martes, abril 12, 2016

“El despertar”, de H. G. Wells





Marlan estaba aburrido, con el aburrimiento definitivo que sólo Utopía podía proporcionar. Se paró delante de la gran ventana y miró fijamente hacia abajo a las nubes ligeras, empujadas por el ventarrón que corría a los pies de la colina de la ciudad. A veces, a través de un desgarrón en la manta blanca que se hinchaba como una ola, podía captar un resplandor de lagos y bosques, y la tortuosa cinta del río que corría a través de la vacía tierra que ahora se molestaba tan poco en visitar. A veinte millas hacia el Oeste, con el color del arco iris bajo la luz del Sol, por encima de las nubes, flotaban los más altos picos de esa montaña artificial que era Ciudad Nueve, una isla de ensueño a la ventura en las frías inmensidades de la estratosfera. Marlan se preguntó cuántos de sus habitantes estarían mirándole indiferentemente, igualmente descontentos de la vida.

Por supuesto, había un modo de escape, y muchos lo habían elegido. Pero era demasiado obvio, y Marlan evitaba lo obvio sobre todas las cosas. Por otra parte, mientras hubiera todavía una posibilidad de que la vida pudiera contener alguna experiencia nueva, él no atravesaría la puerta que conducía al olvido.

Fuera de la neblina que se extendía debajo de él, algo brillante y llamativo explotó a través de las nubes se consumió velozmente hacia el azul profundo del cenit. Con ojos opacos, Marlan miró la nave que ascendía: una vez (¡cuánto tiempo atrás!), ser vista le había levantado el ánimo. También él había ido una vez en tales viajes, siguiendo la senda a lo largo de la cual el Hombre había encontrado sus mayores aventuras. Pero ahora no había nada en los doce plantas ni en las cincuenta lunas que uno no pudiera encontrar en la Tierra. Quizá si sólo hubieran podido alcanzarse las estrellas, la humanidad podría haber evitado el «cul de sac» en el cual estaba ahora atrapada; habría aún interminables perspectivas de exploración y descubrimiento. Pero el espíritu de la especie humana se había desanimado ante las terribles inmensidades del espacio interestelar. El Hombre había alcanzado los planetas cuando aún era joven, pero las estrellas habían permanecido fuera de su alcance para siempre.

Y con todo —Marlan se envaró al pensarlo y miró fijamente a lo largo de la retorcida huella de vapor que marcaba el paso de la nave—, si el Espacio le había derrotado, había todavía otra conquista que intentar. Por un largo rato estuvo parado en silencio pensando, mientras allá abajo el raído borde de la tormenta descubría los contrafuertes y murallas de la ciudad, y debajo de aquéllos, los olvidados campos y bosques que habían sido una vez el único hogar del Hombre.

La idea desafió la ingenuidad científica de Sandrak; se presentaba con interesantes problemas técnicos que le mantendrían ocupado por un año o dos. Ello le daría a Marlan un amplio lapso para conducir sus asuntos o si fuera necesario para cambiar de opinión. Si Marlan sintió alguna vacilación de último momento, fue demasiado orgulloso para demostrarla mientras se despedía de sus amigos. Ellos habían observado sus planes con morbosa curiosidad, convencidos de que él se estaba gratificando con alguna inusual forma de eutanasia. Mientras la puerta de la pequeña nave espacial se cerraba detrás de Marlan, se fueron caminando lentamente para reanudar el modelo de sus vidas sin objeto, y Roweena lloró, pero no por mucho tiempo.

