jueves, junio 23, 2016

“John Marr”, de Herman Melville







John Marr, nacido, hacia finales de siglo, en Norteamérica, de madre desconocida, y marino, desde la infancia hasta la madurez, bajo diversas banderas, incapacitado por fin para la vida marinera por una herida sufrida durante un enfrentamiento cuerpo a cuerpo con los piratas de los Cayos, se traslada finalmente a tierra a fin de ganarse la vida con un empleo menos activo. Consigo se lleva también su condición errante adquirida como marinero.

Después de varios traslados, primero como fabricante de velas de puerto en puerto, luego aventurándose como tosco carpintero en el interior, se instala por fin, alrededor de 1838 y dedicado a esta última profesión, en lo que entonces era una pradera fronteriza salpicada de bosquecillos de robles y de las escasas cabañas de troncos de una pequeña colonia de uno de nuestros estados más antiguos. Aquí, hace una pausa en sus viajes, y se casa.

Poco después, una fiebre, la plaga de los nuevos poblados en el barro infecto, cuya pálida librea no tarda en mostrarse, tras un tiempo, en muchos de sus habitantes, se lleva a su joven esposa y a su hijo recién nacido. Son devueltos a la tierra con sobrios ritos en un ataúd construido con sus propias manos: otro túmulo, aunque pequeño, en la inmensa pradera, no lejos del lugar donde otros constructores de túmulos de una raza solo presumible dejaron su cerámica y sus huesos, en un barro común, bajo una extraña terraza de forma serpenteante.

Con una franca tranquilidad en su porte, atezado y sombrío, con una mirada capaz de aplacarse o de destellar, pero carente de dureza aunque a veces deje traslucir una profunda melancolía, este hombre sin parientes tenía afectos que, una vez asignados, no era fácil desplazar o reasignar a otro objeto. Llegado por entonces a la edad mediana, decide no abandonar jamás el suelo que acoge a los únicos seres unidos a él por el amor y los lazos familiares. Le alquila su cabaña de troncos a un recién llegado, que se muestra encantado de conseguirla y se instala en ella con su familia.

Aunque su sensación de tristeza va disminuyendo con el tiempo, el vacío de su corazón persiste. Si le hubiera sido posible resignarse, habría tratado de llenar ese vacío cultivando relaciones sociales cada vez más íntimas con una gente cuyos propósitos pretendía compartir hasta el final, unas relaciones añadidas al mero lazo del trabajo diario que surge de participar de las mismas penalidades y de hacer de la ayuda mutua algo consabido. Pero entonces, sin que se pueda culpar a nadie, se detiene.

Acostumbrados a la compañía, los hombres prácticos deben conversar sobre asuntos de la vida diaria. Pero, a propósito de las personas o los sucesos, uno no siempre puede hablar del presente y mucho menos especular sobre el futuro; uno necesita recurrir al pasado, que para los hombres es, en todos los sentidos, una herencia común y les proporciona la base de una benévola comunión.

Pero el pasado de John Marr no era el pasado de aquellos pioneros. Las manos de ellos habían asido la esteva del arado, las de él el timón del navío. No conocían más que a los suyos y sus costumbres; él había conocido todo el ancho mundo. Tan inevitablemente limitado era el alcance intelectual y, en consecuencia, el rango de las simpatías de aquel grupo particular de emigrantes, labradores hereditarios de la tierra, que el océano, apenas una leyenda para sus padres, se había convertido, tras su traslado al interior, en poco más que un rumor tradicional y vago.

Era gente sobria y acostumbrada a las monótonas penalidades; ascéticos por necesidad no menos que por inclinación moral; casi todos sincera, aunque estrechamente religiosos. A su manera eran amables en caso de necesidad; pero a un hombre familiarizado —como no podía menos que estarlo John Marr a raíz de sus previos viajes sin hogar— con la vida fácil y libre de las tabernas que ofrecían diversión barata en algunas antiguas y agradables ciudades portuarias de la época, y aún más acostumbrado a la compañía de los marinos de ese mismo tiempo, le faltaba algo. Ese algo era la jovialidad, la flor de la vida que brota de cierto sentido de la alegría. Y no podían proporcionárselo aquellos duros trabajadores aquejados de malaria, gente que no había conocido un día de fiesta, demasiado recta e incapaz de disimular cualquier cosa que no sintieran verdaderamente. Durante el descascarillado del maíz, la menos solemne de sus reuniones, el solitario marinero trataba de apartar sus propios pensamientos de la tristeza y de atraer su atención sin mencionar los trabajos y esfuerzos a los que estaban acostumbrados, y recurría naturalmente a alguna historia o cuadro marinero, aunque pronto volvía a encerrarse en sí mismo y guardaba silencio sin que nadie le animara a seguir. En una de esas ocasiones, un anciano —un herrero y gran predicador los domingos— le dijo honradamente: «Amigo, aquí no sabemos nada de eso».

Semejante indiferencia por parte de sus semejantes, apartados de todo lo artificioso de la vida, y por vocación —en aquellos días apenas se empleaba maquinaria— casi emparentados con la Naturaleza, le parecía a John Marr en consonancia con la apatía que mostraba la propia Naturaleza en una pradera donde nadie, salvo los desaparecidos constructores de túmulos, había dejado un rastro duradero.

