viernes, diciembre 18, 2015

“Pogo”, de Álvaro Bisama







Acá, a estas alturas, solo queda la ausencia del vidente.

Nos volvimos fanáticos del rock. Empezamos a beber en la calle. Conquistamos el centro, que era una versión en miniatura del mundo. Nuestros padres no sabían qué hacer con nosotros. Algunos dejamos de cortarnos el pelo. Algunos nos rapamos las sienes. Algunos nos dibujamos imágenes obscenas en las poleras. Algunos quemamos cabezas de chancho en los potreros e invocamos al diablo. Fuimos a recitales de rock satánico en gimnasios y canchas, en centros vecinales decorados con guirnaldas que servían para bautizos y matrimonios. Dibujamos calaveras en nuestros cuadernos de colegio. Nos vestimos con ropa usada y botas de seguridad de punta de fierro. Llenamos nuestras chaquetas con parches. Empezamos a creer en el diablo o en la nada, en las plegarias sobre el apocalipsis de las canciones de bandas de death metal, en la idea de que el mundo está regulado por el azar, de que el futuro no existe. Algunos escapamos de ahí. Nos fuimos. Nos escondimos en el puerto, en las ciudades lluviosas del sur, en pensiones del centro de Santiago. Empezamos a disfrutar la soledad. Aprendimos a reconocernos a la distancia: una fuerza de gravedad común nos atraía a lo lejos. Nos emparejamos. Algunos seguimos bailando. Nos olvidamos del milagro y del vidente. Comenzamos a creer que todo era una farsa. El pasado no nos interesaba. El presente era nuestro. El pueblo nos asfixiaba, pero era lo único que teníamos, la geografía del valle como un mapa de nuestros afectos, como las coordenadas de nuestro corazón. Algunos aprendieron a tocar instrumentos y fundaron bandas. Algunos se pusieron a coleccionar discos. Construimos una mitología ahí, con esos pedazos, con ese sonido. La música siempre estaba sonando en alguna parte. Nos hicimos famosos por eso. Unos tipos armaron una banda punk y empezaron a tocar semana a semana en cuanto centro vecinal hubiese. Otros tipos que eran fanáticos de esa banda argentina que tenía un cantante italiano, empezaron a hacer temas propios: largas piezas conceptuales que terminaban con tambores orgiásticos y explosiones siderales. Nos volvimos eruditos en reggae, en ska, en dub. Nos pintamos calaveras bailando en las poleras. No eran calaveras mexicanas. Todos los días era nuestro día de muertos. Leíamos fanzines argentinos que le llegaban por correo a algunos amigos. Faltaban años para el futuro. Nuestras novias y novios nos seguían la corriente. Teníamos peleas de pareja en la calle, de madrugada. Nos agarrábamos a gritos o teníamos sexo de pie, en la pared de las casas viejas del barrio norte que parecían venir de un pasado colonial que nunca existió.
  
Los acólitos siguen subiendo al cerro. Han sido diezmados por la realidad. La mayor parte son señoras piadosas que peregrinaban cada sábado. Vestidas con aquel riguroso velo blanco que la Virgen ha pedido como único uniforme; ellas —sin importar el frío o el sol abrasador de la provincia— continúan interpretando las estaciones de ese vía crucis que el vidente había representado y padecido varias veces en años pasados. Siluetas casi silenciosas que ascienden la loma, confiando nada más que en el recuerdo de esos cinco años donde la presencia de María se había manifestado cerca suyo. Puntos imprecisos en la luz insoportable del mediodía del valle, los fieles hacen de tripas corazón, soportan la ignominia pública y separan la vergüenza provocada por el escándalo del vidente de la magnificencia de las apariciones de la Virgen. Se aferran a los jirones de un relato: la caída del vidente, tentado por Satanás, calza como una pieza más de un complejo plan celestial solo comprendido por pocos. A esas alturas han surgido múltiples interpretaciones que desbordan la mera experiencia de los milagros. Eso porque el milagro ha sido también un imán para otra clase de expertos: parapsicólogos, doctores en seudociencias, cazadores de ovnis, paranoicos de toda laya. Para ellos lo que ha pasado en el cerro venía a confirmar algo que sabían desde siempre: el mundo se acaba, Cristo va a volver a la Tierra, todo lo que conocimos será tapado por el mar, devorado por el fuego.
  
