viernes, abril 29, 2016

“El cielo te adora”, de Luz María Astudillo







Debajo del cielo hay un campo azotado por el viento. Estoy sentado en una sala, rodeado de cabezas y cuerpos. Mi postura es conscientemente congruente con la forma de mi dura silla. Es una fría habitación en la administración de la universidad con las paredes forradas de madera, con cuadros al estilo Remington, y ventanas dobles que la protegen de la canícula de noviembre.

Había nevado por última vez a principios de marzo. Las vistas al este desde la ventana del aula, en otras palabras, ahora se componían sobre todo de barro y nieve sucia. El cielo que se veía era incoloro y estaba un poco bajo, como si estuviera empapado o muy cansado. El exterior de una puerta, que como todas las puertas del lugar parecía como de madera sólida pero en realidad estaba hueca y era ligera y su pestillo traqueteaba cuando la ventana de la oficina estaba abierta y había viento, decía: DAVID BLOEMKER, DIRECTOR DEL COMPLEJO.

A finales de mayo de 1983 su autobús emocional ya se ha puesto en marcha. Yo siento en mí la necesidad de alejarme lo más posible. De hacer un tour geográfico. Conduzco el coche cerrado de mi madre por la tórrida carretera interestatal 95 al sur de Maine. Voy en dirección norte hacia Prosopopeya, donde vive el hermano de mi madre con su mujer, muy cerca de la frontera con Canadá. Tomo la interestatal 95 en Worcester, Massachusetts, y eso me permite dar un cómodo rodeo por el oeste de Boston, lejos de Cambridge, un lugar que no quiero volver a ver nunca. Llego a Prosopopeya cuando el sol se pone con solemnidad y todas las especies de vida nocturna de Maine empiezan a susurrar en un bosquecillo viejo y espinoso. Me alegro de dejar atrás el límite del municipio. Empiezo a sentir que mis pensamientos y mi voz son en parte productos de la creatividad de alguien ajeno a mí, fuera de mi control, y sin embargo esa influencia externa manipuladora y creadora sigo siendo yo. Siento la división que mi voz exterior postula como los dolores del parto de una conciencia emocional que está naciendo. Me acomete una necesidad perentoria de «escribirlo todo», de afrontar el pasado y el presente como una misma comunidad de signos, pero eso requiere un distanciamiento especial que yo parezco haber dejado atrás.

Estoy empezando a ver que la sensación que producen las peores pesadillas, una sensación que no se puede experimentar dormido ni despierto, es idéntica a la mismísima forma en que se manifiestan esas peores pesadillas: la toma de conciencia intraonírica y repentina de que la misma esencia y el mismo meollo de las pesadillas han estado siempre presentes en uno, incluso cuando se está despierto… Lo que le da alas a uno, incluso hoy día, es lo que quiere querer. Lo que uno valora. Y lo que uno valora es inseparable de esas cosas que uno nunca haría. Y he aquí un tópico que se ha ganado su estatus de tópico: el hecho de que uno esté encerrado o sea libre depende, y depende solamente, de lo que uno quiere. Lo que uno tiene importa más o menos lo mismo que el color del cielo. O de los barrotes.

Mi papá se fue hace mucho tiempo. Está zumbado. Chiflado. Sonado. Se ha ido a ese sitio donde todas las habitaciones son blancas y los zapatos no hacen ruido. Mi padre se ha ido a otro planeta. Su padre solo la llevaba a parques de atracciones en ruinas. Le gustaban las ventanas entabladas y los senderos inundados de maleza. Cuando ella tenía diez años, le leyó Moby Dick. De una sola sentada. Incluyendo las curiosidades sobre ballenas.

El ruido estridente del motor se apaga, el coche peraltado se desliza en medio de una ausencia repentina y rechinante de ruidos de fabricación casera y se detiene en el espacio sin arcén que hay entre el asfalto de la carretera rural y el campo vacío en barbecho, junto a la acequia del campo, en el suelo de tierra, tal vez a un cuarto de milla del sitio en donde la carretera por la que van dobla el último recodo a la izquierda, por el oeste, directa al nordeste donde está Collision. El silencio total que reina en el coche enmudecido, mientras este va rodando hasta detenerse con un crujido en el suelo de tierra, es como si ese instante que tiene lugar justo después de que se detenga una música muy alta se prolongara durante minutos enteros.

Olvida el círculo, donde la distancia equivale al tamaño total de lo que cabe en su interior. Construye una carretera. Traza una línea. Vete tan al oeste como te lo permitan los límites del país y traza una línea. Deja que la estela de esa línea al moverse sea la distancia entre su inicio y su perspectiva. Y sigue trazando esa línea, hacia el oeste, más y más lejos. Entonces la curvatura de la Tierra agarrará esa línea y la mantendrá bien pegada a su superficie. Y la curva gigante que tomamos por una línea recta te llevará a su debido tiempo hasta ese lejano punto oriental del país que ahora tienes a tu espalda, ese dormitorio a oscuras situado en la orilla lejana, oriental y también a oscuras del Atlántico. Y habrás hecho un círculo enorme y silencioso, y todo lo que hay en el mundo estará dentro.

El cielo es un ojo.
El crepúsculo y el amanecer son la sangre que alimenta al ojo.
La noche es el párpado cerrado del ojo.
Todos los días el párpado se abre de nuevo, liberando sangre y el iris azul de un gigante tendido boca abajo.



Origen: David Foster Wallace.
Entrevistas breves con hombres repulsivos, La broma infinita, Extinción,
La escoba del sistema, La niña del pelo raro.


en Neoconceptualismo. Ensayos
(Cussen, Almonte, Meller, Editores), 2014







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