Los
superhéroes son esquizofrénicos, neuróticos. Tienen doble personalidad, una
común, durante el día, y otra oculta, durante la noche. ¿Por qué esa pasión por
la doble personalidad? ¿Por qué la necesidad de usar máscara? ¿Por qué luchan,
a veces, con su doble demoníaco? ¿Es la pesadilla del imperio norteamericano
que los superhéroes empiecen a luchar a favor de los Otros? ¿Por qué los
superhéroes, teniendo novias tan lindas, casi nunca les dan un beso? ¿Tienen
sexualidad los superhéroes?
A través de las historietas, los cómics, y
algunas de las versiones cinematográficas, me internaré en la vida de tres de
los superhéroes más famosos: Superman, Batman y El Hombre Araña.
La pantalla nos informa: «Explotó en el espacio,
el único sobreviviente fue un niño que vino a la tierra con poderes. Hoy ese
niño creció y se convirtió en Superman. Para contribuir a su incansable lucha
contra las fuerzas del mal, se enmascara como Clark Kent, un gentil reportero
que trabaja para un gran diario metropolitano. Nadie sabe que Kent es Superman,
valiente defensor de la verdad, la justicia y el estilo de vida
norteamericano».
Superman es un personaje creado por Jerry
Siegel y Joe Shuster en 1933, en un momento en que Estados Unidos estaba ávido
de héroes, durante la
Gran Depresión. Las historietas, publicadas por la DC Comics, tienen un éxito
formidable. En la versión televisiva, protagonizada por George Reeves entre
1952 y 1958, la imagen del superhéroe termina recortándose sobre una bandera
norteamericana. Los colores de Superman también son los de la bandera
norteamericana. No hay dudas: Superman lucha en favor del Imperio. No esperemos
que nos venga a defender a nosotros, a nuestro estilo de vida.
Superman es uno de esos grandes luchadores de
la causa norteamericana, y la idea de Siegel y Shuster fue crear un personaje
con superpoderes, proveniente de un planeta que estalló, Kripton. El niño llega
a la Tierra y
es criado por unos granjeros hasta que se hace adulto y se emplea como periodista
en el Daily Planet de la ciudad de
Metrópolis. Para disfrazar su personalidad se hace llamar Clark Kent y usa unos
enormes anteojos. Una vez quise hacer lo mismo. Fui a la redacción de Página/12, donde tengo algunos amigos,
luciendo unos anteojos a lo Clark Kent. Alguien me paró y me dijo: «¿Qué haces,
boludo? ¿Para qué te pusiste anteojos?». Ponerse anteojos no garantiza que uno
pase inadvertido.
Luisa Lane, su colega y novia, sospecha que
Clark Kent es Superman. En cierta oportunidad, Luisa y Clark están en el borde
de una catarata; de pronto, ella tropieza y cae al abismo. Pero aparece
Superman y la lleva hacia tierra firme. Ella le pregunta: «¿Como supiste que
estaba aquí?». «Yo lo sé todo», responde el superhéroe, que de inmediato parte
volando. El novio reaparece. Obvio, con los anteojos puestos.
Creo que Luisa Lane es medio tarada, porque
cualquier mina no hubiera tenido dudas de que Superman es Clark Kent y que
Clark Kent es Superman, y le hubiera exigido: «Ya que sos Superman, dejate de
embromar y hagamos realidad lo nuestro». Uno imagina que la potencia de
Superman tuvo que haberse desarrollado también en el aspecto sexual, pero Luisa
Lane nunca pudo averiguarlo.
La serie televisiva de George Reeves y la vida
del protagonista es parodiada en Hollywoodland
(2006), con Ben Affleck, que remarca el destino trágico de esa estrella, que se
suicidó porque se resistía a abandonar el papel de Superman. La maldición de
Superman continuó con Christopher Reeve, que encabezó la saga con cuatro películas
entre 1978 y 1987, y tuvo un accidente que lo dejó tetraplégico.
