El inspector
Havilland detuvo su Austin al costado del camino que conducía a Middleford y
quedó pensativo. No había dicho a nadie dónde pasaría sus quince días de
vacaciones y la idea de retomar el camino hacia Londres se le instaló
sólidamente en la cabeza.
Él tan sólo había
prometido comunicarse cada tres días con Scotland Yard, en prevención de algún
suceso inesperado, como el retorno del Destripador de Yorkshire, un ataque
nuclear soviético o la fuga de un oso del zoológico. Esa franquicia de manejar
a su gusto el contacto con sus superiores tan sólo se le concedía a hombres
como Emerald L. Havilland, el más eficaz sabueso de las fuerzas de seguridad
británicas. "El Detective Invicto" como bien lo había llamado la
prensa tras su espectacular esclarecimiento del caso del robo del pony
predilecto del Príncipe Andrew.
En tanto viraba
lentamente el volante, una sonrisa, apretada en torno al cigarro que sostenían
sus labios, ensanchó el rostro adusto del inspector: recordaba claramente la
densa, profunda, prometedora mirada que le había dispensado Lady Elwood desde
lo alto de su palco, días atrás, durante el concierto que brindó la Royal
Philarmonic Orchestra.
Una hora después,
el inspector Havilland, protegiendo su boca y su nariz bajo el abrigo de la
bufanda con los colores del Tottenham Hotspur, golpeaba suavemente con su puño
enguantado a las puertas de la mansión de Lady Elwood, la riquísima viuda de
sir Lewis Norton.
Tras unos minutos
de espera Havilland repitió el llamado. Finalmente, con la curiosidad propia de
la profesión, giró el picaporte comprobando que la pesada puerta estaba
abierta. Antes de entrar observó hacia la calle. Nadie lo había visto. El
viento y la lluvia eran dos azotes flagelando Newcastle Street.
Recorrió un par de
salones desiertos y luego comenzó a subir una ancha escalera de madera. En una
de las habitaciones superiores halló a Lady Elwood. Estaba sobre la alfombra,
caída al lado de su cama en posición poco ortodoxa y presentaba dos heridas
profundas en la espalda.
Havilland husmeó el
aire y luego tomó la medida que separaba la cómoda de la perilla de la luz. Fue
hasta el cenicero y recogió dentro de un sobre las colillas de cigarrillos. Se
paró en medio de la habitación, cruzado de brazos y mirando hacia los cerrados
ventanales. Meneó la cabeza y silbó suave.
—Paul —musitó—.
Finalmente lo hizo.
Recordaba el rostro
joven e ingenuo de Paul Elwood, sobrino de la viuda, y las habladurías que de
él y su tía se contaban en ciertos cenáculos.
—No debe haber
abandonado el país aún —dedujo Havilland—. Tomará el ferry hacia Francia.
Anotó en una
pequeña libreta la medida entre la cama y el ropero y constató que la puerta de
éste estaba entornada. La abrió. Allí dentro, prácticamente sentado sobre el
piso de madera, algo oculto por la profusión de tapados y pieles, se hallaba el
cadáver de Paul Carpentier, estrangulado por una corbata de seda italiana azul,
con diminutos puntos rojos.
Havilland se
pellizcó los labios y cerró el ropero. Miró su libreta de apuntes y golpeteó
con la base de su lapicera sobre la tapa de la libreta.
—Mannix —silabeó—.
Gus Mannix.
No escapaban a su
memoria proverbial los rasgos acentuados de Gus Mannix, profesor de piano de
Paul, a quien algunas revistas proclives al escándalo sindicaban como antiguo
enamorado de Lady Elwood.
—Los celos —musitó
Havilland— son malos consejeros.
Se encaminó hacia
el baño. Allí podría detectar huellas dactilares del impetuoso profesor Mannix.
Havilland no pudo
disimular un rictus de contrariedad cuando, junto a la bañera, semitapado por
la cortina plástica encontró el cuerpo del eximio pianista. Entre ceja y ceja,
algo más arriba de la congelada expresión de asombro que dibujaban sus ojos,
mostraba el orificio pequeño pero nítido de una bala calibre 22.
El inspector aspiró
hondo y tomó la medida entre el lavabo y el grifo de agua caliente.
—Estoy ante la obra
de un loco —dictaminó—, Jerry Fergusson.
Nunca había podido
olvidar la mirada extraviada del jardinero mientras le explicaba su extraña
teoría sobre la doble personalidad de las azaleas y la influencia que ejercían
las monocotiledóneas sobre las decisiones del Vaticano. Tampoco nunca había
olvidado que Jerry Fergusson le había confiado que atendía los jardines de
Lady Elwood.
—Sé muy bien dónde
estará oculto —se dijo. Sorteando el cadáver de la acaudalada viuda, se
dirigió al teléfono. No tenía tono. Observó que se hallaba desconectado.
Agachándose tras el cable atisbó bajo la cama.
Allí, con la cabeza
destrozada por un atizador de la estufa de leños, vio a Jerry Fergusson, el
jardinero.
Havilland se frotó
suavemente las yemas de los dedos. Frunció los labios y aprobó un par de veces
enérgicamente con su cabeza.
Colocó nuevamente
el auricular del teléfono en su horquilla. Luego retornó las colillas que había
sacado, a sus ceniceros. Cortó la hoja con anotaciones de su libreta y la
arrojó al inodoro, accionando luego el turbión de agua.
Se arrebujó
entonces en su bufanda, bajó el ala de su sombrero, salió de la casa cerrando
con cuidado la puerta y subiendo al Austin retomó el camino hacia Middleford.
en El mundo ha
vivido equivocado y otros cuentos, 1982
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