jueves, diciembre 24, 2015

“La Navidad cuando dejamos de ser niños”, de Charles Dickens






Hubo un tiempo en el que, para la mayoría de nosotros, el día de Navidad envolvía nuestro limitado mundo como un anillo mágico y colmaba nuestros deseos y aspiraciones; aunaba diversiones hogareñas, afectos y sueños; reunía todo y a todos al amor de la lumbre; y dotaba de plenitud la pequeña imagen que resplandecía en nuestros brillantes ojos infantiles.

Llegó otro tiempo, tal vez demasiado pronto, en el que nuestros pensamientos rebasaron ese estrecho límite; en el que nos faltaba una persona (muy querida, creíamos entonces, muy hermosa y totalmente perfecta) para que nuestra felicidad fuera completa; en el que también se nos echaba de menos (o eso pensábamos, que viene a ser lo mismo) en el fuego navideño junto al que esa misma persona se calentaba; y en el que entrelazábamos con todas las coronas y guirnaldas de nuestra vida el nombre de ella.

Fue el tiempo de las navidades radiantes e ilusorias que hace tanto nos abandonaron ¡para aparecer débilmente, tras la lluvia del verano, en los bordes más pálidos del arco iris! Fue el tiempo del disfrute beatífico de las cosas que iban a ser, y que nunca fueron; pero ¡eran tan reales en nuestra imaginación que sería difícil decir qué realidades ocurridas desde entonces han sido más incontestables!

¿Cómo? ¿Qué nunca llegó de veras esa Navidad en la que, después del más feliz de los enlaces totalmente imposibles, nosotros y la perla de valor inestimable que era nuestra joven elegida éramos recibidos por nuestras dos familias reunidas, que, gracias a nosotros, habían enterrado su enemistad? ¿En la que los cuñados siempre distantes antes de que se formalizara nuestra relación nos mostraban un gran cariño, y en la que nuestros padres nos abrumaban con unas rentas ilimitadas? ¿Qué no llegó a celebrarse aquella comida navideña en cuya sobremesa nos poníamos en pie para, generosa y elocuentemente, ensalzar a un antiguo rival, presente entre los invitados, intercambiando con él palabras de amistad y perdón, y estableciendo un vínculo —no superado en las historias de griegos o romanos— que duraría hasta la muerte? ¿Qué a ese mismo rival hace mucho que dejó de importarle la perla de valor inestimable, y acabó casándose por dinero y dedicándose a la usura? O, lo que es peor, ¿sabemos ahora que probablemente habríamos sido unos desgraciados de haber ganado y lucido la perla, y que estamos mejor sin ella?

Esa Navidad en que acabábamos de conseguir la fama; en que nos daban un paseo triunfal por haber hecho algo grande y bueno; en que nuestro apellido se veía honrado y ennoblecido, y en casa nos recibían llorando de alegría; ¿es posible que esa Navidad aún no haya llegado?

¿Y está nuestra vida tan asentada, en el mejor de los casos, que, al detenernos en un mojón tan importante del camino como este maravilloso natalicio, recordamos las cosas que nunca fueron con la misma naturalidad y plenitud, con la misma gravedad que las cosas que han sucedido y desaparecieron, o que han sucedido y todavía perduran? De ser así, como parece, ¿debemos llegar a la conclusión de que la vida es poco más que un sueño, de cuán poco importantes son nuestros amores y nuestras luchas?

¡No! ¡El día de Navidad alejemos de nosotros esa mal llamada filosofía, querido lector! ¡Qué esté más cerca de nuestro corazón el espíritu navideño, que es el espíritu de la utilidad en el servicio, de la perseverancia, del animoso cumplimiento de nuestro deber, de la amabilidad y de la tolerancia! Son sobre todo las últimas virtudes las que se ven, o deberían verse, fortalecidas por los sueños incumplidos de nuestra juventud; pues ¿quién dice que no nos enseñan a tratar con delicadeza hasta las intangibles nadas de la tierra?

Por ese motivo, a medida que envejecemos, ¡agradezcamos que el círculo de nuestros recuerdos navideños y las lecciones que éstos imparten se expanda! Demos la bienvenida a todos, e invitémoslos a sentarse junto al fuego navideño.

¡Bienvenidas antiguas aspiraciones, brillantes criaturas de una imaginación ardiente, a vuestro refugio debajo del acebo! Os conocemos, y todavía no os hemos enterrado. Bienvenidos, viejos proyectos y viejos amores, por fugaces que fuerais, a vuestros rincones entre las luces menos trémulas que nos iluminan. Bienvenido cuanto llegó a ser auténtico para nuestros corazones; y, por la intensidad que os hizo reales, ¡gracias al Cielo! ¿Acaso no construimos ahora castillos de Navidad en el aire? ¡Qué nuestros pensamientos, revoloteando como mariposas entre estas flores infantiles, lo testifiquen! Ante ese niño se extiende un futuro más brillante del que jamás imaginamos en nuestros viejos y románticos días, y lo que resplandece en él es el honor y la verdad. Alrededor de esa cabecita llena de alegres rizos, las gracias juegan tan gráciles y hermosas como cuando no existía al alcance del Tiempo ninguna hoz que segara los rizos de nuestro primer amor. En el rostro de la niña que está al lado —más sereno, pero iluminado por una sonrisa—, un pequeño rostro apacible y satisfecho, vemos la imagen más pura del hogar. Los destellos de esa palabra, como rayos de una estrella, nos muestran cómo, cuando nuestras tumbas sean ya viejas, otras esperanzas serán jóvenes, otros corazones se conmoverán; cómo otros caminos se allanarán; otras alegrías florecerán, madurarán y perecerán... No, no perecerán, pues otros hogares y otras bandadas de niños, que aún no existen ni existirán por mucho tiempo, seguirán naciendo, floreciendo y madurando hasta el fin de los días.

