Atravesar
una calle para escapar de casa
puede
hacerlo un muchacho, pero este hombre
que anda
todo
el día por las calles ya no es un muchacho
y
no escapa de casa.
Hay
tardes de verano
en
que hasta las plazas se vacían, tendidas
bajo
el sol declinante, y este hombre que llega
a
una alameda de inútiles hierbas, se detiene.
¿Vale
la pena estar solo,
para
estar siempre más solo?
Caminar
por caminar; las plazas y las calles
están
solas. Es preciso detener a una mujer,
hablarle
y persuadirla de vivir juntos.
De
no ser así, uno habla a solas. Es por esto que
a veces
el
borracho nocturno comienza a farfullar
y
relata los proyectos de toda la vida.
No
es verdad que esperando en la plaza desierta
el
encuentro se dé con alguno;
pero
quien va por las calles
se
detiene de vez en cuando.
Si
fueran dos, aun andando en las calles,
la
casa estaría donde aquella mujer
y valdría la pena.
En
la noche, la plaza vuelve a quedarse vacía
y
este hombre, que pasa sin mirar las casas
entre
inútiles luces, ya no levanta sus ojos:
sólo
mira el empedrado hecho por otros hombres
de
manos endurecidas, como las suyas.
No
es justo quedarse en la plaza desierta.
Es
seguro que existe esa mujer en la calle
que,
rogándoselo, quisiera consolar esa casa.
en Trabajar cansa, 1936
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