia santos en la corte, y con los milicos no se podía tratar echando abajo la puerta, agarrando a culatazos a los niños, buscando por toda la casa a un diputado comunista, que decían, le habían dado asilo en el burdel. Eran intratables, botando los vasos, quebrando los espejos, llevándose a los niños vestidos de mujer, con ese frío, a pata pelá y sin peluca trotando en la noche negra del toque de queda.

Al llegar la democracia, confundidas con el exilio frufrú que llegó de París, volvieron algunos vestigios del Blue Ballet luciendo su operada metamorfosis. Regresaron a lo Madam Pompadour, y con los dólares ganados en Europa se instalaron en un fino local de nombre francés donde cantan «Je ne regrette rien», sin querer recordar el ayer. Como si la operación que les cortó el pirulín también les hubiera cercenado el pasado. Ahora sólo hablan de sus éxitos en la discotheque La Oz, donde el cuiquerío light aplaude el acento inoperable de su ronca voz. Todo Chile pudo verlas en el Festival de Viña como una hoguera emplumada en la coreografia del grupo musical La Ley, pero casi nadie se dio cuenta. Solamente sus viejas colegas de Vivaceta, las travestis que todavía patinan la calle con la silicona a medio sujetar, las reconocieron levantando una ceja de envidia.

En fin, «no todas iban a ser reinas», y la modernidad neoliberal eligió las perlas más cursis del collar de la Carlina como adornos de su encorsetado destape. Y esos años dorados, son un borroso recuerdo donde la política, la cultura y el placer, zangoloteaban las cálidas noches de Vivaceta 127, donde aún existe la casa vacía, donde aún se escucha el chicote de la tía y los ecos nacarados de aquellos niños que trataban de tú.



en Loco afán, 1996





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