Los poetas de mis
comienzos literarios no bebían whisky. Bebían vinos de lija que dejaban manchas
moradas en los labios. Cuántos hígados, cuántos cerebros fueron destrozados en
esas noches de conversación exaltada y de vinos temibles. Veo a Teófilo Cid en
la vacilación de un amanecer en el Centro de los Hijos de Tarapacá. Afuera
vendían El Mercurio, El Diario Ilustrado, La Nación. Pasaban los primeros tranvías
y las floristas de la pérgola de San Francisco empezaban a ocupar sus puestos.
Abnegadas, uniformadas, descoloridas mujeres del Ejército de Salvación
repartían sus folletos a las puertas del café Il Bosco. A Lucho Oyarzún lo veo en los alemanes de la calle
Esmeralda, subido en una silla, intensamente rojo, lleno de patacones de sal en
el traje de funcionario de la Universidad. La sal absorbente iba adquiriendo,
a medida que transcurrían las horas, un color morado.
Neruda contaba
después que había aprendido a beber y a distinguir los diferentes whiskies en
el Extremo Oriente, en las antiguas colonias inglesas, hasta donde llegaban en
pequeños barriles con etiquetas de papel que indicaban el año y la procedencia.
En los años cincuenta, sin embargo, años de proteccionismo, de productos
nacionales, de contrabandistas, el Neruda de la casa de Los Guindos ofrecía
vinos pipeños y combinados de las especies más diversas. El primer bebedor
feroz de whisky que hizo su aparición en el mundo literario chileno fue Rubem
Braga, diplomático del Brasil por accidente, gran cronista y a sus horas poeta,
incluido por su compatriota Manuel Bandeira en una antología de "poetas
bisiestos". Rubem vivía en el barrio alto, en la calle Roberto del Río,
para ser más preciso, y bajaba al centro, a la casa de Neruda en el San
Cristóbal, al departamento de Enrique Bello en Teatinos, a los talleres de la
calle Merced esquina de Mosqueto, armado de unas botellas compactas, cúbicas,
auténticamente escocesas, que a nosotros nos parecían milagrosas. Era frecuente
que al final de esas noches se olvidara de dónde había dejado su automóvil y
tuviera que regresar a Roberto del Río en taxi. Como era, a pesar de las
apariencias, persona sensata, optó por trasladarse a vivir en un hotel del
centro.
Rubem Braga
pertenecía a la primera generación literaria brasileña consumidora de whisky:
la de Vinicius de Moraes, Paulo Mendes Campos, Fernando Sabino y muchos otros.
Después tuve la oportunidad de conocerlos en su verdadera salsa: en los cafés
de Ipanema, en los bares de Copacabana, en el Sacha, "boite" que
llegó a ser legendaria y que fue destruida por un incendio. Rubem escribió una
crónica de tono bíblico, "¡Ay de ti, Copacabana!", y provocó
emociones y gestos de arrepentimiento colectivo. En esos años, sin embargo,
nadie se arrepentía de verdad. Bebíamos todo el whisky que podíamos con la
mayor desvergüenza y en un estado de salud envidiable. Rubem Braga, Vinicius de
Moraes, Neruda, eran aficionados a la tradición de calidad: Johnnie Walker
etiqueta negra. A Neruda también le gustaba el Buchanan de Luxe, que es el
producto envejecido de la marca Black & White. Roberto Matta, el pintor,
que también se preciaba de ser conocedor en la materia, era aficionado, si no
recuerdo mal, a los llamados "whiskies pálidos", pale whiskies, no
menos alcohólicos que los de color más oscuro. El más popular de estos pale
whiskies es el JB, que a Matta le gustaba beber en su versión de doce o de
quince años de antigüedad. Añadiré, porque nunca faltan los mal pensados, que
Neruda y el Matta de esos tiempos eran bebedores fuertes, pero no eran en
absoluto alcohólicos. Se ponían a beber después del trabajo, cuando caía la
oscuridad. Cenaban con vino, partían a dormir temprano y se levantaban de
madrugada. No se podría decir lo mismo de Rubem Braga y de Vinicius de Moraes.
Ellos representaban una especie de romanticismo carioca, postvanguardista. El
de Garota de Ipanema, canción que recorrió el mundo y cuyo tema se le ocurrió
a Vinicius en un café de la calle Prudente de Morais, en la esquina del lugar
donde vivía Rubem Braga. Esas "garotas" elásticas, bronceadas,
regresaban de la playa cercana en sus bikinis y pasaban caminando frente a las
mesas de ese café, indiferentes y espléndidas. Los poetas y los cronistas, a
esas horas de final de la mañana, solían beber una cerveza reponedora y
picotear unas frituras de calamares.
Hay historias de
whisky en la literatura de Faulkner, en la de Hemingway y Scott Fitzgerald, en
la de los españoles de la generación de Carlos Barral, de Juan García
Hortelano, de Jaime Gil de Biedma. Todos sobrevivieron, o se murieron por
razones en general ajenas al consumo de whisky. Los que no sabían detener las
cosas después de la hora de comida, a diferencia de Neruda y de Matta,
terminaban por pasarlo peor. Tenían que elegir entre la abstinencia definitiva
o la cirrosis, y a menudo desembocaban en ambas cosas, en la abstinencia tardía
y la cirrosis inevitable. Lo que me parecía francamente grave, en el caso de
los brasileños, era que solían comer con whisky en lugar de vino. Los mozos de
Paris observaban el espectáculo con gestos de escándalo, como si se tratara de
personas que aterrizaban desde países salvajes. Eran salvajes refinados, sin
duda, pero la falta de cultura del vino, exhibida con el mayor desparpajo en el
corazón de Francia, no dejaba de resultar sorprendente.
Le comenté esto a
Xavier Domingo, novelista y cocinólogo (según su propia denominación), y me
dijo que la norma de no comer con whisky admite, a pesar de todo, una
excepción. Un buen bistec a la tártara se puede y se debe, a su juicio,
acompañar con un whisky de calidad. La idea parece tentadora. Yo escogería un
escocés de marca conocida normal (no un malteado), y le pondría hielo y un poco
de agua natural. Lo haría un mediodía de sábado, con la perspectiva de un libro
y de una siesta reparadora.
en El whisky de los poetas, 1994
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