A Charles Wiest
Entonces fueron juzgados aquellos que habían recibido
el don de la inteligencia y aquellos que habían fingido inteligencia.
Mientras los invocadores de satán caían como balas de
plomo en el pantano excremental de su propia credulidad, avanzaron bajo la
guardia de los ángeles indiferentes, los favoritos de la Palabra.
Y entre ellos caminaba un humilde.
Todos fueron juzgados según sus obras, y sus obras eran
tan malvadas que cada demonio recibió su chivo.
«Y tú, humilde, preguntó nuestro señor Jesucristo, ¿qué
me traes?».
«¡Nada, señor, por desgracia! no he obrado, no he escrito;
encerrado en un sueño de amor, he rezado. ¡Oh, señor, que no se me juzgue según
mi vacío, sino según vuestra misericordia! Me disteis la inteligencia, el Verbo
murmuraba en mí, mas yo no hice prosperar mi inteligencia y cerré mis oídos a
los murmullos sagrados del Verbo eterno. El campo de vuestra gloria se ha mantenido
estéril bajo mi arado inerte; tenía por misión evocar sobre la tierra desnuda
el esplendor de las cosechas y la gracia de las hierbas: el esplendor y la gracia
quedaron sepultadas en el suelo que se confió a mi ingenio; y mientras que los
bueyes dormían, tumbados bajo el yugo inútil, picados por las moscas al calor
del día, y mientras que el sol iluminaba la gleba y le entregaba la esencia de
la fertilidad −¡ay, señor, qué me puede decir!−, yo rezaba, retirándome a la
sombra, de rodillas, con los ojos cerrados y las manos unidas».
«Ven, respondió nuestro señor, ven, único cordero que
se me asemeja, criatura de mi amor, hijo de aquélla que me hizo hombre, amigo
de mi padre, cordero e inocente como yo, ven, soy yo tu hermano y Dios besa tu frente.
»Tú comprendiste, por la pureza de tu alma, lo que yo
pedía a tu ingenio, la vanidad de la obra y la maldad del trabajo. Dejando a
los tristes la aspereza de los sudores bajo el sol, supiste alcanzar la sombra
divina que soy y regocijarte bajo mis hojas, cordero ávido del frescor
prodigado por el árbol de la vida.
»Recibiste la inteligencia, hombre, multiplicaste el don
primero; te di un cerebro y tú de él hiciste tres: uno sobre los hombros y otro
en cada rodilla.
»Tú rezabas, amigo; era la obra que te entregué por derecho.
»¡Ah, poeta verdadero y certero que no fue, como otros,
la alcahueta del ideal, que no hizo la calle en la irrealidad, que no fue la
puta del símbolo; así, conservaste tu ingenio puro de toda conmixtión, y los estúpidos
no bebieron de tu cántaro!
»Fuente sellada, el agua que dormía en ti se ha congelado
según el cristal de las Doce Piedras y tú sellarás definitivamente, al lado de
la Piedra Angular, la puerta de la eterna Jerusalén que a partir de ahora quedará
cerrada.
»Y todo ello porque has comprendido que el ingenio no
debe trabajar más que para Dios, para Dios únicamente.
»Y hete aquí, inocente de la fornicación del espíritu,
»hete aquí cargado de más obras maestras y de más mundos
de los que mi amor había concebido.
»Entra y sé la dicha de los Inconsolables: la oración ha
matado el orgullo».
en Relatos sombríos. Historias
mágicas, 2009
Originalmente en Proses moroses.
Histoires magiques, 1894
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