Cerró el cine. Antes de que desapareciera vimos al vidente ahí. No lo reconocimos. Su rostro era uno más: el de una muchacha que pasea por el centro. Por supuesto, su recuerdo nos pegó tardíamente. No supimos reconocerla. No nos dimos cuenta de quién era. Esa muchacha es el escombro de un mundo que había desaparecido en el rabillo del ojo. Ese cine donde vimos al vidente por última vez había entrado en decadencia. Sus últimos años estuvieron dedicados a las películas de acción y a las comedias eróticas italianas.

La última película que vimos ahí fue una cinta sobre una pareja perdida en el desierto. Esa violencia de la frontera, esa sensación de acoso constante, ese abandono era el nuestro. Nos identificamos con el protagonista. Nuestra fantasía era aplastar cabezas, perdernos en el desierto, sentirnos como cadáveres inminentes, tener en el oído el susurro del diablo como única compañía. Un perro llevaría en la boca nuestros miembros mutilados, cargaría los pedazos que quedaran de nuestros cuerpos.

Pero el vértigo era imposible: vimos la película en un cine lleno de ratas, acechados por los murciélagos y las pulgas, con butacas destripadas. Habíamos crecido ahí, pero el lugar estaba muriendo. Los videoclubs de barrio habían empezado a llenar los estantes con filmes mondo. Habíamos pirateado una película de caníbales italiana: el documental falso de un viaje a la selva que acababa con los protagonistas descuartizados, empalados y devorados por los aborígenes. Con la cinta puesta en cámara lenta íbamos, cuadro a cuadro, tratando de captar dónde la carne se separaba del maquillaje, dónde la vísceras se volvían de plástico. Edificamos teorías completas sobre esos detalles. Ninguno sabía nada de cine. Nuestro conocimiento era una mitología que confundía fechas, que inventaba escenas perdidas por el camino, que buscaba en el horror una especie de consuelo. A veces funcionaba. Más allá o más acá, como en la película de la pareja perdida en el desierto, una vieja canción idiota de Elvis era una especie de luz que devoraba la lejanía: el eco rebotaba de modo infinito entre las colinas.
  
Cuajó el sonido: la sensación inminente de estar en el lugar exacto en que se detona una bomba, un murmullo rompe el aire. Era un momento extraño: en cada esquina se ensayaba una versión del futuro. Empezaron a aparecer más bandas. Los garajes y las piezas se transformaron en salas de ensayo, en laboratorios de prueba. Nos perdimos. Todos los puestos en las bandas eran intercambiables. Las letras eran bestiales: vómitos sobre la soledad y la violencia, canciones de desamor en medio de los cerros, anotaciones sobre los enemigos posibles.

Nos atrapó el ruido.

Nadie lo esperaba. Todo estaba cruzado. Los que tocaban covers se pusieron el nombre de una planta psicodélica y acortaron la duración de sus canciones. La banda punk reclutó a un baterista de grindcore y tenían a un vocalista listo para hacerse polvo. El vocalista convirtió las tocatas en una anotación biográfica sobre su propia crisis: se destruía sobre el escenario, cuando cantaba no quedaba nada más allá de él, sus espasmos eran los de alguien que se estremece por la luz negra. Cuando todo terminaba había una cáscara vacía ahí donde antes había estado un hombre. Las canciones de ambos grupos se anclaron en el paisaje local. Hablaban de nosotros, de tipos detenidos por sospecha en la línea del tren, de manadas de adolescentes bailando como energúmenos, de las fantasías homicidas de acabar con todo.

Vivimos ahí; dentro del ruido. Nos pareció natural.

El paisaje de esas canciones era el nuestro, sus materiales eran las calles de tierra, la borrachera, la violencia y la estupidez de quienes no sabían ni cómo se llamaban, gritaban en la lengua rota de quienes vestían de negro, se hacían mohicanos pintados con jugo de colores, bebían cerveza y traficaban casetes piratas en medio del paisaje. A veces las bandas tocaban en el puerto y nosotros las seguíamos. Despreciábamos el resto del rock de la región, no había nada ahí que valiera la pena. En un recital en un liceo público vimos manchas de sangre en el piso. En la sede de un sindicato de estibadores en el puerto, los de la planta psicodélica lanzaron su primer casete. Estaba lleno. En medio de la fiesta, el vocalista destruyó una copia de la cinta. Nos matamos en el pogo. Más allá, un par de fans de la banda miraban embobados al guitarrista, al que después echarían por borracho.

En medio de la fiesta, el puerto era una extensión del pueblo, un barrio más, los suburbios de nuestra suburbia.

