En la marioneta, o
en Dios.
Los modos en que ignoramos algo son tanto y a la vez más
importantes que los modos en que lo conocemos. Existen modos del no saber
-distracciones, desatenciones, olvidos- que producen torpeza y fealdad, pero
existen otros -la distracción del jovencito de Kleist, la despreocupación encantada
de un niño- cuya perfección no nos cansamos de admirar. El psicoanálisis llama remoción a un modo de ignorar que con
frecuencia produce efectos nefastos en la vida de quien ignora. Por el contrario,
llamamos bella a una mujer cuya mente
parece felizmente inconsciente de un secreto del cual su cuerpo está
perfectamente al corriente. Existen, pues, modos logrados de ignorarse, y la
belleza es uno de ellos. Más aún, es posible que sea precisamente el modo en
que conseguimos ignorar el que define el rango de lo que llegamos a conocer, y
que la articulación de una zona de no conocimiento sea la condición -y, a la
vez, piedra de toque- de todo nuestro saber. Si esto es cierto, un catálogo
razonado de los modos y de las especies de ignorancia sería igualmente útil que
la clasificación sistemática de las ciencias en las que se basa la transmisión
del saber. Sin embargo, mientras que los hombres reflexionan hace siglos sobre
cómo conservar, mejorar y hacer más seguros sus conocimientos, de un arte de la
ignorancia faltan incluso los principios más elementales. La epistemología y la
ciencia del método indagan y fijan las condiciones, los paradigmas y los estatutos
del saber, pero sobre cómo sería posible articular una zona de no conocimiento no existen recetas.
Articular una zona de no conocimiento en efecto no significa simplemente no
saber, no se trata sólo de una falta o de un defecto. Significa, al contrario,
mantenerse en la justa relación con una ignorancia, dejar que un no conocimiento
guíe y acompañe nuestros gestos, que un mutismo responda límpidamente por
nuestras palabras. O, para usar un vocabulario anticuado, significa que lo que
nos es más íntimo y nutriente tenga la forma no de la ciencia y del dogma, sino
de la gracia y del testimonio. En este sentido, el arte de vivir es la
capacidad de mantenerse en relación armónica con lo que se nos escapa.
También el saber se mantiene, en último análisis, en relación
con una ignorancia. Pero lo hace en el modo de la remoción o en aquel, más
eficaz y potente, de la presuposición. El no saber es lo que el saber presupone
como el país inexplorado que se trata de conquistar, el inconsciente es la
tiniebla adonde la conciencia deberá llevar su luz. En ambos casos, algo es
separado, para luego ser compenetrado y alcanzado. La relación con una zona de
no conocimiento vela, por el contrario, porque esta siga siendo tal. No para
exaltar su oscuridad, como hace la mística, ni para glorificar su arcano, como
hace la liturgia. Tampoco para llenarla de fantasmas, como hace el
psicoanálisis. No se trata de una doctrina secreta o de una ciencia más alta, ni
de un saber que no se sabe. Más aún, es posible que la zona de no conocimiento
no contenga precisamente nada especial, que si se pudiera mirar hacia su
interior, sólo se entrevería -aunque no es seguro- un viejo trineo abandonado,
sólo -aunque no está claro- el gesto arisco de una niña que nos invita a jugar.
Quizá tampoco existe una zona de no conocimiento, existen sólo sus gestos. Como
tan bien había comprendido Kleist, la relación con una zona de no conocimiento
es una danza.
en Desnudez, 2011
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