Se acaba de producir un accidente. El rostro del anciano que yace en la
calzada es el de un extraño, pero después de mirarlo de alguna manera empieza a
resultarme familiar, sigo cavilando sobre quién será mucho tiempo después de
dejar atrás el lugar del accidente, el público, los comentarios imprecisos
sobre lo que ha ocurrido en la calle. Quién sabe si alguien le estará esperando
en algún lugar sin saber que yace en medio de la calle. ¿Por qué no cruzó por
el paso de cebra? ¿Por qué irrumpió en la calzada sin mirar? Parecía como si
anduviera buscando que le atropellaran. Un anciano. Un abrigo gris. No me lo
puedo quitar de la cabeza y decido llamar a mi padre, que vive en otro lugar,
en otra ciudad, y nada tiene que ver con ese anciano. Le llamo. Está en casa,
por supuesto. Pero me pregunta si podríamos hablar más tarde, a no ser que sea
urgente. No es urgente, le digo, pero no me quedo tranquila. Le he llamado
desde un bar. Es temprano para un local como este. Solo veo a un matrimonio de
ancianos que conversa con el camarero junto a la barra. Cuelgo el teléfono y
opto por quedarme. Pido algo. En la trastienda juegan al billar. Tres hombres.
Tengo calor, ha sido un día caluroso pero pronto lloverá, va a cambiar el
tiempo. En días como este lo noto en el aire. Me estoy sumergiendo en la
cerveza y no he comido casi nada. Tal vez sea este el motivo por el que todo
empieza a parecerme agradable, como de terciopelo. El tacto del terciopelo.
Desde mi rincón observo la partida de billar. Antes de que termine el juego ya
sé que uno de los tres se vendrá después a casa conmigo. O mejor dicho: yo me
iré con él. Todo sucede despacio, como a cámara lenta. Tiene la cabeza rapada y
un extraño tatuaje que me enseña ya antes de dejar a sus compañeros de billar.
En el taxi no hablamos. No nos decimos casi nada. Me lo imagino con la cabeza
entre mis piernas. Sé que no se habla de esas cosas, pero no puedo dejar de
pensarlo y no debo de ser la única persona que se imagina cosas así, y puesto
que no me parece nada raro imaginarme la cabeza de aquel hombre contra mi bajo
vientre mientras vamos en el taxi, existe la posibilidad de que él haya pensado
lo mismo. Pero no se lo digo. Cuando llegamos a su casa la noto fría, a pesar
de que aún es verano. Parece vacía al modo en que una casa puede parecer vacía
aunque esté habitada, como si se le hubiese quitado una parte importante del
mobiliario, o como si alguien hubiese salido de ella de forma apresurada. Veo
fotografías en la estantería de la sala de estar. Una que está enmarcada muestra
a una mujer sentada con las manos colocadas entre los muslos. A juzgar por el
paisaje y por los cabellos que el viento revuelve en todas direcciones, está
sentada en un lugar solitario, tal vez en la cima de una montaña. También hay
una fotografía de una pequeña colegiala. Sostiene un lápiz hacia la cámara con
gesto cansino y rígido, como rígida es su sonrisa sin dientes. Al fondo, una
pizarra. Una foto escolar. Él ha ido a buscar algo de beber para los dos. Le
habría podido decir que no hacía falta, que podríamos haber empezado enseguida,
si él hubiese querido, pero ya es tarde. En realidad, no se lo habría podido
decir, esas cosas se callan, como lo que pienso de él o lo que él piensa de mí.
Habría podido colocar las fotografías boca abajo. En cierto modo no me importa
tenerlas allí. Pero me pregunto qué habrían pensado de mí aquellas personas a
quienes nunca he conocido. De alguna manera siento que hayamos acabado juntos
en esta habitación miserable y solitaria.
Y ahora.
