Fue poco después de
las nueve y media cuando el hombre cayó por la borda. El vapor correo avanzaba
a toda velocidad por el Mar Rojo con la esperanza de recuperar el tiempo que las
corrientes del océano Índico le habían robado.
La noche era clara,
aunque la luna estaba oculta por nubes. El aire cálido estaba cargado de
humedad. La tranquila superficie de las aguas se veía quebrada tan solo por la
marcha del gran barco, desde cuya aleta las altas y sesgadas ondas salían
disparadas como las plumas del astil de una flecha, y en cuya estela las
burbujas de espuma y aire levantadas por la hélice dejaban un reguero que se
iba estrechando hacia la oscuridad del horizonte.
Había un concierto a
bordo. Todos los pasajeros se alegraban de romper la monotonía del viaje y se
agrupaban en torno al piano en el salón al final del tambucho. Las cubiertas
estaban desiertas. El hombre había estado escuchando la música y acompañando
las canciones, pero hacía calor en la habitación y salió a fumar un cigarrillo
y a disfrutar de una bocanada del aire que levantaba el rápido paso del barco.
Era el único aire de todo el mar Rojo aquella noche.
La escala real no se
había quitado después de dejar Aden, y el hombre salió a la plataforma, como si
lo hiciera a un balcón. Apoyó la espalda contra la barandilla y lanzó una
bocanada de humo al aire reflexivamente. El piano atacó una vivaz melodía y una
voz empezó a cantar el primer verso de Los chicos camorristas. Las acompasadas
vibraciones de la hélice eran un amortiguado acompañamiento añadido. El hombre
conocía la canción, había hecho furor en todos los teatros de variedades cuando
él había partido para la India siete años antes. Le traía a la memoria las
resplandecientes y bulliciosas calles que no había visto durante tanto tiempo,
pero que pronto iba a volver a ver. Se disponía a acompañar el estribillo
cuando la barandilla, que había quedado mal sujeta, cedió de pronto con un
chasquido y él cayó de espaldas a la templada agua del mar en medio de una
ruidosa zambullida.
Durante un segundo su
aturdimiento físico fue demasiado grande para pensar. Luego se dio cuenta de
que debía gritar. Empezó a hacerlo antes incluso de salir a la superficie.
Logró un chillido ronco, inarticulado, medio ahogado. Un cerebro asustado
sugirió la palabra, «¡Socorro!», y él la berreó con fuerza, en un frenético
esfuerzo, seis o siete veces sin parar. Luego oyó:
¡Vamos! ¡Vamos! Abrid paso a los chicos camorristas.
El estribillo le llegó
flotando a través del agua calma por que el barco ya había pasado completamente
de largo. Y al oír la música una honda puñalada de terror le traspasó el
corazón. Por primera vez su conciencia alumbró la posibilidad de que no lo
recogieran. El estribillo empezó otra vez:
Así que yo digo, chicos, ¿quién quiere una buena juerga?
Rumba, timba, tunda, ronda, ¿quién quiere beber conmigo?
—¡Socorro! ¡Socorro!
¡Socorro! —gritó el hombre, ahora con un miedo mortal.
Las últimas palabras
se arrastraron cada vez más débiles. El barco navegaba rápido. El comienzo del
segundo verso quedó confuso y quebrado por la creciente distancia. La oscura
silueta del gran casco se iba difuminando. La luz de la popa menguaba.
Entonces se echó a
nadar tras ellas con furiosa energía, deteniéndose cada doce brazadas para
lanzar prolongados y enloquecidos gritos. Las agitadas aguas del mar empezaron
a estabilizarse y a quedar de nuevo en reposo y las amplias ondas se
convirtieron en rizos. La efervescente confusión de la hélice se elevó con un
burbujeo y desapareció. El ruido de la marcha y los sonidos de la vida y la
música se desvanecieron.
El barco no era más
que una luz aislada que se iba apagando sobre la negrura de las aguas y una
sombra oscura contra el más pálido cielo.
Por fin el hombre
cobró plena conciencia y dejó de nadar. Estaba solo; abandonado. Al comprender
esto le dio vueltas el cerebro. Echó de nuevo a nadar, solo que ahora en vez de
gritar rezó: rezos insensatos, incoherentes, las palabras tropezándose unas con
otras.
De pronto una luz
pareció parpadear y aclararse a lo lejos.
Una oleada de júbilo y
esperanza recorrió velozmente su cerebro. Iban a parar: iban a hacer girar el
barco y regresar. Y con la esperanza vino la gratitud. Su plegaria era
atendida. Entrecortadas palabras de agradecimiento afloraron a sus labios. Se
paró y vigiló atentamente la luz, el alma en los ojos. Según la miraba, la luz
fue haciéndose gradualmente más y más pequeña. Entonces el hombre supo que su
suerte estaba echada. La desesperación sucedió a la esperanza; la gratitud dio
paso a las maldiciones. Golpeando el agua con sus brazos, deliró de impotencia.
Prorrumpió en horribles juramentos, tan entrecortados como sus plegarias; e
igualmente ignorados.
Pasó el arrebato de
cólera, apremiado por el cansancio en aumento. Se quedó en silencio: en
silencio como estaba el mar, pues hasta los rizos se iban aplacando en la lisa
uniformidad de la superficie. Siguió nadando mecánicamente tras la estela del
barco, sollozando calladamente para sí en la desdicha del miedo. Y la luz de la
popa se convirtió en una mota minúscula, más amarilla pero apenas más grande
que algunas de las estrellas, que relucían aquí y allá entre las nubes.
Pasaron casi veinte
minutos y el cansancio del hombre empezó a tornarse agotamiento. El abrumador
sentido de lo inevitable lo oprimía. Con la fatiga vino un extraño consuelo: no
tendría que nadar interminablemente hasta Suez. Había otro camino. Moriría.
Renunciaría a su existencia, ya que había sido abandonado así. Alzó las manos
impulsivamente y se hundió.
Bajó, bajó a través de
la templada agua. Lo asió la muerte física y empezó a ahogarse. El dolor de
aquel salvaje asimiento hizo retornar su cólera. Luchó furiosamente con él.
Agitando brazos y piernas trató de volver al aire. Fue un duro combate, pero
salió victorioso y jadeante a la superficie. Lo aguardaba la desesperación.
Chapoteando débilmente con las manos, gimió en medio de su amarga desdicha:
—No puedo… Debo. ¡Oh,
Dios! Deja que muera.
La luna, que estaba en
su tercera fase, se abrió paso entre las nubes que la ocultaban y dejó caer un
pálido, suave brillo por encima del mar. Vertical sobre el agua, a cincuenta
yardas, había un negro objeto triangular. Era una aleta. Se le acercaba
lentamente.
Su última súplica
había sido escuchada.
Traducción de
Javier Marías
Originalmente
publicado en The Harmsworth Magazine,
enero 1899
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