Después nos daríamos cuenta de que nos convertimos en un parque temático, que éramos los árboles de plástico en la maqueta que siempre fue el país. Después, el siglo acabaría. Mientras, vivimos en el pueblo como sus dueños, los héroes de una saga épica escrita con un lápiz invisible en un papel quemado.

Recordamos al vidente solo a veces. Un abogado santiaguino, suegro del futbolista más famoso de Chile, escribió un libro sobre la Virgen. Se había obsesionado con el caso. Recibía a los periodistas en su oficina en el centro de Santiago, donde colgaba una reproducción del Santo Sudario en la cual Cristo aparecía con los ojos abiertos. Era una oficina pequeña. En una de las habitaciones atendía a los clientes; en la otra estaban los archivos, un computador y una cama. Dormía ahí a veces. Trabajaba hasta tarde. Se había hecho famoso de modo repentino. A veces iba a programas de radio como panelista a hablar de ovnis. La comunidad ufológica lo odiaba, lo evitaba, decía que estaba echando a perder la seriedad de su trabajo. A él no le importaba. Era raro verlo: tenía el pelo teñido de color claro y llevaba lentes de contacto azules. Pedía no hablar de sus hijas, que salían todos los días en el diario. Una había visitado al Papa en Roma, con el futbolista. La otra lo había acompañado a un programa de televisión a presentar el libro. Más allá de eso, era simpático. Hablaba de sí mismo como si hiciera un alegato. Desmentía los rumores de que el futbolista había pagado la edición. Decía que las verdades que contaba estaban basadas en un proceso intelectual; que leída en clave, la Biblia era capaz de revelarlo todo: el vidente, la Virgen, el fin del mundo, los ovnis. Había llegado a sus conclusiones yendo y viniendo del cerro, analizando las fotos de las apariciones, leyendo documentos que proponían la vida en otros planetas, encuadrando los hechos como una clara y manifiesta señal sobre la inminencia del fin de la humanidad. La Virgen portaba malas noticias: el mundo se acabaría el 2012.

Mientras narraba, Jesucristo miraba al interlocutor. Los ojos falsos de Jesucristo: una mirada inquisitiva, como si marcara con una amenaza velada las palabras del abogado, confirmándolas.
  
Un canal de televisión grabó un documental sobre nosotros. Filmaron un recital en una casa quinta que tenía una micro abandonada, a tres cuadras del cerro de la Virgen. Las imágenes que se emitieron después mostraban a gente haciendo pogo en medio del polvo: era el ritual de la tribu. Los golpes eran abrazos. Las cabezas, bocetos de plegarias. Todos nos vimos ahí, bailando como monos en medio de la noche, con ese autobús abandonado detrás, sombras de sombras, demonios menores, fantasmas que aún no saben que son tales. Por esos días, las tocatas se sucedían unas a otras. Por esos días, la banda punk lanzó un casete en cuya carátula se veía a una legión avanzando por una calle de tierra, y en el interior, una foto de los amigos de la banda subidos arriba de la micro, con el cielo blanco de fondo. Por esos días, un semanario de Santiago hizo otro reportaje sobre nosotros. La celebración duró varios días completos. El muchacho que salía en la portada murió en un accidente.

Nos acostumbramos a ese paisaje porque éramos el paisaje.

Por esos días, las canciones de la banda de la planta psicodélica empezaron a sonar en las radios.

Aprendimos a olvidarnos del cerro. Lo dejamos en una pieza oscura de nuestras cabezas, en un cuarto sin ventanas. Entraba el aire a veces: leímos un pequeño suplemento sobre el vidente, que se publicó en un diario del pueblo. Estaba cansado. Le brillaban los ojos. Tenía setenta años. Se había jubilado de una empresa de construcción. Cuando joven escribía poemas de amor y novelas de tema social. Sus poemas eran ásperos y terribles, la sombra del abandono planeaba sobre jardines mustios y casas de piedra abandonadas. Sus novelas consignaban la vida de los obreros. La mejor escena de una de ellas sucedía en el funeral de un trabajador que había caído de una torre. Todos los compañeros miraban el ataúd del hombre hundirse en la tierra, como si eso continuara la caída que lo había matado.

A veces les regalaba esos libros a los obreros. A veces sacaba un cuaderno escolar y anotaba giros idiomáticos, expresiones graciosas. A veces, cuando se sentaba en la mesa del comedor de su casa, sentía que las palabras no le alcanzaban, que no le servían, que había algo roto en ellas. Empezó a leer libros de ovnis en los descansos de las faenas. Algo de esa literatura lo maravilló: se imaginó inmensos túneles recorriendo las entrañas de América, se perdió en el detalle barroco de los cascos alienígenas de las civilizaciones anteriores a la azteca, supo que bajo el Amazonas se escondían gigantescas naves espaciales vigiladas por ejércitos de cóndores dorados.