Desprende exactamente el mismo olor que mi padre. A su vuelta, tras vaciar
nuestras copas, tras acomodarnos en el sofá, o mejor dicho, tras acercarnos el
uno al otro. Es ahora cuando huele como mi padre. Es evidente que ha
desprendido el mismo olor todo el tiempo, pero hasta ahora no lo he notado; ni
siquiera se me había ocurrido.
Guardo un recuerdo de mi padre. Mirábamos la televisión. La llegada a la
luna. Era el mes de julio de 1969. Aquel primer viaje glorioso, cuando todo era
nuevo y todo el mundo seguía aquellas crepitantes transmisiones. Mi padre bebía
cerveza, algo poco habitual en él. Tenía puesta una camiseta veraniega. Olía a
sudor limpio y a cerveza. Conmigo sentada en su regazo contemplábamos cómo
aquellos hombres con impolutos trajes blancos se movían sobre la desnuda
superficie de la luna. El recuerdo me entristece, creo tener una vaga idea del
porqué. Existe una fotografía de mi padre con la cabeza rapada, fue tomada unos
años antes de que el hombre dejara sus primeras huellas en la luna. En aquella
fotografía tendría unos veinticinco años. Lo habían ingresado por primera vez:
electrochoque, píldoras. Lo de la cabeza rapada solo era porque estaba de moda.
Una corbata rígida, un traje grisáceo, las perneras del pantalón un poco
subidas por estar sentado. Los puños de la camisa tiesos y blancos,
correctamente estirados hacia abajo. Cuando estaba ingresado solíamos ir a
visitarlo. Mi madre lucía una determinada falda estrecha y corta, un peinado
nuevo, y llevaba un regalo empaquetado, normalmente libros de astronáutica.
Algunas novelas. Henry Miller. Biografías. Me recordaba que no debía hacerle
preguntas para no entristecerle. Siempre era un enigma lo que quería decir con
eso. Si le preguntaba, siempre me daba la misma respuesta. Seguro que lo sabes,
me decía a mí, que no era más que una niña. Nos sentábamos a esperar que
apareciera. Los años iban transcurriendo. Allí está, ya viene por el pasillo
con su peculiar manera de andar. Todo el mundo camina así aquí dentro. Quiero
correr a su encuentro, quiero darle un abrazo. Recuerda que no se siente del
todo bien. Compórtate. Así que me quedo sentada sobre mis manos. Veo que
alcanza la puerta, sus ojos se cruzan con los míos, apenas una sonrisa, no
obstante es como si yo le quedara demasiado lejos, como si me hubiera avistado
en la lejanía, fuera de su alcance. No debo preguntarle cómo se encuentra.
Cuando iba a visitarlo de mayor solía llevar a algún chico, a los chicos
con los que salía durante cortos períodos de tiempo siendo adolescente, y más
adelante, a los hombres. Algunas veces mi padre jugaba a las cartas con ellos.
Con el tiempo volvió a casa de manera definitiva, pero aún hoy sigo viéndole
ante mis ojos en aquellas estancias, avanzando por los mismos pasillos, hasta
donde yo le espero sentada. Le he traído flores, le he traído libros y
chocolate. Espero que él rompa el silencio.
Nunca me preguntaba cómo estaba yo. A pesar de todo, debía de fijarse en
mis acompañantes y comprender que no era una casualidad que estuvieran allí,
porque más adelante solía preguntarme dónde los había dejado, o qué hacían. Yo
respondía siempre que no lo tenía muy claro. Por lo que yo sabía, podían haber
desaparecido de la faz de la tierra.
Mare tranquilitatis, dijo mi padre mientras observábamos la nave espacial plantada sobre la
superficie de la luna ese día tan especial de julio de 1969.
Lo llaman mar aunque probablemente allá arriba esté todo seco. Le pregunté
por qué le habían dado precisamente ese nombre y me respondió que antiguamente
pensaban que las zonas oscuras de la luna eran mares. Le parecía que sonaba
agradable, añadió. El mar de la tranquilidad.
