martes, junio 14, 2016

“Hombre al agua”, de Winston Churchill







Fue poco después de las nueve y media cuando el hombre cayó por la borda. El vapor correo avanzaba a toda velocidad por el Mar Rojo con la esperanza de recuperar el tiempo que las corrientes del océano Índico le habían robado.

La noche era clara, aunque la luna estaba oculta por nubes. El aire cálido estaba cargado de humedad. La tranquila superficie de las aguas se veía quebrada tan solo por la marcha del gran barco, desde cuya aleta las altas y sesgadas ondas salían disparadas como las plumas del astil de una flecha, y en cuya estela las burbujas de espuma y aire levantadas por la hélice dejaban un reguero que se iba estrechando hacia la oscuridad del horizonte.

Había un concierto a bordo. Todos los pasajeros se alegraban de romper la monotonía del viaje y se agrupaban en torno al piano en el salón al final del tambucho. Las cubiertas estaban desiertas. El hombre había estado escuchando la música y acompañando las canciones, pero hacía calor en la habitación y salió a fumar un cigarrillo y a disfrutar de una bocanada del aire que levantaba el rápido paso del barco. Era el único aire de todo el mar Rojo aquella noche.

La escala real no se había quitado después de dejar Aden, y el hombre salió a la plataforma, como si lo hiciera a un balcón. Apoyó la espalda contra la barandilla y lanzó una bocanada de humo al aire reflexivamente. El piano atacó una vivaz melodía y una voz empezó a cantar el primer verso de Los chicos camorristas. Las acompasadas vibraciones de la hélice eran un amortiguado acompañamiento añadido. El hombre conocía la canción, había hecho furor en todos los teatros de variedades cuando él había partido para la India siete años antes. Le traía a la memoria las resplandecientes y bulliciosas calles que no había visto durante tanto tiempo, pero que pronto iba a volver a ver. Se disponía a acompañar el estribillo cuando la barandilla, que había quedado mal sujeta, cedió de pronto con un chasquido y él cayó de espaldas a la templada agua del mar en medio de una ruidosa zambullida.

Durante un segundo su aturdimiento físico fue demasiado grande para pensar. Luego se dio cuenta de que debía gritar. Empezó a hacerlo antes incluso de salir a la superficie. Logró un chillido ronco, inarticulado, medio ahogado. Un cerebro asustado sugirió la palabra, «¡Socorro!», y él la berreó con fuerza, en un frenético esfuerzo, seis o siete veces sin parar. Luego oyó:

¡Vamos! ¡Vamos! Abrid paso a los chicos camorristas.

El estribillo le llegó flotando a través del agua calma por que el barco ya había pasado completamente de largo. Y al oír la música una honda puñalada de terror le traspasó el corazón. Por primera vez su conciencia alumbró la posibilidad de que no lo recogieran. El estribillo empezó otra vez:

Así que yo digo, chicos, ¿quién quiere una buena juerga?
Rumba, timba, tunda, ronda, ¿quién quiere beber conmigo?

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro! —gritó el hombre, ahora con un miedo mortal.

Las últimas palabras se arrastraron cada vez más débiles. El barco navegaba rápido. El comienzo del segundo verso quedó confuso y quebrado por la creciente distancia. La oscura silueta del gran casco se iba difuminando. La luz de la popa menguaba.

Entonces se echó a nadar tras ellas con furiosa energía, deteniéndose cada doce brazadas para lanzar prolongados y enloquecidos gritos. Las agitadas aguas del mar empezaron a estabilizarse y a quedar de nuevo en reposo y las amplias ondas se convirtieron en rizos. La efervescente confusión de la hélice se elevó con un burbujeo y desapareció. El ruido de la marcha y los sonidos de la vida y la música se desvanecieron.

El barco no era más que una luz aislada que se iba apagando sobre la negrura de las aguas y una sombra oscura contra el más pálido cielo.

Por fin el hombre cobró plena conciencia y dejó de nadar. Estaba solo; abandonado. Al comprender esto le dio vueltas el cerebro. Echó de nuevo a nadar, solo que ahora en vez de gritar rezó: rezos insensatos, incoherentes, las palabras tropezándose unas con otras.

De pronto una luz pareció parpadear y aclararse a lo lejos.

Una oleada de júbilo y esperanza recorrió velozmente su cerebro. Iban a parar: iban a hacer girar el barco y regresar. Y con la esperanza vino la gratitud. Su plegaria era atendida. Entrecortadas palabras de agradecimiento afloraron a sus labios. Se paró y vigiló atentamente la luz, el alma en los ojos. Según la miraba, la luz fue haciéndose gradualmente más y más pequeña. Entonces el hombre supo que su suerte estaba echada. La desesperación sucedió a la esperanza; la gratitud dio paso a las maldiciones. Golpeando el agua con sus brazos, deliró de impotencia. Prorrumpió en horribles juramentos, tan entrecortados como sus plegarias; e igualmente ignorados.

Pasó el arrebato de cólera, apremiado por el cansancio en aumento. Se quedó en silencio: en silencio como estaba el mar, pues hasta los rizos se iban aplacando en la lisa uniformidad de la superficie. Siguió nadando mecánicamente tras la estela del barco, sollozando calladamente para sí en la desdicha del miedo. Y la luz de la popa se convirtió en una mota minúscula, más amarilla pero apenas más grande que algunas de las estrellas, que relucían aquí y allá entre las nubes.

Pasaron casi veinte minutos y el cansancio del hombre empezó a tornarse agotamiento. El abrumador sentido de lo inevitable lo oprimía. Con la fatiga vino un extraño consuelo: no tendría que nadar interminablemente hasta Suez. Había otro camino. Moriría. Renunciaría a su existencia, ya que había sido abandonado así. Alzó las manos impulsivamente y se hundió.

Bajó, bajó a través de la templada agua. Lo asió la muerte física y empezó a ahogarse. El dolor de aquel salvaje asimiento hizo retornar su cólera. Luchó furiosamente con él. Agitando brazos y piernas trató de volver al aire. Fue un duro combate, pero salió victorioso y jadeante a la superficie. Lo aguardaba la desesperación. Chapoteando débilmente con las manos, gimió en medio de su amarga desdicha:

—No puedo… Debo. ¡Oh, Dios! Deja que muera.

La luna, que estaba en su tercera fase, se abrió paso entre las nubes que la ocultaban y dejó caer un pálido, suave brillo por encima del mar. Vertical sobre el agua, a cincuenta yardas, había un negro objeto triangular. Era una aleta. Se le acercaba lentamente.
Su última súplica había sido escuchada.



Traducción de Javier Marías

Originalmente publicado en The Harmsworth Magazine, enero 1899





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