Marlan estaba aburrido, con el aburrimiento definitivo
que sólo Utopía podía proporcionar. Se paró delante de la gran ventana y miró
fijamente hacia abajo a las nubes ligeras, empujadas por el ventarrón que
corría a los pies de la colina de la ciudad. A veces, a través de un desgarrón
en la manta blanca que se hinchaba como una ola, podía captar un resplandor de
lagos y bosques, y la tortuosa cinta del río que corría a través de la vacía
tierra que ahora se molestaba tan poco en visitar. A veinte millas hacia el Oeste,
con el color del arco iris bajo la luz del Sol, por encima de las nubes,
flotaban los más altos picos de esa montaña artificial que era Ciudad Nueve,
una isla de ensueño a la ventura en las frías inmensidades de la estratosfera.
Marlan se preguntó cuántos de sus habitantes estarían mirándole
indiferentemente, igualmente descontentos de la vida.
Por supuesto, había un modo de escape, y muchos lo
habían elegido. Pero era demasiado obvio, y Marlan evitaba lo obvio sobre todas
las cosas. Por otra parte, mientras hubiera todavía una posibilidad de que la
vida pudiera contener alguna experiencia nueva, él no atravesaría la puerta que
conducía al olvido.
Fuera de la neblina que se extendía debajo de él, algo
brillante y llamativo explotó a través de las nubes se consumió velozmente
hacia el azul profundo del cenit. Con ojos opacos, Marlan miró la nave que
ascendía: una vez (¡cuánto tiempo atrás!), ser vista le había levantado el
ánimo. También él había ido una vez en tales viajes, siguiendo la senda a lo largo
de la cual el Hombre había encontrado sus mayores aventuras. Pero ahora no
había nada en los doce plantas ni en las cincuenta lunas que uno no pudiera
encontrar en la Tierra. Quizá si sólo hubieran podido alcanzarse las estrellas,
la humanidad podría haber evitado el «cul de sac» en el cual estaba ahora
atrapada; habría aún interminables perspectivas de exploración y
descubrimiento. Pero el espíritu de la especie humana se había desanimado ante
las terribles inmensidades del espacio interestelar. El Hombre había alcanzado
los planetas cuando aún era joven, pero las estrellas habían permanecido fuera
de su alcance para siempre.
Y con todo —Marlan se envaró al pensarlo y miró
fijamente a lo largo de la retorcida huella de vapor que marcaba el paso de la
nave—, si el Espacio le había derrotado, había todavía otra conquista que
intentar. Por un largo rato estuvo parado en silencio pensando, mientras allá
abajo el raído borde de la tormenta descubría los contrafuertes y murallas de
la ciudad, y debajo de aquéllos, los olvidados campos y bosques que habían sido
una vez el único hogar del Hombre.
La idea desafió la ingenuidad científica de Sandrak; se
presentaba con interesantes problemas técnicos que le mantendrían ocupado por
un año o dos. Ello le daría a Marlan un amplio lapso para conducir sus asuntos
o si fuera necesario para cambiar de opinión. Si Marlan sintió alguna
vacilación de último momento, fue demasiado orgulloso para demostrarla mientras
se despedía de sus amigos. Ellos habían observado sus planes con morbosa
curiosidad, convencidos de que él se estaba gratificando con alguna inusual
forma de eutanasia. Mientras la puerta de la pequeña nave espacial se cerraba
detrás de Marlan, se fueron caminando lentamente para reanudar el modelo de sus
vidas sin objeto, y Roweena lloró, pero no por mucho tiempo.
Mientras Marlan hacía sus preparativos finales, la nave
tomó su rumbo automático, ganando velocidad hasta que la Tierra fue un plateado
cuarto creciente, luego una estrella que desaparecía gradualmente, perdida
contra la gloria mayor del Sol. Elevándose del plano en el cual se mueven los
planetas, la nave apuntaba en dirección a las estrellas hasta que el mismo Sol
se hubo convertido en no más que un resplandeciente punto de luz. Entonces
Marlan verificó su velocidad exterior, haciendo girar la nave hacia una órbita
que la convertía en el más exterior de los hijos del Sol. Elevándose del plano
en el cual se mueven los planetas, la nave apuntó en dirección a las estrellas
hasta que el mismo Sol se hubo convertido en no más que un resplandeciente
punto de luz. Entonces Marlan verificó su velocidad exterior, haciendo girar la
nave hacia una órbita que le convertía en el más exterior de los hijos del Sol.
