Mi padre no era un hombre dotado de talentos especiales. Si un padre modelo
puede reparar un cortacésped, instalar correctamente un saco de boxeo,
ofrecerte sugerencias para tu proyecto científico o consejo para obtener el
certificado de socorrista, ayudarte en tus deberes escolares de matemáticas,
armar una bicicleta nueva o cambiar la mosquitera de la puerta del patio, el
mío no era un padre modelo.
En mi primer recuerdo de Navidad estoy acostado en mi cama, ya avanzada la
noche, y oigo a mi padre —ayudado por mi madre— intentando armar un pequeño
tambor militar que yo había pedido a Santa Claus. El trabajo se prolongó
durante horas en el salón. Todavía me parece oír el ruido de las cuerdas
sueltas del fondo del tambor cuando mi padre trataba de estirarlas, el crujir
de los tornillos de metal que tensaban la piel mientras mi madre susurraba sus
consejos y mi padre gruñía y mascullaba con escasa paciencia. Hoy —cincuenta
años después— todavía veo la línea de luz amarilla debajo de la puerta de mi
dormitorio mientras la noche se consumía y yo esperaba, silencioso y ansioso.
Por la mañana, nada se había solucionado. Los tres permanecíamos de pie
junto al alegre brillo del árbol de Navidad y contemplábamos el divertido
aspecto del tambor de madera, con su piel sujeta por un solo lado y sin ningún
tornillo. Contra el tambor inacabado había apoyados dos palillos de madera y
dos cepillos retráctiles de metal, que mi madre había atado con lazos de satén
rojo. Sencillamente, a Santa Claus le había faltado tiempo. Después de todo,
había otros niños y niñas a los que tenía que visitar.
Otro recuerdo se refiere a un saco de boxeo, cuyo soporte negro de metal mi
padre clavó en la irregular pared del cuarto de planchar pero no sujetó con
pernos. El barato saco marrón, bien inflado, colgaba del gancho en forma de S
que lo acompañaba. Al primer golpe recio que di al saco, el artilugio entero se
vino abajo. Volvimos a colgarlo, volví a pegarle y volvió a caerse. Lo único
que al parecer podía mantenerlo colgado era no pegarle nunca más. Así estaba
muy bien. Cuando mi padre murió y nos mudamos, el saco seguía allí, en la
pared, sin que nadie le pegara nunca, pero presentable.
Sin embargo, lo más triste fue lo del árbol de Navidad. (Muchos de esos
pequeños fracasos tuvieron lugar en Navidad. La Navidad es capaz de convertir cualquier
cosa en una desgracia). Mi padre y yo fuimos al bosque en busca de un árbol. El
lugar escogido era Natchez Trace. Cuando llevábamos un rato caminado, yo con mi
hacha de boy scout, descubrí el árbol que me gustaba: un cedro bien crecido y
hermoso, que mi padre consideró demasiado grande, demasiado alto para entrar en
nuestra casa. Pero yo sabía que no lo era. Tras discutir la cuestión, me impuse
y rápidamente derribé el árbol.
Pero cuando lo llevamos a casa en el coche y lo metimos en el salón,
resultó que, efectivamente, éste era demasiado pequeño, demasiado bajo, pues
nuestra casa era una típica construcción de la periferia de color pastel con
seis habitaciones. Hubo que doblar la punta que yo me había imaginado como
soporte de la estrella de los Reyes Magos para que cupiera. Ante eso, mi padre
se enfadó repentinamente y de manera casi inusual dijo, más o menos, que un
árbol es algo vivo y que nosotros lo habíamos matado. Eso lo frustró.
Arrastrándolo por la casa, llevó el gran árbol hasta el garaje y allí, con una
sierra, cortó la punta, no la base del árbol. Era su manera de acortarlo, la
manera más simple de hacerlo, pero no la mejor. «Ya no sirve», dije, conmovido
ante el árbol mutilado y su preciosa punta en el suelo, separada del resto. «Lo
has destrozado». «No, no lo he destrozado, está muy bien», respondió mi padre
con seriedad, y bajó la mirada; hoy sé que sabía lo que había hecho.
«Llevémoslo otra vez adentro».
«No, lo has destrozado», dije furioso. «Le has cortado la punta. Es horrible.
Ya no es un árbol de Navidad». Y antes de que él pudiera recuperarlo se lo
arrebaté cogiéndolo por su base, irregular, resinosa y pegajosa, lo levanté del
suave suelo del garaje y se lo arrojé. Lo golpeé con el árbol. Golpeé a mi
padre con nuestro árbol de Navidad en pleno rostro.
Mi padre y yo teníamos muchísimas cosas en común, sin duda. Pero, a veces
—como me ocurrió aquel día—, no hacíamos un correcto uso de nuestro juicio. Nos
precipitábamos. Nos faltaba el don de la previsión y la prudencia. Y eso
siempre, como seguramente ocurrió ese día, nos pasaba la factura.
No todas las familias felices se parecen, por supuesto. Todas son
diferentes. La ausencia de capacidad para imponerse, o incluso de habilidad
para las cosas cotidianas, era, en mi padre, no un defecto, no un verdadero
fallo, sino un insignificante descuido en la complicada manufactura divina, que
no me impedía amarlo.
Mi padre fue viajante de comercio durante treinta años. La mayor parte del
tiempo estaba ausente de nuestras vidas —la mía y la de mi madre—, trabajando,
algo que hacía bien, sin duda. A veces pienso que ya no hay hombres como él,
hombres de tiempos de vacas flacas, la Depresión. Sólo sabía hacer bien una
cosa, nunca fue demasiado ambicioso, se casó por amor y para siempre, creó una
familia, se mantuvo a flote. Tuvo una vida feliz, también. No cabe ninguna
duda.
Una vez, cuando yo tenía diez años y todavía vivíamos en nuestra primera
casa, en Congress Street, en Jackson, mi padre me compró una bicicleta. Yo la
había pedido. Cuando la trajo a casa estaba embalada en una gran caja
rectangular de cartón con la marca Schwinn. Estaba todo junto: era una cosa
grande, pesada, roja y plateada, cromada, con las ruedas infladas, guardabarros
y un timbre a pilas, todo con la intención de que se pareciera lo máximo
posible a un sedán de cuatro puertas. Nunca volví a ver una expresión más feliz
en la cara de mi padre que el serio ceño de aprobatoria satisfacción que puso
ante aquella bicicleta, inclinada sobre su soporte, completamente armada por
alguien que debía de estar al tanto de nuestros problemas. Cuando terminé mi
primera vuelta en bicicleta por la parte de atrás de la casa, mi padre la montó
a su vez, con su traje de trabajo, su sombrero y un par de gruesos zapatos
marrones que usaba en la calle. Dio una vuelta, y otra y otra —un hombre
voluminoso, de cincuenta años, nacido en 1904, montando una bicicleta de niño—,
hasta que mi madre, refiriéndose a él, dijo que pensaba que nunca me permitiría
volver a montarla, tanto era el placer que parecía extraer de aquel momento (o
que le parecía a ella, quien, de todas maneras, también lo amaba).
en Flores en las grietas, 2012
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