Mientras Marlan hacía sus preparativos finales, la nave tomó su rumbo automático, ganando velocidad hasta que la Tierra fue un plateado cuarto creciente, luego una estrella que desaparecía gradualmente, perdida contra la gloria mayor del Sol. Elevándose del plano en el cual se mueven los planetas, la nave apuntaba en dirección a las estrellas hasta que el mismo Sol se hubo convertido en no más que un resplandeciente punto de luz. Entonces Marlan verificó su velocidad exterior, haciendo girar la nave hacia una órbita que la convertía en el más exterior de los hijos del Sol. Elevándose del plano en el cual se mueven los planetas, la nave apuntó en dirección a las estrellas hasta que el mismo Sol se hubo convertido en no más que un resplandeciente punto de luz. Entonces Marlan verificó su velocidad exterior, haciendo girar la nave hacia una órbita que le convertía en el más exterior de los hijos del Sol. Nada la molestaría aquí; circundaría el Sol eternamente a menos que por alguna inconcebible casualidad fuera capturada por un cometa vagabundo.

Por última vez Marlan verificó los instrumentos que había construido Sandrak. Luego fue a la cámara interior y selló la pesada puerta de metal. Cuando la abriera nuevamente sería para conocer el secreto del destino humano.

Su mente estaba desprovista de toda emoción mientras yacía sobre el lecho de grueso almohadillado y esperaba que las máquinas hicieran su deber. No escuchó el primer murmullo del gas a través de los respiraderos; pero perdió el conocimiento que se fue como una marea menguante.

Inmediatamente, el aire se escapó arrastrando y silbando fuera de la pequeña cámara, y sus reservas de calor se escurrieron poco a poco en el definitivo frío del espacio exterior. El cambio y la decadencia nunca podrían entrar allí; Marlan yacía en una tumba que sobreviviría a cualquiera de las que el hombre jamás construyera en la Tierra, y podría sobrevivir aún a la misma Tierra. Con todo era más que una tumba, porque las máquinas que llevaba estaban haciendo tiempo y cada cien años un circuito se abría y se cerraba, contando los siglos.

Así dormía Marlan, en el frío crepúsculo más allá de Plutón. No sabía de la vida que se consumía y fluía sobre la Tierra y sus planetas hermanos, mientras los siglos se alargaban en milenios, los milenios en eones. Sobre el mundo que había sido una vez el hogar de Marlan las montañas se desmoronaron y fueron barridas hacia el interior del mar; el hielo bajó arrastrándose desde los polos como lo había hecho tantas veces anteriormente y lo haría muchas otras veces más. Sobre los lechos oceánicos las montañas del futuro se construían capa por capa a partir de la abertura alargada que caía, y en poco tiempo seguían a los olvidados Alpes e Himalayas hacia sus sepulturas.
El Sol había cambiado muy poco, habiendo considerado todas las cosas, cuando el paciente mecanismo de la nave de Marlan se despertó nuevamente de su largo sueño. El aire silbó de vuelta hacia adentro de la cámara, la temperatura trepó lentamente desde la cercanía del cero absoluto hasta el nivel en que la vida podría empezar de nuevo. Dulcemente, las máquinas manipuladoras comenzaron la delicada serie de tareas que deberían revitalizar a su señor.

Él, sin embargo, no se conmovió. Durante las largas épocas que habían pasado desde que Marlan comenzara su sueño, algo había fallado entre los circuitos que deberían haberlo despertado. Aún así el prodigio era tan grande que había funcionado correctamente; Marlan aún burlaba a la Muerte, pese a que sus sirvientes nunca le harían volver de sus sueños ligeros y tranquilos.

Y ahora la admirable nave recordaba las órdenes que se le habían dado hacía tanto tiempo. Por un ratito, mientras sus numerosos mecanismos se calentaban lentamente hacia la vida, flotó inerte con la lánguida luz, el Sol brillando sobre sus paredes. Entonces, aún más suavemente, comenzó a recorrer de nuevo el sendero que había trazado cuando el mundo era joven. No verificó su velocidad hasta que estuvo una vez más entre los planetas interiores, calentándose su metálico casco bajo los rayos del viejo e incansable Sol. Allí comenzó su búsqueda en la zona de temperatura donde una vez había circulado la Tierra; e inmediatamente encontró allí un planeta que no reconoció.