Neil Armstrong no es un alfeñique, repitió a menudo aquella mañana. Y como
lo decía en voz alta yo pensaba que lo decía para mí. Pensaba que era algo
importante, que debía recordarlo.
El hombre con la cabeza rapada, el propietario de la cama en la que estoy
acostada, tiene prisa. Como si yo fuera a desaparecer o a adquirir otra forma,
quizá menos concreta, a no ser que actúe lo suficientemente deprisa. Es
evidente que no puedo saber qué es lo que le empuja a hacer lo que hace, así
que supongo que son las mismas razones que me empujan a mí y que se perciben
como una capa de sudor y hambre en mi piel. Y después, ¿qué? El silencio. Se
traslada al otro lado de la cama y yo también me aparto como si fuéramos dos
polos que se repelen con la fuerza con la que nos habíamos atraído hasta ahora.
Sale de la cama y lo oigo en el cuarto de baño. Cuando vuelve lleva puesto un
batín. Resulta natural después de esta desnudez inoportuna. Enciende la lámpara
de la mesilla de noche. Me ofrece una calada de su cigarrillo. Digo no,
gracias, y él aspira el humo.
¿Cuál es tu historia?, pregunta, como si tuviera la necesidad, o el deseo,
de escuchar mis pensamientos. Desde luego que no le contesto, o le contesto
como si me hubiera preguntado otra cosa. No le cuento nada, nada importante,
porque no hay nada importante que contar. Y lo que hay, no se puede contar. Le
digo que soy periodista, algo que no queda muy lejos de la verdad. Alrededor de
una hora. Ese es el tiempo necesario para hablar sobre nada de nada. Luego me
duermo, un sueño pesado y feo. Ahí fuera, sobre la estantería, están los
retratos de la mujer y la niña con el lápiz. Prisioneros del tiempo. Mare tranquilitatis.
Nada es tan bello como la tierra vista desde la luna, dijo mi padre.
Quiere ver una película particular antes de dormirnos. Puesto que no nos
conocemos, me pregunta si tengo algún inconveniente.
La película empieza con unos hombres conversando en la habitación de un
hotel. Discuten sobre la posibilidad de encontrar —creo que las palabras que
utilizan son «hacerse con»—, la posibilidad de hacerse con unas chicas. Ahora
están en la playa y hablan con unas jóvenes en bikini. Ellas miran la cámara de
soslayo. Más tarde vuelven a aparecer en la habitación del hotel con algunas de
las chicas. Nadie habla. Parece como si hubieran perdido el interés por las
palabras, o la necesidad de ellas. Se desnudan. Se tocan, esto es, los hombres
toquetean a las chicas. Uno de los participantes masculinos en aquella extraña
fiesta introduce un objeto metálico en el cuerpo de una de las chicas. Es un
instrumento extraño, ajeno a su supuesta finalidad. Hay algo en el contraste
entre la glacial rigidez del objeto y la suavidad de la piel de la chica. Lo
que hace aquel hombre resulta raro. Aparte de un gemido ronco, de uno o dos
sí-sí seguidos de no-no, no se oyen más palabras, solo los roces de los cuerpos
en movimiento y la fricción de la sábana. Ahora que están todos ahí, no parece
que tengan nada que decirse. O más bien: no hay palabras.
Visité a mi padre la última vez que estuve en mi ciudad natal. Me mostró
una fotografía de la luna que había recortado de un periódico. Parecía
contento. Contento, no triste como solía encontrarle cada vez que iba a verle.
¿Te acuerdas de cuando estuviste a punto de comprarte un terrier Jack
Russel —le pregunté— y llamaste a una perrera para preguntar si era allí donde
criaban Jack Daniels?
Se rió un poco.
Creo que no, dijo, receloso. No le gusta hablar del pasado.
Me preguntó dónde me alojaba. Le respondí que en un hotel.
Vuelve pronto, Miriam, dijo.
