Como todos los que tuvieron veinte años, yo también
quise ser surrealista alguna vez. Pero cuando en 1990 se publicaron por fin en
forma completa las legendarias Investigaciones
sobre Sexualidad realizadas por Breton y su pandilla entre 1928 y 1932, me
resultó imposible tomármelas en serio, cosa que le pasó a todo el mundo salvo a
los psicoanalistas lacanianos (que hasta el día de hoy le dedican congresos
enteros al asunto) y al inglés Julian Barnes, famoso por ser el más francófilo
de los escritores británicos, aunque su interés por las investigaciones
sexuales surrealistas le debe menos a su francofilia que al afán por comprobar
si era cierta una anécdota que había oído contar hasta el hartazgo a su tío
Freddy durante toda su vida.
En cada reunión del clan Barnes desde que Julian tenía
memoria, el tío Freddy terminaba abrumando a la concurrencia con el relato de
su aporte al movimiento surrealista durante su primer viaje al extranjero, en
1928, como mecánico de un lord inglés que iba a participar en el famoso Rally.
La cosa fue así: mientras su patrón asistía a una fiesta de ricachones previa a
la carrera (de la que volvería tan intoxicado que no podría participar en el
Rally), el tío Freddy se metió en un bar donde, interrogado por un parroquiano
acerca de su propósito en la ciudad, contestó en precario francés: «Je suis rallyiste». Su interlocutor
creyó que acababa de descubrir al primer surrealista británico y procedió a
arrastrar al tío Freddy al fondo del bar, donde se hallaba la plana mayor del
movimiento liderado por André Breton y así fue como el tío Freddy ingresó como
«participante externo» en las legendarias Investigaciones
sobre Sexualidad de los surrealistas.
Según repetía invariablemente en las reuniones del clan
Barnes, el tío Freddy escuchó durante la hora siguiente más procacidades
sexuales que en el año y medio que había pasado en las barracas del ejército
(«¿Alguna vez ha eyaculado en la axila de una mujer? ¿Es obligatoria la sodomía
en Inglaterra? ¿Sueña con burros? ¿Con qué prefiere que le acaricien el
miembro?»). Pero lo que más interesó a los surrealistas de su testimonio fue:
1) que nunca se hubiera acostado con una francesa y 2) que en su adolescencia
soñara repetidamente con dos mellizas que vivían en su cuadra, que no eran
gemelas pero que se decía que eran indiferenciables a la hora del amor. Los
surrealistas fliparon con la idea del doppelganger erótico (tema central de la
Sesión 5A de las involuntariamente hilarantes Investigaciones sobre Sexualidad) y decidieron premiar al tío Freddy
con «un regalo surrealista» que serviría también de experimento. Al día
siguiente, en un hotel por horas, los surrealistas le darían la oportunidad de
tener relaciones sexuales con una chica francesa y con una inglesa, sólo que en
ambos casos debía hacerlo con los ojos vendados y sin derecho a proferir
palabra. Luego de consumados los actos debía dirigirse al bar de la esquina
donde relataría en detalle a los surrealistas las diferencias entre el modo
británico y galo de hacer el amor.
Como ya se ha dicho, el patrón del tío Freddy terminó
escorando de tal manera en los festejos previos al Rally que no pudo participar
en él, razón por la cual a la mañana siguiente ordenó a su mecánico que
volviera a Inglaterra y siguió durmiendo la mona. En el viaje en tren a Calais,
el tío Freddy no tuvo mucho tiempo de lamentarse de su suerte porque se puso a
conversar con una pudorosa joven londinense que venía de visitar catedrales
francesas. Tan buenas migas hizo con ella que continuó la conversación durante
los días y semanas siguientes hasta que pidió su mano y se casó con ella, y así
fue como llegó a la familia Barnes la adorable tía Kate, y así era como
terminaba invariablemente el tío Freddy el relato de su aventura surrealista,
para la desazón y el abucheo general.
Así siguieron las cosas hasta que la tía Kate murió
apaciblemente, mientras dormía, a fines de 1984. El tío Freddy no sobrevivió ni
tres meses la partida de su esposa. Aquel triste Año Nuevo, el joven Barnes
también estaba con el corazón roto (por una novia que lo había corneado, tal
como le sucede al protagonista de su formidable novela El loro de Flaubert), así que decidió invitar a su pobre tío y
emborracharse con él. Durante aquella velada, el tío Freddy respondió al
alcohol como había hecho siempre: al tercer whisky comenzó a relatar por
enésima vez su aventura con los surrealistas, sólo que esta vez se permitió
contar la versión completa. Porque, antes de abandonar París, Freddy se había
hecho tiempo para participar en el experimento que le habían organizado Breton
y su pandilla. Con los ojos vendados lo dejaron solo en la habitación, entró
una de las muchachas, luego se retiró, luego entró la otra muchacha, luego se
retiró, y eso fue todo, dijo Freddy. Barnes le rogó que fuese un poco más
explícito. Freddy se limitó a murmurar que la primera no había sido gran cosa
pero la segunda (la francesa, estaba completamente convencido de que ésa era la
francesa), en el instante posterior al clímax, le había lamido amorosamente las
lágrimas que a él le corrían por debajo de la venda que le ocultaba los ojos.
«¿Eso fue lo que les dijiste a los surrealistas?», preguntó en ascuas Barnes.
Freddy vació su copa y dijo que ningún británico de bien dejaría que lo viese
llorar un grupo de franceses petulantes. La experiencia había sido tan intensa
que salió corriendo del hotel sin siquiera asomarse al bar de la esquina, y esa
misma noche abordó el tren a Calais, y en ese tren, para su eterna felicidad,
conoció a la tía Kate. «¿Y nunca le contaste nada en todos estos años juntos?»,
preguntó Barnes. «Ni una palabra», contestó Freddy.
Cinco años más tarde, el suplemento literario del Times
decide dedicar su nota de tapa a las recién aparecidas Investigaciones sobre Sexualidad y envía a Julian Barnes un
ejemplar del libro. Barnes devora el mamotreto y, al llegar a la nota al pie
número 23 de la Sesión 5A, encuentra por fin al tío Freddy, oculto detrás de
las iniciales «FB». La nota hace referencia a un experimento fallido al que se
sometió a dicho individuo británico. Los surrealistas habían dedicado sus
esfuerzos a conseguir una voluntaria inglesa, dando por sentado que la francesa
resultaría tarea más fácil, pero he aquí que cuando la inglesa salió de la
habitación de Freddy, no había señales de la francesa. Momento de zozobra entre
los surrealistas hasta que la voluntaria inglesa se ofrece a volver a entrar,
ya que no tienen reemplazante. La nota al pie número 23 sólo se refiere a ella
con la inicial K y lamenta no poder ofrecer las conclusiones del experimento.
Julian Barnes remata la historia contando que una de las experiencias más
habituales en los cursos de sommeliers franceses consiste en verter un mismo
vino en dos botellas con etiquetas diferentes y someterlo a prueba con los
aspirantes: ninguno se da cuenta nunca de que ha bebido dos veces el mismo
vino. El pobre tío Freddy también ignoró hasta su muerte la verdadera
naturaleza del regalo que le habían hecho los surrealistas.
en El hombre que fue viernes, 2011
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