El Supremo Director del Estado a nuestros hermanos los
habitantes de la frontera del Sud:
Chile acaba de arrojar de su territorio a sus enemigos
después de nueve años de una guerra obstinada y sangrienta. Sus fuerzas
marítimas y terrestres, sus recursos y el orden regular que sigue la causa
americana en todo el continente, forman un magnífico cuadro, en que mira
afianzada su Independencia.
Las valientes tribus de Arauco, y demás indígenas de la
parte meridional, prodigaron su sangre por más de tres centurias defendiendo su
libertad contra el mismo enemigo que hoy es nuestro. ¿Quién no creería que
estos pueblos fuesen nuestros aliados en la lid a que nos obligó el enemigo
común? Sin embargo, siendo idénticos nuestros derechos, disgustados por ciertos
accidentes inevitables en guerra de revolución, se dejaron seducir de los jefes
españoles. Esos guerreros, émulos de los antiguos espartanos en su entusiasmo
por la independencia, combatieron encarnizadamente contra nuestras armas,
unidos al ejército real, sin más fruto que el de retardar algo nuestras
empresas y ver correr arroyos de sangre de los descendientes de Caupolicán,
Tucapel, Colocolo, Galvarino, Lautaro y demás héroes, que con proezas
brillantes inmortalizaron su fama.
¿Cuál habría sido el fruto de esta alianza en el caso
de sojuzgar los españoles a Chile? Seguramente el de la pronta esclavitud de
sus aliados. Los españoles jamás olvidaron el interés que tenían en extenderse
hasta los confines del territorio austral. Sus preciosas producciones, su
incomparable ferocidad, y su situación local, han excitado siempre su ambición
y codicia. Con este objeto han mantenido continua guerra contra sus habitantes,
suspendiéndola sólo cuando han visto que no hay fuerza capaz de sujetar a unos
pueblos que han jurado ser libres a costa de todo sacrificio. Pero no han
desistido de sus designios, pues en los tiempos que suspendieron las armas
fomentaron la guerra intestina, para que destruyéndose mutuamente los naturales,
les quedase franco el paso a sus proyectos. Entre tanto el comercio no era sino
un criminal monopolio; la perfidia, el fraude, el robo y, en fin, todos los
vicios daban impulso a sus relaciones políticas y comerciales.
Pueblos del Sud, decidme si en esto hay alguna
exageración; y si por el contrario apenas os presento un lisonjero bosquejo de
la conducta española, convendréis precisamente en que dominando España a Chile,
se hubiera extendido sobres vuestros países como una plaga desoladora,
concluyendo con imponeros su yugo de fierro que acaso jamás podríais sacudir.
En el discurso de la guerra pensé muchas veces hablaros
sobre esto, y me detuve porque conocí que estabais muy prevenidos a cerrar los
oídos a la voz de la verdad. Ahora que no hay un motivo de consideración hacia
vosotros, ni menos a los españoles, creo me escucharéis persuadidos de que sólo
me mueve el objeto santo de vuestro bien particular y del común del hemisferio
chileno.
Nosotros hemos jurado y comprado con nuestra sangre esa
Independencia, que habéis sabido conservar al mismo precio. Siendo idéntica
nuestra causa, no conocemos en la tierra otro enemigo de ella que el español. No
hay ni puede haber una razón que nos haga enemigos, cuando sobre estos
principios incontestables de mutua conveniencia política, descendemos todos de
unos mismos Padres, habitamos bajo de un clima; y las producciones de nuestro
territorio, nuestros hábitos y nuestras necesidades respectivas no invitan a
vivir en la más inalterable buena armonía y fraternidad.
El sistema liberal nos obliga a corregir los antiguos
abusos del Gobierno español, cuya conducta anti política diseminó entre
vosotros la desconfianza. Todo motivo de queja desaparecerá si restablecemos
los vínculos de la amistad y unión a que nos convida la naturaleza. Yo os
ofrezco como Supremo magistrado del pueblo chileno que de acuerdo con vosotros
se formarán los pactos de nuestra alianza, de modo que sean indisolubles
nuestra amistad y relaciones sociales. Las base sólidas de la buena fe deben
cimentarlas, y su exacta observancia producirá la felicidad y seguridad de
todos nuestros pueblos. Se impondrán penas severas a los infractores, que se
ejecutarán a vista de la parte ofendida, para que el ejemplo reprima a los
díscolos.
Nuestras Escuelas estarán abiertas para los jóvenes
vuestros que voluntariamente quieran venir a educarse en ellas, siendo de
cuenta de nuestro Erario todo costo. De este modo se propagarán la civilización
y luces que hacen a los hombres sociales, francos y virtuosos, conociendo el
enlace que hay entre los derechos del individuo y los de la sociedad; y que
para conservarlos en su territorio es preciso respetar los de los pueblos
circunvecinos. De este conocimiento nacerá la confianza para que nuestros
comerciantes entren a vuestro territorio sin temor de extorsión alguna, y que
vosotros hagáis lo mismo en el nuestro, bajo la salvaguardia del derecho de
gentes que observaremos religiosamente.
Me lleno de complacencia al considerar hago estas
proposiciones a unos hombres que aman su independencia como el mejor don del
Cielo; que poseen un talento capaz de discernir las benéficas intenciones del
pueblo chileno; y que aceptándolas, desmentirán el errado concepto de los europeos
sobre su trato y costumbres.
Araucanos, cunchos, huilliches y todas las tribus
indígenas australes: ya no os habla un Presidente que siendo sólo un siervo del
rey de España afectaba sobre vosotros una superioridad ilimitada; os habla el
jefe de un pueblo libre y soberano, que reconoce vuestra independencia, y está
a punto a ratificar este reconocimiento por un acto público y solemne, firmando
al mismo tiempo la gran Carta de nuestra alianza para presentarla al mundo como
el muro inexpugnable de la libertad de nuestros Estados. Contestadme por el
conducto del Gobernador Intendente de Concepción a quien he encargado trate
este interesante negocio, y me avise de nuestra disposición para dar principio
a las negociaciones. Entre tanto aceptad la consideración y afecto sincero con
que desea ser vuestro verdadero amigo.
Bernardo O’Higgins
R.
Santiago, sábado 13
de Marzo de 1819
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