Pasemos a Batman,
«el hombre murciélago», una creación genial, la mejor de las historietas,
nacida en 1939. Bob Kane, su autor, hizo tanto dinero que dejó de dibujar y
contrató a un equipo para que lo hicieran por él. Batman tiene también una doble personalidad, la del millonario
Bruce Wayne, o Bruno Díaz en la versión en castellano, y la del superhéroe. Se
viste con su capa y su calza, se sube al Batimóvil y sale a pelear contra el
mal. A los veteranos, como yo, nos gusta mucho la serie de los años 60, que
hizo Adam West y que contaba con un grupo de villanos pintorescos. Recreaba
toda la estética pop; incluso las onomatopeyas de los golpes, las trompadas,
las explosiones, nos sorprendían, aunque en aquellos años todavía la veíamos en
blanco y negro. Con la televisión color, pudimos apreciar ese colorido a lo
Warhol.
Muchos años después, llegaron al cine las
versiones de Batman del talentoso Tim
Burton. La mejor de las dos es Batman
vuelve (1992). Acá el superhéroe se enfrenta a tres enemigos: el Pingüino
(Danny DeVito) y Max Schreck (Christopher Walken). El nombre de este último
villano está tomado del actor que protagonizó Nosferatu en 1922, en la versión de Murnau. Una exquisitez de Tim
Burton. El tercero, Gatúbela, se roba la película. Michelle Pfeiffer está
bellísima. Sin ninguna duda, no habrá ni hubo una Gatúbela como ella.
Una cuestión debe quedar en claro. El
superhéroe no es la Justicia ,
es un justiciero. El superhéroe hace justicia por su cuenta. En Batman, el Inspector Gordon es el
encargado de impartir justicia, pero él está subordinado al «hombre
murciélago»; no puede resolver nada en Ciudad Gótica sin el auxilio del
superhéroe y su fiel ayudante, Robin, el Joven Maravilla; y como en su
impotencia siempre termina proyectando en el cielo una señal para convocarlos.
Batman está denunciando que la policía de Ciudad Gótica es ineficaz, y si
ampliamos el concepto, vemos que la policía siempre es ineficaz para resolver
los problemas que plantea la delincuencia. Así aparece un parapolicial, el
superhéroe, un parapolicial pintoresco, pero parapolicial al fin. Es la
demostración de que el aparato legal del Estado no soluciona los problemas de
los ciudadanos, y que tiene que recurrir a alguien «fuera de lo común» para
hacer justicia. Es la justicia de los justicieros, que siempre bordea la
ilegalidad. Cuando un país se encomienda a los justicieros corre serio peligro,
porque la justicia solo puede ser impartida por el Estado, a través de
funcionarios honestos, que deben preservar la seguridad de todos los
ciudadanos. Este es el lado más oscuro de los superhéroes, y no podemos
soslayarlo.
La figura de Batman se fue tornando cada vez
más negra, más violenta, y quizá tenga relación con lo expresado en el párrafo
anterior. Este parapolicial de la noche se fue volviendo impiadoso, y en los
tiempos que corren, en la versión que hace Christian Bale en Batman Begins (2005), el pequeño
superhéroe ve a sus padres asesinados por un delincuente. Ese es el detonante
que lo vuelca a hacer el bien. En realidad, la decisión correcta tendría que
haber sido —voy a ponerme de parte de la ley— sumarse a un organismo del Estado
para desde allí velar por la seguridad y luchar contra la delincuencia. Pero la
decisión es convertirse en un héroe solitario. En El Caballero de la Noche
(2008), secuela de la película anterior, el Batman de Bale tortura; Bob Kane
jamás lo hubiera imaginado, pero así lo necesitaba Bush. El film enarbola la
legitimación de la tortura. Es un Batman tenebroso, que responde a lo que el
Imperio necesita de los superhéroes, que sean impiadosos. El Imperio está cada
vez más asustado, y por eso los superhéroes deben ser cada vez más violentos.
