John Marr, nacido, hacia finales de siglo, en Norteamérica, de madre
desconocida, y marino, desde la infancia hasta la madurez, bajo diversas
banderas, incapacitado por fin para la vida marinera por una herida sufrida
durante un enfrentamiento cuerpo a cuerpo con los piratas de los Cayos, se
traslada finalmente a tierra a fin de ganarse la vida con un empleo menos
activo. Consigo se lleva también su condición errante adquirida como marinero.
Después de varios traslados, primero como fabricante de velas de puerto en
puerto, luego aventurándose como tosco carpintero en el interior, se instala
por fin, alrededor de 1838 y dedicado a esta última profesión, en lo que
entonces era una pradera fronteriza salpicada de bosquecillos de robles y de
las escasas cabañas de troncos de una pequeña colonia de uno de nuestros
estados más antiguos. Aquí, hace una pausa en sus viajes, y se casa.
Poco después, una fiebre, la plaga de los nuevos poblados en el barro
infecto, cuya pálida librea no tarda en mostrarse, tras un tiempo, en muchos de
sus habitantes, se lleva a su joven esposa y a su hijo recién nacido. Son
devueltos a la tierra con sobrios ritos en un ataúd construido con sus propias
manos: otro túmulo, aunque pequeño, en la inmensa pradera, no lejos del lugar
donde otros constructores de túmulos de una raza solo presumible dejaron su
cerámica y sus huesos, en un barro común, bajo una extraña terraza de forma
serpenteante.
Con una franca tranquilidad en su porte, atezado y sombrío, con una mirada
capaz de aplacarse o de destellar, pero carente de dureza aunque a veces deje
traslucir una profunda melancolía, este hombre sin parientes tenía afectos que,
una vez asignados, no era fácil desplazar o reasignar a otro objeto. Llegado
por entonces a la edad mediana, decide no abandonar jamás el suelo que acoge a
los únicos seres unidos a él por el amor y los lazos familiares. Le alquila su
cabaña de troncos a un recién llegado, que se muestra encantado de conseguirla
y se instala en ella con su familia.
Aunque su sensación de tristeza va disminuyendo con el tiempo, el vacío de
su corazón persiste. Si le hubiera sido posible resignarse, habría tratado de
llenar ese vacío cultivando relaciones sociales cada vez más íntimas con una
gente cuyos propósitos pretendía compartir hasta el final, unas relaciones
añadidas al mero lazo del trabajo diario que surge de participar de las mismas
penalidades y de hacer de la ayuda mutua algo consabido. Pero entonces, sin que
se pueda culpar a nadie, se detiene.
Acostumbrados a la compañía, los hombres prácticos deben conversar sobre
asuntos de la vida diaria. Pero, a propósito de las personas o los sucesos, uno
no siempre puede hablar del presente y mucho menos especular sobre el futuro;
uno necesita recurrir al pasado, que para los hombres es, en todos los
sentidos, una herencia común y les proporciona la base de una benévola
comunión.
Pero el pasado de John Marr no era el pasado de aquellos pioneros. Las
manos de ellos habían asido la esteva del arado, las de él el timón del navío.
No conocían más que a los suyos y sus costumbres; él había conocido todo el
ancho mundo. Tan inevitablemente limitado era el alcance intelectual y, en
consecuencia, el rango de las simpatías de aquel grupo particular de
emigrantes, labradores hereditarios de la tierra, que el océano, apenas una
leyenda para sus padres, se había convertido, tras su traslado al interior, en
poco más que un rumor tradicional y vago.
Era gente sobria y acostumbrada a las monótonas penalidades; ascéticos por
necesidad no menos que por inclinación moral; casi todos sincera, aunque
estrechamente religiosos. A su manera eran amables en caso de necesidad; pero a
un hombre familiarizado —como no podía menos que estarlo John Marr a raíz de
sus previos viajes sin hogar— con la vida fácil y libre de las tabernas que
ofrecían diversión barata en algunas antiguas y agradables ciudades portuarias
de la época, y aún más acostumbrado a la compañía de los marinos de ese mismo
tiempo, le faltaba algo. Ese algo era la jovialidad, la flor de la vida que
brota de cierto sentido de la alegría. Y no podían proporcionárselo aquellos
duros trabajadores aquejados de malaria, gente que no había conocido un día de
fiesta, demasiado recta e incapaz de disimular cualquier cosa que no sintieran
verdaderamente. Durante el descascarillado del maíz, la menos solemne de sus
reuniones, el solitario marinero trataba de apartar sus propios pensamientos de
la tristeza y de atraer su atención sin mencionar los trabajos y esfuerzos a
los que estaban acostumbrados, y recurría naturalmente a alguna historia o
cuadro marinero, aunque pronto volvía a encerrarse en sí mismo y guardaba
silencio sin que nadie le animara a seguir. En una de esas ocasiones, un
anciano —un herrero y gran predicador los domingos— le dijo honradamente:
«Amigo, aquí no sabemos nada de eso».
Semejante indiferencia por parte de sus semejantes, apartados de todo lo
artificioso de la vida, y por vocación —en aquellos días apenas se empleaba
maquinaria— casi emparentados con la Naturaleza, le parecía a John Marr en
consonancia con la apatía que mostraba la propia Naturaleza en una pradera
donde nadie, salvo los desaparecidos constructores de túmulos, había dejado un
rastro duradero.
