Los centinelas vigilan, los revolucionarios conspiran,
las calles están vacías. La ciudad se ha dormido al ritmo monocorde de la
lluvia; las aguas de la bahía, viscosas de petróleo, lamen, lentas, los
muelles. Un marinero tropieza, discute con un farol, yerra el golpe. Al pie del
cerro, arde como siempre la llama de la refinería. El marinero cae de bruces
sobre un charco. Ésta es la hora de los náufragos de la ciudad y de los amantes
que se tienen ganas.
La lluvia arrecia. Llueve desde lejos; la lluvia se
abate contra las ventanas del café del griego y hace vibrar los vidrios. La
única lámpara, amarilla, luz enferma, oscila desde el techo. En la mesa del
rincón, no hay ninguna muchacha tomándose un cortado ni fabricando un barquito
con el papel del azúcar para que el barquito navegue en el vaso de agua y
naufrague. Hay un hombre que mira llover, en la mesa del rincón, y ninguna otra
boca fuma de su cigarrillo. El hombre escucha voces que caen desde lejos y
dicen que juntos somos poderosos como dioses, y dicen: así que no valía la
pena, todo ese dolor inútil, esta basura. El hombre las escucha, esta mentira,
estatua de hielo, como si no llegaran desde lo hondo de la memoria de nadie y
fueran capaces de sobrevivirlo y quedarse flotando en el aire, en el aire que
huele a perro mojado, diciendo: me gusta gustarte, hermosa mía, mi lindísima,
cuerpo que yo completo, me rozás con las puntas de los dedos y me sale humo,
nunca me pasó, nunca me pasará, y diciendo: ojalá te enfermes, que todo te
salga mal, que no puedas seguir viviendo. Y también: gracias, es una suerte que
existas, hayas nacido, estés viva, y también: maldigo el día en que te conocí.
Como ocurre siempre que las voces llegan, el hombre
siente una acosadora necesidad de fumar. Cada cigarrillo enciende el siguiente
mientras las voces van cayendo, trepidantes, y si no fuera por el vidrio de la
ventana es seguro que la lluvia le lastimaría la cara.
en Vagamundo y otros relatos, 1998
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