El tamaño era correcto, pero todo lo demás estaba equivocado. ¿Dónde estaban los mares que en una época habían sido la mayor gloria de la Tierra? Ni siquiera habían quedado sus lechos vacíos: el polvo de continentes desaparecidos los habían rellenado hacía ya mucho tiempo. Y, sobre todo, ¿dónde estaba la Luna? En algún lugar de su olvidado pasado se había arrastrado hacia la Tierra y se encontró con su destino, porque ahora el planeta estaba circundado, así como una vez sólo Saturno lo había estado, por un vasto y delgado halo de abrazante polvo.

Por un rato, los controles automáticos exploraron su memoria electrónica mientras la nave examinaba la situación. Entonces pensó decididamente que si una máquina hubiera podido encogerse de hombros, lo habría hecho. Escogiendo al azar un lugar de aterrizaje, cayó suavemente atravesando el delgado aire y se detuvo en una llanura aplanada de erosionada piedra arenisca. Había traído a Marlan al hogar; no podía hacer nada más. Si aún había vida en la Tierra, tarde o temprano lo encontraría.

Y allí, ciertamente, aquellos que eran ahora los señores de la Tierra cayeron pesadamente sobre la nave de Marlan. Sus memorias eran extensas y el empañado ovoide metálico que estaba sobre la arenisca, no les era totalmente extraño. Entre todos afrontaron el hecho con tanta agitación como sus naturalezas se lo permitían y usando sus propias y sorprendentes herramientas comenzaron a abrir las obstinadas paredes hasta que alcanzaron la cámara donde dormía Marlan.

A su manera, eran muy sabios, porque pudieron comprender el propósito de la máquina de Marlan y pudieron determinar dónde ésta había faltado a su deber. En poco tiempo los científicos habían hecho las reparaciones necesarias, pese a que ninguno de ellos tenía muchas esperanzas de éxito. Lo más que podían esperar era que, aunque sólo fuera por poco tiempo, la mente de Marlan pudiera ser traída hasta las fronteras del conocimiento, antes que el Tiempo obtuviera por la fuerza su largamente diferida revancha.

La luz volvió arrastrándose en el cerebro de Marlan con la lentitud de un amanecer invernal. Durante siglos descansó apoyado en las fronteras del conocimiento de su propia existencia, sabiendo que existía, pero sin saber quién era o de dónde había venido. Entonces volvieron fragmentos de memoria y de su personalidad, que se fueron acomodando uno a uno en el intrincado rompecabezas, hasta que Marlan supo que él era… Marlan. Pese a su debilidad, el conocimiento del éxito le produjo una profunda y ardiente sensación de satisfacción. La curiosidad que le había guiado a través de los siglos, cuando sus compañeros habían elegido el bienaventurado sueño de eutanasia, sería pronto recompensada: Marlan sabría qué especie de hombres habían heredado la Tierra.

La fuerza volvió. Abrió sus ojos. La luz era suave y no le deslumbró, pero por un momento todo fue confuso y nebuloso. En seguida vio figuras que se alzaban oscura y gradualmente por encima de él y una sensación de maravilla fantástica le invadió, porque recordó que en su retorno a la vida él debería haber estado solo, únicamente con sus máquinas para atenderlo.

Y ahora la escena se enfocó velozmente, y mirándole fijo, sin demostrar ni oposición ni amistad, ni agitación ni indiferencia estaban los insondables ojos de los Vigilantes. Las delgadas figuras, grotescamente articuladas, estaban paradas alrededor de él, en un círculo cerrado y apretado, mirándolo a través de un abismo que ni su mente ni la de ellos nunca podría medir.

Otros hombres hubieran sentido terror, pero Marlan solamente sonrió, un poco tristemente, mientras cerraba sus ojos para siempre. Su indagante espíritu había alcanzado su meta: Marlan ya no tenía más enigmas que proponerle al Tiempo. Porque en el último momento de su vida, mientras los veía esperando a su alrededor, supo que la vieja guerra entre el Hombre y el insecto había terminado hacía tiempo y que el Hombre no era el vencedor.


en Alcanza el mañana, 1956









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