Nada la molestaría aquí; circundaría el Sol eternamente a menos que por alguna
inconcebible casualidad fuera capturada por un cometa vagabundo.
Por última vez Marlan verificó los instrumentos que
había construido Sandrak. Luego fue a la cámara interior y selló la pesada
puerta de metal. Cuando la abriera nuevamente sería para conocer el secreto del
destino humano.
Su mente estaba desprovista de toda emoción mientras
yacía sobre el lecho de grueso almohadillado y esperaba que las máquinas
hicieran su deber. No escuchó el primer murmullo del gas a través de los
respiraderos; pero perdió el conocimiento que se fue como una marea menguante.
Inmediatamente, el aire se escapó arrastrando y
silbando fuera de la pequeña cámara, y sus reservas de calor se escurrieron
poco a poco en el definitivo frío del espacio exterior. El cambio y la
decadencia nunca podrían entrar allí; Marlan yacía en una tumba que
sobreviviría a cualquiera de las que el hombre jamás construyera en la Tierra,
y podría sobrevivir aún a la misma Tierra. Con todo era más que una tumba,
porque las máquinas que llevaba estaban haciendo tiempo y cada cien años un
circuito se abría y se cerraba, contando los siglos.
Así dormía Marlan, en el frío crepúsculo más allá de
Plutón. No sabía de la vida que se consumía y fluía sobre la Tierra y sus
planetas hermanos, mientras los siglos se alargaban en milenios, los milenios
en eones. Sobre el mundo que había sido una vez el hogar de Marlan las montañas
se desmoronaron y fueron barridas hacia el interior del mar; el hielo bajó
arrastrándose desde los polos como lo había hecho tantas veces anteriormente y
lo haría muchas otras veces más. Sobre los lechos oceánicos las montañas del
futuro se construían capa por capa a partir de la abertura alargada que caía, y
en poco tiempo seguían a los olvidados Alpes e Himalayas hacia sus sepulturas.
El Sol había cambiado muy poco, habiendo considerado
todas las cosas, cuando el paciente mecanismo de la nave de Marlan se despertó
nuevamente de su largo sueño. El aire silbó de vuelta hacia adentro de la
cámara, la temperatura trepó lentamente desde la cercanía del cero absoluto
hasta el nivel en que la vida podría empezar de nuevo. Dulcemente, las máquinas
manipuladoras comenzaron la delicada serie de tareas que deberían revitalizar a
su señor.
Él, sin embargo, no se conmovió. Durante las largas
épocas que habían pasado desde que Marlan comenzara su sueño, algo había
fallado entre los circuitos que deberían haberlo despertado. Aún así el
prodigio era tan grande que había funcionado correctamente; Marlan aún burlaba
a la Muerte, pese a que sus sirvientes nunca le harían volver de sus sueños
ligeros y tranquilos.
Y ahora la admirable nave recordaba las órdenes que se
le habían dado hacía tanto tiempo. Por un ratito, mientras sus numerosos
mecanismos se calentaban lentamente hacia la vida, flotó inerte con la lánguida
luz, el Sol brillando sobre sus paredes. Entonces, aún más suavemente, comenzó
a recorrer de nuevo el sendero que había trazado cuando el mundo era joven. No
verificó su velocidad hasta que estuvo una vez más entre los planetas
interiores, calentándose su metálico casco bajo los rayos del viejo e
incansable Sol. Allí comenzó su búsqueda en la zona de temperatura donde una
vez había circulado la Tierra; e inmediatamente encontró allí un planeta que no
reconoció.