Spiderman,
«el Hombre Araña», es un superhéroe tardío, nacido en 1962. Hubo muchos otros
importantes antes que él, como El Fantasma y Mandrake el Mago. Pero entre
todos, el que a mí me gusta desde chico es el Capitán Marvel.
Retomo. Peter Parker es picado por una araña y
se da cuenta que tiene poderes que no son humanos. Puede desplegar una tela que
se adhiere a distintos objetos y le permite desplazarse por las alturas. En una
de sus películas, termina aferrado a la bandera de Estados Unidos.
Como todo superhéroe que se precie, tiene dos
personalidades. Para todo el mundo es el fotógrafo del Daily Bugle. También, como todo superhéroe, pelea contra villanos.
El mejor es el que aparece en Spiderman
ll (2004), Octopus, un pulpo computarizado, interpretado por Alfred Molina,
el mismo que había hecho del muralista mexicano Diego Rivera en Frida (2002), con Salma Hayek, y que
había debutado en Los cazadores del Arca
Perdida (1981), peleando contra Indiana Jones en un pequeño papel. Y,
finalmente, como todo superhéroe, tiene una novia, interpretada por Kirsten
Dunst en la zaga de Hollywood. Para aquellos que no son cinéfilos, Dunst hizo
de María Antonieta en esa espantosa película de Sofia Coppola en la que ¡a
María Antonieta no le cortaban la cabeza!
Las relaciones amorosas de los superhéroes son
complejas, nunca se concretan. Kirsten Dunst le da un beso al Hombre Araña,
algo extrañísimo en este género. Jamás hemos visto un beso entre Luisa Lane y
Superman, al menos que haya alguna versión escondida. Los superhéroes son
personajes respetuosos de sus chicas. Uno puede dudar acerca de si a las chicas
les gusta ese respeto excesivo. Quizás a Mary Jane Watson, la chica del Hombre
Araña, le hubiera gustado algo más que ese besito de una boca puesta al revés
bajo la lluvia, sobre todo por lo linda que estaba ella. Pero, el héroe no está
motivado lo suficiente como para ir más allá de bajarse un poco la máscara y
dejar que la muchacha le dé un piquito.
Los superhéroes padecen de una neurosis
evidente. Son personas que tienen novias, a quienes salvan de serios peligros,
pero no le provocan nunca el inconveniente, tremendo para ellos, parece, de una
relación sexual. Es como si la ley, o la lucha por la justicia, que ellos
emprenden en solitario, los llevara a ser también solitarios en el amor. Habría
que pensar si en realidad los creadores no les han puesto una novia para
despejar cualquier duda sobre su elección sexual.
Durante mucho tiempo, la relación Batman-Robin
se interpretó como una relación homosexual, incluso había pintadas en las
paredes «Batman ama a Robin». No es casual que a Robin lo hayan eliminado de
las últimas producciones. Otro dato para el anecdotario sexual: en Batman Forever (1995), el director Joel
Schumacher ideó un traje con pezones para que use Val Kilmer, para escándalo de
más de un productor.
No importa cuál de los tres superhéroes
neuróticos analizados en este capítulo es mi preferido, pero tengo una
predilección por los Batman de Tim
Burton. Y mi escena predilecta, en este rubro esquizoide, también se le
ocurrió, no por casualidad, a Burton. Es esa en que Batman, por primera vez, se
quita la máscara ante Gatúbela. Michael Keaton, el protagonista de los dos
primeros Batman, lo hace muy bien,
con cierto despojamiento, y le dice, más o menos con estas palabras: «Vení a
vivir conmigo; vení a mi baticueva». Es una frase muy tierna que cualquiera
puede expresarle a su novia. Y Gatúbela le contesta: «Sería muy lindo hacerlo,
Batman, pero… ¿cómo podría vivir con vos si no puedo vivir conmigo misma? Esta
vez no habrá final feliz». Un golpe durísimo al corazón del murciélago.
