Sin embargo, ni la terquedad, ni las oraciones, ni nada pudo liberarme de una cosa: del hambre. Ya antes había experimentado o así lo creía el hambre; había tenido hambre en la fábrica de ladrillos, en el tren, en Auschwitz e incluso en Buchenwald, pero no conocía el hambre “a largo plazo”, por decirlo de alguna manera. Tenía un hueco, un espacio vacío, y quería, con todos mis esfuerzos, llenar ese hueco sin fondo, ese espacio cada vez más vacío, aniquilar, silenciar el hambre. Mis ojos no veían otra cosa que comida, mis pensamientos, mis actos, todo mi ser se ocupaba exclusivamente de eso, y si no me comía la madera, el hierro o los guijarros, era sólo por la imposibilidad de masticarlos y digerirlos. Sin embargo he comido arena y también hierba; las comía sin pensar, pero no había mucha hierba ni en el campo, ni en el territorio de la fábrica. Por un solo cebollín se pedían dos rebanadas completas de pan, y por el mismo precio se vendía una remolacha azucarera o una forrajera. A mí, me gustaba más la forrajera porque era más jugosa y por lo general más grande, aunque los entendidos decían que las azucareras tenían más valor nutritivo, aunque la forrajera fuera más dura y tuviera un sabor más picante. A veces, me bastaba incluso con ver comer a los otros. A nuestros guardias les traían la comida a la fábrica y yo no les quitaba los ojos de encima cuando comían. Sin embargo no me dejaban disfrutarlo de verdad porque comían demasiado deprisa, sin masticar bien, parecían no darse cuenta de lo que hacían.
1975
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