A los escasos indios que quedaban en los alrededores —casi exterminados en
la última guerra por un ejército regular de hombres blancos, una guerra que los
hombres rojos libraron por su suelo natal y por sus derechos naturales— les
habían obligado a instalarse en unos eriales más allá del Misisipí que ahora
ocupaban estados y municipalidades. Previamente, los bisontes, que antes
pastaban incontables en rebaños procesionales o ramoneaban como en interminable
orden de batalla por aquellos pastos, se habían retirado, mermados en número,
ante los cazadores, en conjunto una raza muy distinta de los pioneros
agricultores, aunque generalmente les sirvieran de avanzadilla. Ese doble éxodo
de hombres y bestias dejó la llanura convertida en un desierto, verde y
florido, sin duda, pero casi tan olvidado como el Obi siberiano. Si exceptuamos
los gallos de las praderas, que a veces salían volando asustados de entre la
espesa hierba, y los pichones que, en la época migratoria, llegaban a tapar el
sol en densas bandadas como una nube de tormenta, los pájaros escaseaban
extrañamente.
Una tranquilidad inexpresiva reinaba en la llanura horas y horas. «Es el
lecho de un mar muerto», decía para sus adentros el solitario marinero —que no
tenía nada de geólogo— cuando meditaba en el crepúsculo sobre las ondulaciones
fijas de aquella inmensa extensión aluvial limitada tan solo por el horizonte,
y echaba en falta la agitación que, para los ojos y los oídos despiertos, anima
siempre las aparentes soledades de las profundidades.
Pero una escena muy distinta a sus propios antecedentes puede hacerle a uno
evocarlos pese a todo. Circundada por una misma orilla, a John Marr la pradera
le recordaba el océano.
Antes de aquel último y más remoto traslado, se las había arreglado para
mantener una esporádica correspondencia con algunos de sus antiguos compañeros,
los muchachos de algunos de sus viajes. Pero ahora estaba tan aislado de todo y
de todos como los demás colonos; aislado de todo, salvo por las noticias que
pudiera traer, a través de las herbosas olas, la goleta de la pradera, el
nombre vernáculo que se daba en aquellas épocas y lugares a la carreta de los
emigrantes que viajaba, cubierta con un arqueado toldo de tela de vela, a
través de la vasta campiña. Todavía no había ninguna oficina de correos; ni
siquiera un tosco y pequeño buzón de bisagras de cuero colocado a la distancia
adecuada sobre una estaca a lo largo de algún solitario y verde camino, que
sirviera de percha para las aves, y que con el tiempo, y el avance intermitente
de la frontera, se convirtiera tal vez en algún musgoso monumento que diera fe
de otro límite superado por la vida civilizada; una vida que, en Norteamérica,
apenas puede decirse que tenga hoy otra frontera por el oeste que el océano que
baña Asia. A través de esas llanuras, hoy superpobladas con ciudades opulentas,
inmensas llanuras cercadas por todas partes para delimitar las prósperas
granjas —esos pálidos ciudadanos y esos saludables granjeros son, en parte, los
descendientes de los primeros colonos macilentos en una región que hacía medio
siglo apenas producía lo suficiente para sostener al hombre, pero que hoy envía
los excedentes de su cosecha de trigo al mundo entero—; en toda esa pradera,
hoy surcada por doquier por raíles y cables, apenas había entonces más que un
camino. El viajero de largas distancias utilizaba los lejanos bosques de robles
de formas diversas y los nuevos poblados, aún más lejanos, como puntos de
referencia; de lo contrario se guiaba por la posición del sol. A principios del
verano, incluso al ir de un campamento al siguiente, el viaje podía consumir
horas o la mayor parte del día, y viajar era casi como navegar. En ciertas
hondonadas entre las largas, verdes y suaves ondulaciones, tan suaves como el
océano en calma cuando recibe y somete a su propia tranquilidad las olas
levantadas por algún huracán lejano unos días antes, uno veía los primeros
indicios de que se acercaban unos extraños a lo lejos, como cuando se divisa
una vela en el mar, por el blanco del toldo de la carreta que vadeaba entre la
espesa vegetación y quedaba oculta por ella, o, cuando estaba más cerca, por
las orejas del tiro de caballos que asomaban, sobre los lirios o sobre la
hierba crecida.
Exuberante aquella naturaleza, pero, para su habitante, dejar atrás un
amigo en el último rincón del mundo no solo era perderlo de vista, sino como
privarlo de existencia.
Aunque no era posible que todos los compañeros marinos de John Marr
hubieran fallecido, cuando pensaba en ellos eran como los fantasmas de los
muertos. A medida que aquella sensación le fue abocando más y más a
meditaciones retrospectivas, aquellos fantasmas, junto con los de su mujer y su
hijo, se convirtieron en sus compañeros espirituales, perdieron parte de su
inicial imprecisión, fueron adoptando un sombrío parecido con una vida
silenciosa y se fueron iluminando con esa aureola que circunda cualquier afecto
del pasado cuando se une a lo que anhela intensamente un corazón imaginativo.
en John Marr and
other sailors, 1888
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