viernes, octubre 28, 2016

“Un episodio del juicio final”, de Remy de Gourmont






A Charles Wiest


Entonces fueron juzgados aquellos que habían recibido el don de la inteligencia y aquellos que habían fingido inteligencia.

Mientras los invocadores de satán caían como balas de plomo en el pantano excremental de su propia credulidad, avanzaron bajo la guardia de los ángeles indiferentes, los favoritos de la Palabra.

Y entre ellos caminaba un humilde.

Todos fueron juzgados según sus obras, y sus obras eran tan malvadas que cada demonio recibió su chivo.

«Y tú, humilde, preguntó nuestro señor Jesucristo, ¿qué me traes?».

«¡Nada, señor, por desgracia! no he obrado, no he escrito; encerrado en un sueño de amor, he rezado. ¡Oh, señor, que no se me juzgue según mi vacío, sino según vuestra misericordia! Me disteis la inteligencia, el Verbo murmuraba en mí, mas yo no hice prosperar mi inteligencia y cerré mis oídos a los murmullos sagrados del Verbo eterno. El campo de vuestra gloria se ha mantenido estéril bajo mi arado inerte; tenía por misión evocar sobre la tierra desnuda el esplendor de las cosechas y la gracia de las hierbas: el esplendor y la gracia quedaron sepultadas en el suelo que se confió a mi ingenio; y mientras que los bueyes dormían, tumbados bajo el yugo inútil, picados por las moscas al calor del día, y mientras que el sol iluminaba la gleba y le entregaba la esencia de la fertilidad −¡ay, señor, qué me puede decir!−, yo rezaba, retirándome a la sombra, de rodillas, con los ojos cerrados y las manos unidas».

«Ven, respondió nuestro señor, ven, único cordero que se me asemeja, criatura de mi amor, hijo de aquélla que me hizo hombre, amigo de mi padre, cordero e inocente como yo, ven, soy yo tu hermano y Dios besa tu frente.

»Tú comprendiste, por la pureza de tu alma, lo que yo pedía a tu ingenio, la vanidad de la obra y la maldad del trabajo. Dejando a los tristes la aspereza de los sudores bajo el sol, supiste alcanzar la sombra divina que soy y regocijarte bajo mis hojas, cordero ávido del frescor prodigado por el árbol de la vida.

»Recibiste la inteligencia, hombre, multiplicaste el don primero; te di un cerebro y tú de él hiciste tres: uno sobre los hombros y otro en cada rodilla.

»Tú rezabas, amigo; era la obra que te entregué por derecho.

»¡Ah, poeta verdadero y certero que no fue, como otros, la alcahueta del ideal, que no hizo la calle en la irrealidad, que no fue la puta del símbolo; así, conservaste tu ingenio puro de toda conmixtión, y los estúpidos no bebieron de tu cántaro!

»Fuente sellada, el agua que dormía en ti se ha congelado según el cristal de las Doce Piedras y tú sellarás definitivamente, al lado de la Piedra Angular, la puerta de la eterna Jerusalén que a partir de ahora quedará cerrada.

»Y todo ello porque has comprendido que el ingenio no debe trabajar más que para Dios, para Dios únicamente.

»Y hete aquí, inocente de la fornicación del espíritu,

»hete aquí cargado de más obras maestras y de más mundos de los que mi amor había concebido.

»Entra y sé la dicha de los Inconsolables: la oración ha matado el orgullo».



en Relatos sombríos. Historias mágicas, 2009

Originalmente en Proses moroses. Histoires magiques, 1894






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