Le contaba esas cosas a su mujer y a sus trabajadores. Miraba el cielo escudriñando las luces oblicuas. Eso lo llenaba de pánico, pero también de amor. Jubiló. Le dedicó todo el tiempo libre al asunto. Su mujer se alegró: sabía que con eso podría ocupar las tardes muertas de la provincia. Se volvió un experto, un erudito. Aprendió a sintonizar las radios con programas sobre el tema. Escribió cartas al diario corrigiendo a los periodistas que hacían notas de temas científicos. Registró errores, anacolutos, contradicciones. Intervino en esas conferencias. Se hizo amigos: profesores de escuela fanáticos de la ciencia ficción, viudas aburridas, adolescentes fanáticos de la aviación. Cuando pasó lo del cerro subió a ver. Creyó a pie juntillas. Se acercó al vidente. Hablaron un par de veces. Intuyó algo raro. Se fijó en el resto de los niños que preparaban para videntes. Uno de ellos le contó que se había subido a una nave espacial. Conoció a un grupo que se reunía para hablar del milagro. No pertenecían a ninguna iglesia. El vidente los echó del cerro una vez. Se juntaban a compartir información: fotos, grabaciones, códigos criptográficos de la Virgen, libros sobre apariciones.

Lo siguieron haciendo cuando el vidente se comenzó a vestir de mujer. Lo entendieron. Se contactaron con grupos argentinos y europeos. Él no quiso reunirse con ellos. No les importó: habían logrado editar un par de libros sobre los ovnis y el milagro. Unos años después llegó el médium, que había sido inspector en un colegio, hasta que un rayo caído del cielo lo volvió la voz de una entidad extraterrestre. Esa entidad que era el arcángel San Miguel. Todo es brumoso: el grupo se afilió a una organización más grande, que comandaba un estigmatizado. Tuvieron una guerrilla mediática con un sujeto vestido con pasamontañas que decía ser un extraterrestre, el del pasamontañas desafió en un talk show al árcangel a un encuentro en la cima de un cerro argentino, donde alguna vez escuadras nazis secretas habían buscado el Santo Grial. No hubo respuesta desde el espacio, nadie habló desde el más allá. El médium separó las aguas. Hubo líos de dinero. Publicaron una revista que fue un fiasco. El médium declaró la apostasía de quienes no lo seguían. El escritor se quedó con él. Nadie más se puso de su parte. Publicaron un folletín donde le borraron el rostro a los demás miembros del grupo. A esas alturas, su mujer lo había abandonado. Se mudó con su hermano, que se peleaba con él todo el día. Llevaba sus carpetas a cuestas. Estaba pasando por una mala racha. En algún momento, el médium le pidió una prueba de fe; el escritor aceptó. Se fue a vivir a una toma de terreno. Ahí construyó una capilla, donde rezaba con los pobladores. Estuvo medio año. Volvía a veces a saludar a la familia. El médium lo aceptó como su interlocutor después de eso.

El escritor le hacía preguntas al ángel y el médium contestaba. El escritor anotaba. El médium le prohibió llevar grabadora. Llegó a formular veinte mil preguntas, que sintetizaba y enviaba por fax a varias radios. Todo estaba escrito a máquina. Los informes semanales eran avances de ese documento que llevaba en carpetas y que algún día publicaría. El escritor firmaba como ufólogo y teólogo; al final de cada hoja venía indicado su nombre y sus datos de contacto.

Lo que decía ahí: el fin del mundo se producirá el 2012 y tendrá la forma de una invasión extraterrestre. Los ovnis son ángeles viajando en carruajes espaciales. Están en guerra con los demonios, que vuelan en naves negras que vienen a llevarse a los pecadores a un planeta cárcel donde, transmutados en lagartos con cabeza, pies y manos humanas, harán penitencia por sus pecados. Podrán volver a la tierra convertidos en reptiles, eventualmente. Por lo mismo, las islas Galápagos estaban llenas de arrepentidos. Había más: olas estaban por turbinas gigantescas escondidas bajo el océano; jugo de hormigas capaz de curar el sida.