A los escasos indios que quedaban en los alrededores —casi exterminados en la última guerra por un ejército regular de hombres blancos, una guerra que los hombres rojos libraron por su suelo natal y por sus derechos naturales— les habían obligado a instalarse en unos eriales más allá del Misisipí que ahora ocupaban estados y municipalidades. Previamente, los bisontes, que antes pastaban incontables en rebaños procesionales o ramoneaban como en interminable orden de batalla por aquellos pastos, se habían retirado, mermados en número, ante los cazadores, en conjunto una raza muy distinta de los pioneros agricultores, aunque generalmente les sirvieran de avanzadilla. Ese doble éxodo de hombres y bestias dejó la llanura convertida en un desierto, verde y florido, sin duda, pero casi tan olvidado como el Obi siberiano. Si exceptuamos los gallos de las praderas, que a veces salían volando asustados de entre la espesa hierba, y los pichones que, en la época migratoria, llegaban a tapar el sol en densas bandadas como una nube de tormenta, los pájaros escaseaban extrañamente.

Una tranquilidad inexpresiva reinaba en la llanura horas y horas. «Es el lecho de un mar muerto», decía para sus adentros el solitario marinero —que no tenía nada de geólogo— cuando meditaba en el crepúsculo sobre las ondulaciones fijas de aquella inmensa extensión aluvial limitada tan solo por el horizonte, y echaba en falta la agitación que, para los ojos y los oídos despiertos, anima siempre las aparentes soledades de las profundidades.

Pero una escena muy distinta a sus propios antecedentes puede hacerle a uno evocarlos pese a todo. Circundada por una misma orilla, a John Marr la pradera le recordaba el océano.

Antes de aquel último y más remoto traslado, se las había arreglado para mantener una esporádica correspondencia con algunos de sus antiguos compañeros, los muchachos de algunos de sus viajes. Pero ahora estaba tan aislado de todo y de todos como los demás colonos; aislado de todo, salvo por las noticias que pudiera traer, a través de las herbosas olas, la goleta de la pradera, el nombre vernáculo que se daba en aquellas épocas y lugares a la carreta de los emigrantes que viajaba, cubierta con un arqueado toldo de tela de vela, a través de la vasta campiña. Todavía no había ninguna oficina de correos; ni siquiera un tosco y pequeño buzón de bisagras de cuero colocado a la distancia adecuada sobre una estaca a lo largo de algún solitario y verde camino, que sirviera de percha para las aves, y que con el tiempo, y el avance intermitente de la frontera, se convirtiera tal vez en algún musgoso monumento que diera fe de otro límite superado por la vida civilizada; una vida que, en Norteamérica, apenas puede decirse que tenga hoy otra frontera por el oeste que el océano que baña Asia. A través de esas llanuras, hoy superpobladas con ciudades opulentas, inmensas llanuras cercadas por todas partes para delimitar las prósperas granjas —esos pálidos ciudadanos y esos saludables granjeros son, en parte, los descendientes de los primeros colonos macilentos en una región que hacía medio siglo apenas producía lo suficiente para sostener al hombre, pero que hoy envía los excedentes de su cosecha de trigo al mundo entero—; en toda esa pradera, hoy surcada por doquier por raíles y cables, apenas había entonces más que un camino. El viajero de largas distancias utilizaba los lejanos bosques de robles de formas diversas y los nuevos poblados, aún más lejanos, como puntos de referencia; de lo contrario se guiaba por la posición del sol. A principios del verano, incluso al ir de un campamento al siguiente, el viaje podía consumir horas o la mayor parte del día, y viajar era casi como navegar. En ciertas hondonadas entre las largas, verdes y suaves ondulaciones, tan suaves como el océano en calma cuando recibe y somete a su propia tranquilidad las olas levantadas por algún huracán lejano unos días antes, uno veía los primeros indicios de que se acercaban unos extraños a lo lejos, como cuando se divisa una vela en el mar, por el blanco del toldo de la carreta que vadeaba entre la espesa vegetación y quedaba oculta por ella, o, cuando estaba más cerca, por las orejas del tiro de caballos que asomaban, sobre los lirios o sobre la hierba crecida.

Exuberante aquella naturaleza, pero, para su habitante, dejar atrás un amigo en el último rincón del mundo no solo era perderlo de vista, sino como privarlo de existencia.

Aunque no era posible que todos los compañeros marinos de John Marr hubieran fallecido, cuando pensaba en ellos eran como los fantasmas de los muertos. A medida que aquella sensación le fue abocando más y más a meditaciones retrospectivas, aquellos fantasmas, junto con los de su mujer y su hijo, se convirtieron en sus compañeros espirituales, perdieron parte de su inicial imprecisión, fueron adoptando un sombrío parecido con una vida silenciosa y se fueron iluminando con esa aureola que circunda cualquier afecto del pasado cuando se une a lo que anhela intensamente un corazón imaginativo.


en John Marr and other sailors, 1888






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