En definitiva, el superhéroe es una gran
creación norteamericana, utilizada, más allá del entretenimiento, como
propaganda política. Superman tiene los colores de la bandera estadounidense.
Batman, en la hermosa serie que protagonizaba Adam West, hacía una apología del
sistema de vida norteamericano. Recuerdo que en un episodio Batman y Robin
trepan por una pared y el «Joven Maravilla» le pregunta: «¿Por qué los
delincuentes delinquen?». Y su compañero le responde: «Porque no toleran ver
una sociedad bien organizada». Este mensaje es constante.
El Imperio se vende a sí mismo, y lo hace de
un modo más que entretenido. Siempre supo hacerlo. La mejor venta que hacen de
ellos mismo es, primero, entretener al público, y mientras lo entretienen le
venden que son los mejores, que su sistema de vida es el mejor; que son el país
hegemónico en el mundo entero, porque son, precisamente, América, como se
definen a sí mismos. Y los superhéroes garantizan esa condición imperial de
Estados Unidos. ¡Un Imperio que entretiene! Uno debería poder mirar Batman vuelve, por ejemplo, y entregarse
y divertirse, hasta de manera inocente, porque es parte de la vida no
ideologizarlo todo. Si no, estamos perdidos…
La doble personalidad es algo que los
superhéroes, al parecer, no pueden evitar. Para hacer lo que hacen, tienen que
dejar de ser lo que son: Peter Parker, un fotógrafo; Bruce Wayne, un
multimillonario; Clark Kent, un periodista. Esa situación se ve agravada cuando
luchan contra sus dobles demoníacos, que siempre visten con atuendos de color
negro. La peor posibilidad que imagina el Imperio es que Superman o el Hombre
Araña se vuelvan malos y luchen del lado equivocado.
Vuelvo a una idea que ya expresé: el
superhéroe es un justiciero. En una sociedad, la Justicia no pude ser
impartida por justicieros. El papel que hace el Inspector Gordon en Batman es patético. En la última
película de la saga lo interpreta Gary Oldman, un gran actor, que hace un
personaje un poco más neurótico, pero no menos débil, ¿por qué tenemos que
acostumbrarnos a que una sociedad tenga que proyectar en el cielo una señal
para llamar a un justiciero encapuchado, que no muestra la cara, y hace
justicia a su modo? Es de una peligrosidad extrema. Una sociedad no puede
permitir la existencia del justiciero, de gente que haga justicia en forma
individual, a su modo y por mano propia. La Justicia es parte del Estado del cual todos
formamos parte; es parte de la sociedad civil, es parte de aquello que hemos
votado y que hemos elegido; es parte de la sustancialidad de la democracia. Y la Justicia democrática es
la que tiene que asumir la defensa de una sociedad. No un justiciero que
aparece inesperadamente y decide hacer justicia en una supuesta representación
de todos. Desde el plano ideológico, es el aspecto más negativo de los
superhéroes.
Claro que todos estos planteos nunca me los
hice de chico. Ahora, cuando los veo, trato de dejarme llevar por el encanto de
los superhéroes. Siempre voy a querer a Batman y a Superman, un poquito menos
quizás, al compararlos con el Fantasma, Mandrake el Mago, el Capitán Marvel.
Como todos los chicos de mi generación, estábamos fascinados con Billy Batson,
un muchacho que trabajaba en una radio y cuando decía «¡Shazam!» se
transformaba en el Capitán Marvel. Millones de pibes nos encerrábamos en
nuestra habitación para gritar «¡Shazam!» esperando que ocurriera algo
maravilloso en nuestras vidas, y que ocurriera, de ser posible, en ese mismo
momento. Quizá no dé resultado «¡Shazam!», pero ya encontraremos qué palabra
decir.
en Siempre nos
quedará París, 2011
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