En las películas actuales, al rostro se lo filma a
menudo en primer plano. El primer plano hace que el cuerpo aparezca en su
conjunto de forma pornográfica. Lo despoja del lenguaje. Lo pornográfico es que
al cuerpo lo despojen de su lenguaje. Las partes del cuerpo filmadas en primer
plano surten el efecto de parecer órganos sexuales: «El primer plano de una
cara es tan obsceno como el de un sexo. Es un sexo. Cualquier imagen, cualquier
forma, cualquier parte del cuerpo vista de cerca es un sexo» [1].
Para Walter Benjamin, el primer plano representa aún
una praxis lingüística y hermenéutica. El primer plano lee el cuerpo. Tras el
espacio configurado con la conciencia, hace legible el lenguaje del
inconsciente:
Con el primer plano se ensancha el espacio y bajo el
retardador se alarga el movimiento. En una ampliación no solo se trata de
aclarar lo que de otra manera no se vería claro, sino que más bien aparecen en
ella formaciones estructurales del todo nuevas. […] Así es como resulta
perceptible que la naturaleza que habla a la cámara no es la misma que la que
habla al ojo. Es sobre todo distinta porque en lugar de un espacio que trama el
hombre con su consciencia presenta otro tramado inconscientemente. […] Nos
resulta más o menos familiar el gesto que hacemos al coger el encendedor o la
cuchara, pero apenas si sabemos algo de lo que ocurre entre la mano y el metal,
cuanto menos de sus oscilaciones según los diversos estados de ánimo en que nos
encontremos [2].
En el primer plano del rostro se difumina por completo
el trasfondo. Conduce a una pérdida del mundo. La estética del primer plano
refleja una sociedad que se ha convertido ella misma en una sociedad del primer
plano. El rostro da la impresión de haber quedado atrapado en sí mismo,
volviéndose autorreferencial. Ya no es un rostro que contenga mundo, es decir,
ya no es expresivo. Una selfie es,
exactamente, este rostro vacío e inexpresivo. La adicción a la selfie remite al vacío interior del yo.
Hoy, el yo es muy pobre en cuanto a formas de expresión estables con las que
pudiera identificarse y que le otorgaran una identidad firme. Hoy nada tiene
consistencia. Esta inconsistencia repercute también en el yo,
desestabilizándolo y volviéndolo inseguro. Precisamente esta inseguridad, este
miedo por sí mismo, conduce a la adicción a la selfie, a una marcha en vacío del yo, que nunca encuentra sosiego.
En vista del vacío interior, el sujeto de una selfie trata en vano de producirse a sí mismo. La selfie es el sí mismo en formas vacías.
Estas reproducen el vacío. Lo que genera la adicción a la selfie no es un autoenamoramiento o una vanidad narcisistas, sino
un vacío interior. Aquí no hay ningún yo estable y narcisista que se ame a sí
mismo. Más bien nos hallamos ante un narcisismo negativo.
En el primer plano, al rostro se lo satina hasta
convertirlo en faz, en face. La faz, o face, no tiene ni hondura ni bajura. Es,
justamente, lisa. Le falta la interioridad. Faz significa «fachada» (del latín facies). Para exponer la faz como una
fachada no se necesita profundidad de campo. Esta última incluso desfavorecería
la fachada. Así es como se abre del todo el diafragma. El diafragma abierto
elimina la hondura, la interioridad, la mirada. Convierte la faz en obscena y
pornográfica. La intención de exponer destruye esa reserva que constituye la
interioridad de la mirada: «Él no mira nada: retiene hacia adentro su amor y su
miedo: la Mirada es esto» [3]. La faz, o el face, que se expone es sin mirada.
El cuerpo se encuentra hoy en crisis. No solo se
desintegra en partes corporales pornográficas, sino también en series de datos
digitales. La fe en la mensurabilidad y cuantificabilidad de la vida domina la
época digital en su conjunto. También el movimiento Quantified Self aclama esta fe. Al cuerpo se lo provee de sensores
digitales que registran todos los datos que se refieren a la corporalidad. Quantified Self transforma el cuerpo en
una pantalla de control y vigilancia. Los datos recogidos se ponen también en
la red y se intercambian. El dataísmo
disuelve el cuerpo en datos, lo conforma a los datos. Por otro lado, el cuerpo
se desmiembra en objetos parciales que semejan órganos sexuales. El cuerpo
transparente ha dejado de ser el escenario narrativo de lo imaginario. Más bien
es una agregación de datos o de objetos parciales.
La conexión digital interconecta el cuerpo convirtiéndolo
en una red. El automóvil que se conduce a sí mismo no es otra cosa que una
terminal móvil de informaciones a la que yo me limito a estar conectado. Con
ello, conducir un coche pasa a ser un proceso puramente transaccional. La
velocidad está del todo desacoplada de lo imaginario. El automóvil ha dejado de
ser una prolongación del cuerpo ocupada por las fantasías de poder, posesión y
apropiación. El auto que se conduce a sí mismo ha dejado de ser un falo. Un
falo al que yo me limito a estar conectado es una contradicción. También
compartir un auto, car-sharing, deshechiza
y desacraliza el auto. También deshechiza el cuerpo. Sobre el falo no tiene
vigencia el principio de compartir o de sharing,
pues él es justamente el símbolo de posesión, propiedad y poder por
antonomasia. Las categorías de la economía de compartir, o del sharing, tales como «conexión» o
«acceso», destruyen la fantasía del poder y la apropiación. En el automóvil que
se conduce a sí mismo yo no soy ningún actor, ni demiurgo, ni dramaturgo, sino
un mero interfaz, o interface, en la red global de comunicación.
Notas
[1] J. Baudrillard, El
otro por sí mismo, p. 36.
[2] W. Benjamin, «La obra de arte en la época de su
reproductibilidad técnica», en Discursos
Interrumpidos I, p. 47.
[3] R. Barthes, La
cámara lúcida, p. 191.
en La salvación
de lo bello, 2015
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