El tamaño era correcto, pero todo lo demás estaba
equivocado. ¿Dónde estaban los mares que en una época habían sido la mayor
gloria de la Tierra? Ni siquiera habían quedado sus lechos vacíos: el polvo de
continentes desaparecidos los habían rellenado hacía ya mucho tiempo. Y, sobre
todo, ¿dónde estaba la Luna? En algún lugar de su olvidado pasado se había
arrastrado hacia la Tierra y se encontró con su destino, porque ahora el
planeta estaba circundado, así como una vez sólo Saturno lo había estado, por
un vasto y delgado halo de abrazante polvo.
Por un rato, los controles automáticos exploraron su
memoria electrónica mientras la nave examinaba la situación. Entonces pensó
decididamente que si una máquina hubiera podido encogerse de hombros, lo habría
hecho. Escogiendo al azar un lugar de aterrizaje, cayó suavemente atravesando
el delgado aire y se detuvo en una llanura aplanada de erosionada piedra
arenisca. Había traído a Marlan al hogar; no podía hacer nada más. Si aún había
vida en la Tierra, tarde o temprano lo encontraría.
Y allí, ciertamente, aquellos que eran ahora los
señores de la Tierra cayeron pesadamente sobre la nave de Marlan. Sus memorias
eran extensas y el empañado ovoide metálico que estaba sobre la arenisca, no
les era totalmente extraño. Entre todos afrontaron el hecho con tanta agitación
como sus naturalezas se lo permitían y usando sus propias y sorprendentes
herramientas comenzaron a abrir las obstinadas paredes hasta que alcanzaron la
cámara donde dormía Marlan.
A su manera, eran muy sabios, porque pudieron
comprender el propósito de la máquina de Marlan y pudieron determinar dónde
ésta había faltado a su deber. En poco tiempo los científicos habían hecho las
reparaciones necesarias, pese a que ninguno de ellos tenía muchas esperanzas de
éxito. Lo más que podían esperar era que, aunque sólo fuera por poco tiempo, la
mente de Marlan pudiera ser traída hasta las fronteras del conocimiento, antes
que el Tiempo obtuviera por la fuerza su largamente diferida revancha.
La luz volvió arrastrándose en el cerebro de Marlan con
la lentitud de un amanecer invernal. Durante siglos descansó apoyado en las
fronteras del conocimiento de su propia existencia, sabiendo que existía, pero
sin saber quién era o de dónde había venido. Entonces volvieron fragmentos de
memoria y de su personalidad, que se fueron acomodando uno a uno en el
intrincado rompecabezas, hasta que Marlan supo que él era… Marlan. Pese a su
debilidad, el conocimiento del éxito le produjo una profunda y ardiente
sensación de satisfacción. La curiosidad que le había guiado a través de los
siglos, cuando sus compañeros habían elegido el bienaventurado sueño de
eutanasia, sería pronto recompensada: Marlan sabría qué especie de hombres
habían heredado la Tierra.
La fuerza volvió. Abrió sus ojos. La luz era suave y no
le deslumbró, pero por un momento todo fue confuso y nebuloso. En seguida vio
figuras que se alzaban oscura y gradualmente por encima de él y una sensación
de maravilla fantástica le invadió, porque recordó que en su retorno a la vida
él debería haber estado solo, únicamente con sus máquinas para atenderlo.
Y ahora la escena se enfocó velozmente, y mirándole
fijo, sin demostrar ni oposición ni amistad, ni agitación ni indiferencia
estaban los insondables ojos de los Vigilantes. Las delgadas figuras,
grotescamente articuladas, estaban paradas alrededor de él, en un círculo
cerrado y apretado, mirándolo a través de un abismo que ni su mente ni la de
ellos nunca podría medir.
Otros hombres hubieran sentido terror, pero Marlan
solamente sonrió, un poco tristemente, mientras cerraba sus ojos para siempre.
Su indagante espíritu había alcanzado su meta: Marlan ya no tenía más enigmas
que proponerle al Tiempo. Porque en el último momento de su vida, mientras los
veía esperando a su alrededor, supo que la vieja guerra entre el Hombre y el
insecto había terminado hacía tiempo y que el Hombre no era el vencedor.
en Alcanza el mañana, 1956
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