Como decía Fitzgerald de los escritores, quizás los rostros televisivos no son personas exactamente. Porque el rostro es la imagen que proyecta. O la idea de esa imagen. Está ahí, atrapado. La pantalla es su palacio y su jaula. Afuera su vida no tiene sentido. Esa imagen es lo único que tiene, vive y mata por ella, cobra millones por ella, suda sangre por ella.
Porque el rostro sí que trabaja, sí que se esfuerza. Ha hecho el servicio militar en algún programa franjeado, en dos o tres sketchs de la Teletón, ha conducido un estelar, se ha hundido y resucitado con su canal. Porque el rostro sufre y ríe, el rostro sabe lo que son el dolor y la alegría. Sus lágrimas tienen profundidad, están hechas de secretos, de rumores, de lo que el público intuye de él pero que nunca va a saber del todo mientras lo ve huir a sus casas y sus departamentos exclusivos, a sus residencias temporales en Miami. Porque el rostro también ha fracasado en el amor, se ha separado, ha tenido amantes, sus parejas hablan de él con rabia pero también con miedo, tiene un matrimonio extraño, nunca se ha casado, está maldito, llena una doble vida, es amante de los animales, es amigo de un chef o de un millonario, ha coqueteado con la política y la astrología, ha animado Viña, ha sido jurado de Viña, ha estado a cargo de algún programa satélite de Viña.
Su éxito total es carecer de apellido. El rostro es solo un nombre: Cecilia, Felipe, Mario, Karen, Tonka, Diana, Fran, Martín, Kike. Los aspirantes a rostros sueñan con esa familiaridad, alucinan con que su cara termine siendo un ideograma. El nombre propio implica familiaridad, empatía, llegada con el otro. El rostro vende esa cercanía como atributo y premio, como una forma del éxito. El nombre propio es la moneda de cambio, es su escudo porque el rostro a veces sale a la calle: necesita que lo vean ahí, vestido con la camiseta de la selección, hablando la vida mientras contempla un caballo o una oveja al lado de un alambre de púas o de una casa de adobe resquebrajado, caminando en la línea de fuego de la catátrofes, cargando sacos de arena para las inundaciones, entrevistando entre escombros, con una barricada al fondo, mojado con una lluvia que lo moja como al resto. Necesita rozar la precariedad de lo real, hundirse en la fragilidad de la vida.
El rostro es apolítico a pesar de que vote y apoye a la derecha, a pesar de que anime el cumpleaños de Pinochet, a pesar de que se le identifique con el bacheletismo, de que salve algún glaciar que su público jamás llegará a ver en directo, de que esté casado con un candidato progresista que viaja en un jet privado. No importa, a veces el rostro se eleva más allá de la misma banalidad que encarna. Se distancia de ella para comprender la realidad, para fingir habitarla aunque más tarde protagonice la campaña millonaria de una multitienda. Porque el rostro sufre por Chile. Chile le duele porque ser chileno significa bancarse la tragedia, aguantarla con estoicismo y buenas maneras. El rostro, antes que nada, es chileno de corazón.
Pero un día, todo se rompe. El rostro viaja al sur a reportar la tragedia de Chiloé y se topa con una manifestante y la manifestante habla mal de Bachelet y el rostro le tapa la boca con la mano y quiere disfrazar ese gesto como un abrazo. La imagen es pavorosa. La imagen es atroz. La imagen es pura censura. La imagen insulta la inteligencia del espectador y la dignidad de los ciudadanos. La imagen es violenta solo como la tele en vivo puede llegar a serlo. Así, el rostro cae desde la cuerda floja donde hace equilibrio perpetuo. La magia de la pantalla se resquebraja. El maquillaje se derrite. Entonces, el rostro se revela, con suerte, como un funcionario ejemplar. Como alguien que solo sabe comunicar la nada, acaso una imagen trizada, un espejo del horror pero también del vacío.
en el Blog de Álvaro Bisama,
en Voces de La Tercera, 15 de mayo 2016
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