Como
si fuera un trapo prostibular, un pecado del ayer que se repone para calentar
los pies de la modernidad y su moralina cartucha, un empresario rescató el mito
dorado de la tía Carlina, montando un espectáculo cómico y un video desabrido
como caricatura comercial del puterío latino. Pero este teatro de la cabrona
pintarrajeada nada tiene que ver con la difunta mami, la señora Carlina Morales
y sus niños, como ella les decía cariñosamente a los travestis, chícoteándoles
los escotes con la huasca que sujetaba en su pulsera. Porque no había nadie tan
recta como la señora, nadie tan preocupada como ella de la apariencia de los
niños; revisando sus trucos, sus amarres de testículos, sus rellenos de busto,
cuando no existía la silicona, sus moños de nido y esos largos vestidos de
lame, arremangados en el rock de Bill Haley, porque a ella no le gustaba la
minifalda. Era muy recatada en esas cosas, porque el salón siempre estaba lleno
de gente fina, intelectuales y turistas. Y más de algún diputado había pagado
caro por ver, un cuadro plástico, un porno real en la pieza vip, el reservado
secreto donde la india Paty ensartaba locas a vista y paciencia de los
políticos que empinaban el vaso de cubalibre para resistir el impacto.
Entonces,
el entonces tenia otro sabor para los viejos políticos que hoy recuerdan esas
chimbas. Como si en la añoranza se permitieran el desate que actualmente
censuran. Entonces, el parlamento de calle Bandera era privilegiado en esas
pistas. «Del puente a la Carlina» era un solo paso de mambo, un brindis extra
con la chicha de la Piojera para seguir la farra donde la tía, que les
reservaba un cómodo lugar para ver el famoso baile de la Susuki, la odalisca
pehuenche, o el cascanueces de la Katty, que junto a sus compañeras de oficio
formaron el Blue Ballet. Y casi se murió el club deportivo de la Universidad de
Chile por el alcance de nombre. El Ballet Azul, tan popular como la revolución
de Fidel. La danza coliza burlesca y festiva, haciéndole coro a los cambios
sociales en el tablado del espectáculo nacional. Si parecen mujeres, decía la
señora de un senador poniéndose lentes para encontrar alguna presa, algún
indicio de próstata en los apretados muslos. Pero quizás ese «parecer hembras»
no dejaba contento al clan marucho que después de los aplausos debía regresar
al cuerpo afeitado. Por eso, chaucha a chaucha y escudo con escudo, juntaron
las ganancias y volaron a París en busca de una cigüeña quirúrgica que les
pariera el milagro.
En
Chile, la llegada de las botas apagó la brasa roja de calle Vivaceta, y doña
Carlina Morales se retiró a sus cuarteles de invierno. Decían que la doña ya no
tenia santos en la corte, y con los milicos no se podía tratar echando abajo la
puerta, agarrando a culatazos a los niños, buscando por toda la casa a un
diputado comunista, que decían, le habían dado asilo en el burdel. Eran
intratables, botando los vasos, quebrando los espejos, llevándose a los niños
vestidos de mujer, con ese frío, a pata pelá y sin peluca trotando en la noche
negra del toque de queda.
Al
llegar la democracia, confundidas con el exilio frufrú que llegó de París,
volvieron algunos vestigios del Blue Ballet luciendo su operada metamorfosis.
Regresaron a lo Madam Pompadour, y con los dólares ganados en Europa se
instalaron en un fino local de nombre francés donde cantan «Je ne regrette
rien», sin querer recordar el ayer. Como si la operación que les cortó el
pirulín también les hubiera cercenado el pasado. Ahora sólo hablan de sus
éxitos en la discotheque La Oz, donde el cuiquerío light aplaude el acento
inoperable de su ronca voz. Todo Chile pudo verlas en el Festival de Viña como
una hoguera emplumada en la coreografia del grupo musical La Ley, pero casi
nadie se dio cuenta. Solamente sus viejas colegas de Vivaceta, las travestis
que todavía patinan la calle con la silicona a medio sujetar, las reconocieron
levantando una ceja de envidia.
En
fin, «no todas iban a ser reinas», y la modernidad neoliberal eligió las perlas
más cursis del collar de la Carlina como adornos de su encorsetado destape. Y
esos años dorados, son un borroso recuerdo donde la política, la cultura y el
placer, zangoloteaban las cálidas noches de Vivaceta 127, donde aún existe la
casa vacía, donde aún se escucha el chicote de la tía y los ecos nacarados de
aquellos niños que trataban de tú.
en Loco afán, 1996
No hay comentarios.:
Publicar un comentario