Hubo un tiempo
en el que, para la mayoría de nosotros, el día de Navidad envolvía nuestro
limitado mundo como un anillo mágico y colmaba nuestros deseos y aspiraciones;
aunaba diversiones hogareñas, afectos y sueños; reunía todo y a todos al amor
de la lumbre; y dotaba de plenitud la pequeña imagen que resplandecía en
nuestros brillantes ojos infantiles.
Llegó otro
tiempo, tal vez demasiado pronto, en el que nuestros pensamientos rebasaron ese
estrecho límite; en el que nos faltaba una persona (muy querida, creíamos
entonces, muy hermosa y totalmente perfecta) para que nuestra felicidad fuera
completa; en el que también se nos echaba de menos (o eso pensábamos, que viene
a ser lo mismo) en el fuego navideño junto al que esa misma persona se
calentaba; y en el que entrelazábamos con todas las coronas y guirnaldas de
nuestra vida el nombre de ella.
Fue el tiempo
de las navidades radiantes e ilusorias que hace tanto nos abandonaron ¡para aparecer
débilmente, tras la lluvia del verano, en los bordes más pálidos del arco iris!
Fue el tiempo del disfrute beatífico de las cosas que iban a ser, y que nunca
fueron; pero ¡eran tan reales en nuestra imaginación que sería difícil decir
qué realidades ocurridas desde entonces han sido más incontestables!
¿Cómo? ¿Qué
nunca llegó de veras esa Navidad en la que, después del más feliz de los
enlaces totalmente imposibles, nosotros y la perla de valor inestimable que era
nuestra joven elegida éramos recibidos por nuestras dos familias reunidas, que,
gracias a nosotros, habían enterrado su enemistad? ¿En la que los cuñados
siempre distantes antes de que se formalizara nuestra relación nos mostraban un
gran cariño, y en la que nuestros padres nos abrumaban con unas rentas
ilimitadas? ¿Qué no llegó a celebrarse aquella comida navideña en cuya
sobremesa nos poníamos en pie para, generosa y elocuentemente, ensalzar a un
antiguo rival, presente entre los invitados, intercambiando con él palabras de
amistad y perdón, y estableciendo un vínculo —no superado en las historias de
griegos o romanos— que duraría hasta la muerte? ¿Qué a ese mismo rival hace
mucho que dejó de importarle la perla de valor inestimable, y acabó casándose
por dinero y dedicándose a la usura? O, lo que es peor, ¿sabemos ahora que
probablemente habríamos sido unos desgraciados de haber ganado y lucido la
perla, y que estamos mejor sin ella?
Esa Navidad en
que acabábamos de conseguir la fama; en que nos daban un paseo triunfal por
haber hecho algo grande y bueno; en que nuestro apellido se veía honrado y
ennoblecido, y en casa nos recibían llorando de alegría; ¿es posible que esa
Navidad aún no haya llegado?
¿Y está
nuestra vida tan asentada, en el mejor de los casos, que, al detenernos en un
mojón tan importante del camino como este maravilloso natalicio, recordamos las
cosas que nunca fueron con la misma naturalidad y plenitud, con la misma
gravedad que las cosas que han sucedido y desaparecieron, o que han sucedido y
todavía perduran? De ser así, como parece, ¿debemos llegar a la conclusión de
que la vida es poco más que un sueño, de cuán poco importantes son nuestros
amores y nuestras luchas?
¡No! ¡El día
de Navidad alejemos de nosotros esa mal llamada filosofía, querido lector! ¡Qué
esté más cerca de nuestro corazón el espíritu navideño, que es el espíritu de
la utilidad en el servicio, de la perseverancia, del animoso cumplimiento de
nuestro deber, de la amabilidad y de la tolerancia! Son sobre todo las últimas
virtudes las que se ven, o deberían verse, fortalecidas por los sueños
incumplidos de nuestra juventud; pues ¿quién dice que no nos enseñan a tratar
con delicadeza hasta las intangibles nadas de la tierra?
Por ese
motivo, a medida que envejecemos, ¡agradezcamos que el círculo de nuestros
recuerdos navideños y las lecciones que éstos imparten se expanda! Demos la
bienvenida a todos, e invitémoslos a sentarse junto al fuego navideño.
¡Bienvenidas
antiguas aspiraciones, brillantes criaturas de una imaginación ardiente, a
vuestro refugio debajo del acebo! Os conocemos, y todavía no os hemos
enterrado. Bienvenidos, viejos proyectos y viejos amores, por fugaces que
fuerais, a vuestros rincones entre las luces menos trémulas que nos iluminan.
Bienvenido cuanto llegó a ser auténtico para nuestros corazones; y, por la
intensidad que os hizo reales, ¡gracias al Cielo! ¿Acaso no construimos ahora
castillos de Navidad en el aire? ¡Qué nuestros pensamientos, revoloteando como
mariposas entre estas flores infantiles, lo testifiquen! Ante ese niño se
extiende un futuro más brillante del que jamás imaginamos en nuestros viejos y
románticos días, y lo que resplandece en él es el honor y la verdad. Alrededor
de esa cabecita llena de alegres rizos, las gracias juegan tan gráciles y
hermosas como cuando no existía al alcance del Tiempo ninguna hoz que segara
los rizos de nuestro primer amor. En el rostro de la niña que está al lado —más
sereno, pero iluminado por una sonrisa—, un pequeño rostro apacible y
satisfecho, vemos la imagen más pura del hogar. Los destellos de esa palabra,
como rayos de una estrella, nos muestran cómo, cuando nuestras tumbas sean ya
viejas, otras esperanzas serán jóvenes, otros corazones se conmoverán; cómo
otros caminos se allanarán; otras alegrías florecerán, madurarán y perecerán...
