Le había seguido hasta aquí. Todo lo que aquel hombre
hacía me parecía misterioso, y su predilección, en este día de noviembre, por
la traída de aguas, no lo era menos. Un edificio cuadrado, de granito, con
torres almenadas en las esquinas, se levantaba junto al depósito sobre una
llanura alta que dominaba a la ciudad por el norte. Tenía muchas ventanas, por
las cuales, sin embargo, no parecía pasar luz alguna. A mis espaldas yo veía
reflejado el cielo, una masa alborotada de formas ondulantes en pardo desorden
a través de bóvedas de rosado crepúsculo, entre nubes negras de lluvia que
navegaban sobre mi cabeza como una escuadra.
Su coche estaba en el patio delantero. Su caballo
pisoteaba el pavimento de piedra y volvió la cabeza para mirarme.
El depósito, detrás del edificio, ocupaba cinco o seis
manzanas y estaba emplazado en un malecón que se levantaba en ángulo, de modo
que parecía la plataforma piramidal de una civilización antigua, posiblemente
maya. Los domingos, cuando hacía calor, la gente venía aquí desde la ciudad y
subían al malecón, llamándose unos a otros a medida que se elevaban hasta ver
el espectáculo de una extensión cuadrada de agua. Aquel día él estaba solo. Se
oía el salpicar violento, el chapoteo insistente del agua contra el adoquinado.
Se le veía claramente contra el día declinante; miraba
atentamente algo que había sobre el agua, mi capitán barbinegro. Se sujetaba
con la mano el ala del sombrero. El borde de su largo abrigo recibía de lleno
el viento y se le pegaba a la pierna.
Yo estaba seguro de que se daba cuenta de mi cercanía.
Más aún, hacía días que deducía yo de sus actos una loca intuición de
cooperación, como si se hubiese lanzado a sus empresas en beneficio suyo y mío.
Subí por el malecón hasta unos noventa metros al este y me enfrenté con el
viento para ver también yo lo que tanto le interesaba.
Era un barco de juguete con la vela desplegada, se
levantaba y caía en el oleaje, se inclinaba de manera alarmante, desaparecía
para reaparecer enseguida a medio volcar, achicando agua por toda su borda.
Le observamos durante varios minutos. Desaparecía, se
levantaba, volvía a desaparecer. Guardaba en esto un ritmo que enromaba la
atención, tanto que tardé algún tiempo en darme cuenta, mientras esperaba a que
se levantase, de que mi espera era vana. Esta catástrofe me golpeó en pleno
pecho, como si me encontrase al borde mismo de un acantilado, viendo al mar
tragarse un barco de vela.
Cuando pensé en buscar a mi hombre, le vi corriendo a
través del ancho foso de tierra endurecida que conducía a las compuertas
traseras de la traída de aguas. Le seguí. Dentro del edificio sentí un
escalofrío de aire enterrado y oí la orquesta del agua silbar y rugir al caer.
Bajé corriendo por el pasillo de piedra y me metí por otro que permitía salir a
la izquierda o a la derecha. Escuché. Se oían claramente sus pasos, un taconeo
metálico cuyo eco me llegaba por la derecha. Al final del oscuro pasaje había
un tramo de escalera de hierro que se levantaba en círculo en torno a un eje de
acero negro. Subí, dando vueltas, hasta llegar al último piso, donde me
encontré con una vista, desde un pasillo circular angosto, que abarcaba un gran
estanque interno de agua inquieta y turbia. Este agitarse infernal exhalaba una
niebla mineral, como un quinto elemento, que alimentaba en la superficie de
piedra ennegrecida de la pared moho y limo abundantes.
Sobre mí había un tragaluz de cristal translúcido. A su
luz incierta le descubrí a poca distancia de donde yo estaba. Se inclinaba
sobre la barandilla con arrobada expresión de la más concentrada intensidad.
Pensé que iría a caer, tan ajeno a sí mismo parecía en aquel momento. El
aspecto apasionado que presentaba me pareció casi inaguantable, de modo que
volví los ojos a lo que estaba mirando, y allí abajo, en el torrente espumoso y
amarillento de agua que se precipitaba contra su arnés metálico, vi un pequeño
cuerpo humano apretado contra la maquinaria de una de las compuertas, con la
ropa cogida a algún gozne, y el niño, porque se trataba de una miniatura, como
el barco del depósito, se bandeaba, primero a un lado y luego al otro, como en
muda protesta, temblando y agitándose, y animando con su rechazo a la muerte
que ya le tenía cogido. Alguien gritó, y al cabo de un momento, vi, como
despegados de la piedra, a tres hombres de uniforme que parecían en equilibrio
sobre un reborde inferior. Estaban perfectamente al corriente de la situación,
tirando de una cuerda que se devanaba de una polea fija a la pared opuesta,
haciendo avanzar así un cable sujeto a la pared debajo de mi angosto pasillo,
de donde yo no veía nada. Pero de pronto vi delante de mí a otro de los
empleados de la traída de aguas, suspendido por los tobillos de una especie de
cabestrillo, alargando las manos en espera de acercarse hasta poder liberar la
corriente de esta obstrucción.
Y finalmente le asió, sacándole del agua por la camisa;
era un chicuelo, yo diría que entre los cuatro y los ocho años. Estaba azul de
puro ahogado, y luego lo cogió por los tobillos, y por los zapatos; y así,
suspendidos ambos, volaron rítmicamente, volviendo como acróbatas de circo
sobre las corrientes impetuosas hasta salirse de mi campo visual.
Me pregunté, influido quizá por el lado práctico de
aquella maniobra, si los empleados de la traída de aguas estarían acostumbrados
a este tipo de obstrucciones. Unos pocos minutos más tarde, en el patio
cubierto por el cielo oscuro, vi a mi hombre meter en su carruaje el cadáver
envuelto, cerrar la portezuela y subirse luego al asiento delantero, desde
donde arreó al caballo con un sonoro restallar de riendas. Y se fue, los
relucientes radios negros de las ruedas se desdibujaron, llevando a toda prisa
al niño muerto a la ciudad.
Había comenzado a llover. Volví a entrar y sentí la
opresión de un universo de agua, tanto dentro como fuera, tanto sobre los
muertos como sobre los vivos.
Los empleados de la traída de aguas estaban
repartiéndose un tesoro. Su uniforme era azul oscuro, con el cuello alto de los
empleados municipales, pero llevaban ásperos chalecos bajo la blusa y tenían
metidas las perneras de los pantalones en las botas altas. No era el suyo un
trabajo envidiable. Me dije que en sus pulmones crecería la misma flora que en
la piedra. Sus rostros estaban relucientes y coloradotes, el frío agolpaba la
sangre contra la piel, muy satinada por la neblina.
Me vieron, pero hicieron gran alarde de no hacerme
caso. Abrieron la botella de whisky para llenarse las copas de latón. También
los bomberos y los enterradores sienten mucho apego a sus ritos.
en Vida de los poetas, 1984
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