jueves, junio 09, 2016

“El último capítulo de la historia del mundo”, de Giorgio Agamben







En la marioneta, o en Dios.


Los modos en que ignoramos algo son tanto y a la vez más importantes que los modos en que lo conocemos. Existen modos del no saber -distracciones, desatenciones, olvidos- que producen torpeza y fealdad, pero existen otros -la distracción del jovencito de Kleist, la despreocupación encantada de un niño- cuya perfección no nos cansamos de admirar. El psicoanálisis llama remoción a un modo de ignorar que con frecuencia produce efectos nefastos en la vida de quien ignora. Por el contrario, llamamos bella a una mujer cuya mente parece felizmente inconsciente de un secreto del cual su cuerpo está perfectamente al corriente. Existen, pues, modos logrados de ignorarse, y la belleza es uno de ellos. Más aún, es posible que sea precisamente el modo en que conseguimos ignorar el que define el rango de lo que llegamos a conocer, y que la articulación de una zona de no conocimiento sea la condición -y, a la vez, piedra de toque- de todo nuestro saber. Si esto es cierto, un catálogo razonado de los modos y de las especies de ignorancia sería igualmente útil que la clasificación sistemática de las ciencias en las que se basa la transmisión del saber. Sin embargo, mientras que los hombres reflexionan hace siglos sobre cómo conservar, mejorar y hacer más seguros sus conocimientos, de un arte de la ignorancia faltan incluso los principios más elementales. La epistemología y la ciencia del método indagan y fijan las condiciones, los paradigmas y los estatutos del saber, pero sobre cómo sería posible articular una zona de no conocimiento no existen recetas. Articular una zona de no conocimiento en efecto no significa simplemente no saber, no se trata sólo de una falta o de un defecto. Significa, al contrario, mantenerse en la justa relación con una ignorancia, dejar que un no conocimiento guíe y acompañe nuestros gestos, que un mutismo responda límpidamente por nuestras palabras. O, para usar un vocabulario anticuado, significa que lo que nos es más íntimo y nutriente tenga la forma no de la ciencia y del dogma, sino de la gracia y del testimonio. En este sentido, el arte de vivir es la capacidad de mantenerse en relación armónica con lo que se nos escapa.

También el saber se mantiene, en último análisis, en relación con una ignorancia. Pero lo hace en el modo de la remoción o en aquel, más eficaz y potente, de la presuposición. El no saber es lo que el saber presupone como el país inexplorado que se trata de conquistar, el inconsciente es la tiniebla adonde la conciencia deberá llevar su luz. En ambos casos, algo es separado, para luego ser compenetrado y alcanzado. La relación con una zona de no conocimiento vela, por el contrario, porque esta siga siendo tal. No para exaltar su oscuridad, como hace la mística, ni para glorificar su arcano, como hace la liturgia. Tampoco para llenarla de fantasmas, como hace el psicoanálisis. No se trata de una doctrina secreta o de una ciencia más alta, ni de un saber que no se sabe. Más aún, es posible que la zona de no conocimiento no contenga precisamente nada especial, que si se pudiera mirar hacia su interior, sólo se entrevería -aunque no es seguro- un viejo trineo abandonado, sólo -aunque no está claro- el gesto arisco de una niña que nos invita a jugar. Quizá tampoco existe una zona de no conocimiento, existen sólo sus gestos. Como tan bien había comprendido Kleist, la relación con una zona de no conocimiento es una danza.



en Desnudez, 2011







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