No, no perecerán, pues otros hogares y otras bandadas de niños, que aún no
existen ni existirán por mucho tiempo, seguirán naciendo, floreciendo y
madurando hasta el fin de los días.
¡Bienvenido
todo! Bienvenido lo que ha sido, lo que jamás fue, y lo que esperamos que sea,
a su refugio debajo del acebo, a su rincón al amor de la lumbre navideña, donde
lo que es aguarda con los brazos abiertos. Entre aquellas sombras, ¿no vemos
aparecer furtivo sobre las llamas el rostro de un enemigo? ¡Perdonémosle el día
de Navidad! Si el daño que nos ha hecho admite ese gesto de fraternidad, que
venga y tome asiento a nuestro lado. Si, por desgracia, no es así, dejémosle
marchar, con la seguridad de que jamás le acusaremos ni le haremos daño.
¡Este día no
alejemos nada de nosotros!
—Espera... —susurra
una voz— ¿Nada? ¡Recapacita!
—El día de
Navidad no alejemos nada del calor de nuestra lumbre. Nada.
—¿Ni la sombra
de una inmensa ciudad cubierta de hojas marchitas? —pregunta la voz— ¿Ni la
sombra que oscurece la Tierra
entera? ¿Ni la sombra de la
Ciudad de los Muertos?
—Ni siquiera
eso. Precisamente ese día volveremos nuestro rostro hacia esa ciudad y, de
entre sus silenciosos moradores, traeremos a nuestro lado a las personas que
quisimos. ¡Ciudad de los Muertos, en el nombre bendito en torno al que nos
reunimos en esta fecha, y ante la divina presencia que nos acompaña según Su
palabra, recibiremos, en lugar de ahuyentar, a quienes amamos y ahora son tus
habitantes!
Sí.
Contemplemos a esos niños ángeles que, con tanta belleza y solemnidad, se posan
entre los niños vivos al amor de la lumbre, y sobrepongámonos al recuerdo de
cómo se alejaron de nosotros. Al igual que los patriarcas, los niños, risueños,
ignoran quiénes son sus invitados; pero nosotros podemos verlos: podemos ver un
brazo con aura alrededor de un cuello muy querido, como si a alguien le tentara
llevarse al pequeño. Entre las figuras celestiales hay una, un pobre chiquillo
contrahecho en vida y de belleza excelsa ahora, cuya madre moribunda lamentó
profundamente dejar solo en este mundo los años que pasarían hasta que, siendo
tan pequeño, se reuniera con ella. Pero él lo hizo enseguida, y lo pusieron
sobre el pecho de su madre; ella lo trae de la mano.
Hubo un joven
valeroso que cayó, muy lejos del hogar, sobre una arena ardiente bajo un sol
abrasador: «Decid a mi familia —exclamó antes de morir— cuánto me habría
gustado besarlos de nuevo, pero que he muerto feliz después de cumplir con mi
deber». Y hubo otro joven sobre el que leyeron las palabras: «Por eso
entregamos su cuerpo a las profundidades», antes de encomendarlo al solitario
océano y continuar la navegación. Y otro que se tumbó a descansar a la oscura
sombra de los grandes bosques y jamás volvió a despertar. ¿Cómo no traerlos a
casa desde la arena, el mar y los bosques en una fecha tan señalada?
Hubo una joven
adorable —una mujer casi, aunque nunca llegara a serlo— que una Navidad llevó
el luto a un hogar alegre, y siguió su camino inexplorado hacia la ciudad del
silencio. ¿No la recordábamos exhausta, susurrando lo que no lográbamos oír y
entregándose extenuada al sueño eterno? ¡Miradla ahora! ¡Mirad su belleza, su
serenidad, su juventud inmutable, su alegría! La hija de Jairo fue resucitada
para morir; mas ella recibió una bendición mayor y oyó la misma voz que le
decía: «¡Levántate para siempre!».
Teníamos un
amigo desde la niñez, con el que a menudo imaginábamos los cambios que
experimentarían nuestras vidas, y con el que fantaseábamos alegremente sobre
cómo andaríamos, pensaríamos y hablaríamos cuando fuéramos viejos. La morada
reservada para él en la Ciudad
de los Muertos lo acogió en la flor de la vida. ¿Debemos apartarlo de nuestros
recuerdos navideños? ¿Habría dejado de querernos él a nosotros? Amor, hijo,
padre y madre desaparecidos, hermana, hermano, mujer, marido, ¡no os daremos de
lado! Conservaréis vuestro lugar entrañable en nuestro corazón y al amor de la
lumbre navideña; y en la estación de la esperanza eterna, en el natalicio de la
misericordia eterna, ¡no excluiremos Nada!
El sol
invernal se pone sobre la ciudad y el pueblo; en el mar dibuja un camino
rosado, como si los pies sagrados acabaran de posarse en el agua. Al cabo de
unos instantes desaparece, y cae la noche, y las luces empiezan a brillar en la
lejanía. En la ladera, más allá de la ciudad informe y difusa, y al apacible
resguardo de los árboles que rodean la aguja del pueblo, los recuerdos tallados
en piedra, entre las flores silvestres, crecen en la hierba entrelazados con
las humildes zarzas alrededor de numerosos montículos de tierra. En la ciudad y
en el pueblo hay puertas y ventanas para protegerse del frío, generosas pilas
de leños encendidos, rostros felices y una saludable música de voces. ¡Qué todo
lo dañino e inhumano sea expulsado del templo de los lares, pero que estos
recuerdos sean tiernamente alentados! Forman parte de estos días y de su consuelo
sereno y confortante; de la historia que, incluso en la tierra, vuelve a unir a
los vivos y a los muertos; y de la magnanimidad y bondad que demasiados hombres
han intentado destruir.
Originalmente en Revista “Household Words”, 1851
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