Más: el médium le reveló al escritor que el arzobispo era la última encarnación del legionario que le había clavado la lanza en el costado a Cristo cuando este estaba en la cruz. La alta curia romana era la reencarnación de los romanos que habían participado en la crucifixión y que volvían en forma de sacerdotes a expiar sus pecados. El escritor y el médium fueron a ver al arzobispo a su oficina, a metros de la catedral. Él los recibió. Le contaron las noticias que el ángel enviaba desde el más allá, él tomó nota y los escuchó atentamente. Luego se fueron.

Cuando publicaron el suplemento —pagado íntegramente con el dinero del escritor— ellos daban vueltas. Se juntaban con quien quisiera escucharlos. A veces los entrevistaban para llenar las páginas de rarezas de los diarios. Ahí aparecían, resignados a contar el mismo cuento sin que nadie les creyera, diciendo sus verdades a periodistas que buscaban una declaración lo suficientemente extravagante como para poder titular la nota. En algunas oportunidades fotografiaban al escritor: el anciano aparecía sentado en el banco de algún café del centro, con sus carpetas abiertas en la mesa, vestido de terno y corbata, como si viniera de otra época. Ayudaba a eso la edad, el color gris del traje, la impericia del fotógrafo y la mala impresión del periódico. Nosotros mirábamos esas imágenes mientras pensábamos que el pasado nos alcanzaba, como si esa verdad no fuera más que la versión deteriorada del misterio, las puertas de un sueño que aún no se habría cerrado.
  
Unos thrashers aparecieron en un programa sobre sectas haciendo una ceremonia satánica arriba del cerro.

Todos éramos zombies.
Todos éramos vampiros.
Todos éramos mutantes.

Confiábamos en los locos del pueblo. Uno era un hippie viejo que hacía artesanía en cuero. Se decía que había matado a sus padres, que escribía un diario de vida y que organizaba peleas de gallos. Dio varias entrevistas en fanzines; hablaba de extraterrestres y visiones místicas. Hablaba desde el silencio de la soledad; era el sobreviviente de una guerra de la que nadie se acordaba.

El otro era el príncipe de los indigentes. Su historia era un mito: el estudiante de arquitectura que se había vuelto loco por las drogas hacía tanto tiempo y que iba y venía con una bolsa de pegamento. Nadie sabía su nombre. La forma en que nos referíamos a él siempre cambiaba. Pasaba por las casas pidiendo cosas que vender: zapatos, ropa vieja, revistas y diarios. Cuando estaba mal, solo pedía dinero y se paseaba desnudo o con una bolsa de papel en la cabeza. Era tranquilo. A veces tenía sexo en la calle con su pareja, una muchacha que cuidaba autos. Desaparecía por temporadas largas. Lo suponíamos en un manicomio o perdido en el sur, en una casa de madera, secuestrado por la calma de la lluvia. Lo extrañábamos; cuando volvía nos alegrábamos: el tiempo seguía congelado. Nos felicitábamos de verlo pasearse por el centro vestido con una capa, como si nos protegiera a todos. Era el único vigilante posible para los perdidos y los solitarios, para las parejas que se armaban y desarmaban, para los viudos del cine, para los que tenían los oídos rotos y llevaban la pena como un alma más en el cuerpo.
  
Filmaron una película.

El director era el hijo adoptivo de un senador. Su padre biológico era un guerrillero muerto. Quince años más tarde el director sería candidato presidencial. Antes dilapidaría su escaso prestigio cinematográfico haciendo series de televisión de mala muerte. Eso sería después. La película estaba filmada en los cerros y en el centro. Una muchacha se enamoraba de un cura de una parroquia de barrio. El cura era un actor que antes cantaba en una banda de pub; un galán deslavado que después se volvería el villano predilecto de las teleseries chilenas. En la película también salía un cantante popular que luego se dedicó a animar estelares.

Lo mejor de la cinta eran las imágenes de las horas muertas de la tarde en la provincia; las que, vistas desde el cine, parecían quitarle toda gracia al pueblo, mostrándolo como lo que era: una localidad gris donde lo único que había era el recuerdo de un vidente travesti. Nos dio lo mismo la película. Nadie que conocíamos iba a comunidades cristianas. Nadie se quedaba pegado en la parroquia del barrio. Asistíamos a la iglesia solo para los matrimonios y los funerales.

La película era falsa, salvo en la soledad de los decorados.
La película era una ficción olvidable que no daba cuenta de cómo se podían sentir los latidos urgentes de la nada. Nos olvidamos de ella.
Una sensación de amenaza nos cercaba.
La película era una mierda.



en Ruido, 2012








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