¡Bienvenido todo! Bienvenido lo que ha sido, lo que jamás fue, y lo que esperamos que sea, a su refugio debajo del acebo, a su rincón al amor de la lumbre navideña, donde lo que es aguarda con los brazos abiertos. Entre aquellas sombras, ¿no vemos aparecer furtivo sobre las llamas el rostro de un enemigo? ¡Perdonémosle el día de Navidad! Si el daño que nos ha hecho admite ese gesto de fraternidad, que venga y tome asiento a nuestro lado. Si, por desgracia, no es así, dejémosle marchar, con la seguridad de que jamás le acusaremos ni le haremos daño.

¡Este día no alejemos nada de nosotros!

—Espera... —susurra una voz— ¿Nada? ¡Recapacita!
—El día de Navidad no alejemos nada del calor de nuestra lumbre. Nada.
—¿Ni la sombra de una inmensa ciudad cubierta de hojas marchitas? —pregunta la voz— ¿Ni la sombra que oscurece la Tierra entera? ¿Ni la sombra de la Ciudad de los Muertos?
—Ni siquiera eso. Precisamente ese día volveremos nuestro rostro hacia esa ciudad y, de entre sus silenciosos moradores, traeremos a nuestro lado a las personas que quisimos. ¡Ciudad de los Muertos, en el nombre bendito en torno al que nos reunimos en esta fecha, y ante la divina presencia que nos acompaña según Su palabra, recibiremos, en lugar de ahuyentar, a quienes amamos y ahora son tus habitantes!

Sí. Contemplemos a esos niños ángeles que, con tanta belleza y solemnidad, se posan entre los niños vivos al amor de la lumbre, y sobrepongámonos al recuerdo de cómo se alejaron de nosotros. Al igual que los patriarcas, los niños, risueños, ignoran quiénes son sus invitados; pero nosotros podemos verlos: podemos ver un brazo con aura alrededor de un cuello muy querido, como si a alguien le tentara llevarse al pequeño. Entre las figuras celestiales hay una, un pobre chiquillo contrahecho en vida y de belleza excelsa ahora, cuya madre moribunda lamentó profundamente dejar solo en este mundo los años que pasarían hasta que, siendo tan pequeño, se reuniera con ella. Pero él lo hizo enseguida, y lo pusieron sobre el pecho de su madre; ella lo trae de la mano.

Hubo un joven valeroso que cayó, muy lejos del hogar, sobre una arena ardiente bajo un sol abrasador: «Decid a mi familia —exclamó antes de morir— cuánto me habría gustado besarlos de nuevo, pero que he muerto feliz después de cumplir con mi deber». Y hubo otro joven sobre el que leyeron las palabras: «Por eso entregamos su cuerpo a las profundidades», antes de encomendarlo al solitario océano y continuar la navegación. Y otro que se tumbó a descansar a la oscura sombra de los grandes bosques y jamás volvió a despertar. ¿Cómo no traerlos a casa desde la arena, el mar y los bosques en una fecha tan señalada?

Hubo una joven adorable —una mujer casi, aunque nunca llegara a serlo— que una Navidad llevó el luto a un hogar alegre, y siguió su camino inexplorado hacia la ciudad del silencio. ¿No la recordábamos exhausta, susurrando lo que no lográbamos oír y entregándose extenuada al sueño eterno? ¡Miradla ahora! ¡Mirad su belleza, su serenidad, su juventud inmutable, su alegría! La hija de Jairo fue resucitada para morir; mas ella recibió una bendición mayor y oyó la misma voz que le decía: «¡Levántate para siempre!».

Teníamos un amigo desde la niñez, con el que a menudo imaginábamos los cambios que experimentarían nuestras vidas, y con el que fantaseábamos alegremente sobre cómo andaríamos, pensaríamos y hablaríamos cuando fuéramos viejos. La morada reservada para él en la Ciudad de los Muertos lo acogió en la flor de la vida. ¿Debemos apartarlo de nuestros recuerdos navideños? ¿Habría dejado de querernos él a nosotros? Amor, hijo, padre y madre desaparecidos, hermana, hermano, mujer, marido, ¡no os daremos de lado! Conservaréis vuestro lugar entrañable en nuestro corazón y al amor de la lumbre navideña; y en la estación de la esperanza eterna, en el natalicio de la misericordia eterna, ¡no excluiremos Nada!

El sol invernal se pone sobre la ciudad y el pueblo; en el mar dibuja un camino rosado, como si los pies sagrados acabaran de posarse en el agua. Al cabo de unos instantes desaparece, y cae la noche, y las luces empiezan a brillar en la lejanía. En la ladera, más allá de la ciudad informe y difusa, y al apacible resguardo de los árboles que rodean la aguja del pueblo, los recuerdos tallados en piedra, entre las flores silvestres, crecen en la hierba entrelazados con las humildes zarzas alrededor de numerosos montículos de tierra. En la ciudad y en el pueblo hay puertas y ventanas para protegerse del frío, generosas pilas de leños encendidos, rostros felices y una saludable música de voces. ¡Qué todo lo dañino e inhumano sea expulsado del templo de los lares, pero que estos recuerdos sean tiernamente alentados! Forman parte de estos días y de su consuelo sereno y confortante; de la historia que, incluso en la tierra, vuelve a unir a los vivos y a los muertos; y de la magnanimidad y bondad que demasiados hombres han intentado destruir.



Originalmente en Revista “Household Words”, 1851








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