Quería decir a la ciudad. Nunca le ha gustado tener a otras personas
demasiado cerca. Sabía que yo tardaría en volver. Le llegarían mis cartas. Mi
voz al teléfono, distante, tan distante como si hubiera sido proyectada más
allá de la atmósfera, hasta el espacio exterior, como aquellas voces que
llegaban desde la luna y que reproducía un receptor crepitante. En algún lugar
allá fuera amenaza una avalancha de palabras.
¿Temes la oscuridad? pregunta él cuando se acaba aquella extraña película,
¿mientras se ríe? ¿Se está riendo?
No, contesto, y estoy mintiendo.
No, no me da miedo.
Pero sí que me da miedo. No es la oscuridad en sí, no es la ausencia de
luz. Simplemente es algo que no se entiende, que nunca se cuenta, que no se
puede entender, como el silencio, es más el silencio que la oscuridad, pero
antes era como si ambas cosas tuvieran relación. En el momento en que me lo
pregunta sé que, de hecho, él tampoco se refiere a la oscuridad. Por otra
parte, sé lo que quiere decir y son dos cosas. Podría haberle contestado que
son dos cosas. Una de ellas es mi padre y la otra aquel hombre de la calle, el
del atropello. No tienen nada que ver el uno con el otro. Y no obstante: el
hombre en la calzada y mi padre en calidad de espectador, como yo misma lo soy.
Pero no lo digo. No lo digo.
¿Lo ves?, dijo mi padre. ¿Ves el tren de aterrizaje? Es una maquinaria
increíble.
Sí que lo es, dije mientras echaba una ojeada a la vieja fotografía del
alunizaje que tenía colgada en la pared de la cocina y que había recortado de
un periódico y cubierto con un plástico adhesivo. Hoy las cosas son diferentes.
Lo sé, dijo. Pero en aquel momento fue increíble. Imagínate pisar la
superficie de la luna. Aunque el suelo esté iluminado, cuando alzas la vista no
ves más que un espacio negro. Nada de atmósfera, tan solo oscuridad. Luego
descubres la tierra, y no hay nada tan bello como la tierra vista desde la
luna.
Le miré. Lucía una mirada como si hubiera estado allí, como si lo hubiese
visto. La última vez que le visité estuvimos sentados en su cocina. Pienso a
menudo en lo segura que me sentía cuando estaba sentada junto a él,
precisamente en su cocina pensé en eso, en aquella ocasión en que bebía cerveza
y vestía una camiseta veraniega, en cómo podía oler su expectación a pesar de
ser una niña pequeña, la expectación de algo fabuloso que estaba ocurriendo, y
en cómo me hizo participar de la emoción que sentía por el acontecimiento, como
llamaba él a lo que aparecía en la pantalla del televisor.
Pero estamos aquí, dije yo.
El año pasado visité a mi padre en Pentecostés.
Aparentemente estaba bien. Le vi bajar el camino del jardín y detenerse en
la parte inferior para observar el cortacésped. Permaneció allí tanto tiempo que
llegué a pensar que era incapaz de moverse. Nunca le pregunto qué está
pensando. No sé lo que hace cuando no estoy con él. Se limitó a quedarse allí
de pie, en el mismo lugar, observando el cortacésped. Podría haberle
preguntado.
Me despierto con la sensación de haber vuelto a llamar a mi padre. Él cogía
el teléfono y teníamos una conversación extraña. ¿Qué estás haciendo?, me
preguntaba, y yo respondía que estaba un poco inquieta y él decía que tenía
algo que hacer. En el jardín. Que no podía hablar mucho tiempo. Es que tengo
algo que decir, anunciaba yo.
Él me repetía que no podía hablar mucho tiempo.
Durante todos estos años he estado acompañando a hombres a sus casas, decía
yo. Me quedo en casa de algunos de ellos. Sus muebles se han convertido en los míos,
sus cuadros de la pared, sus vídeos. Sus ventanas, sus vistas, sus amigos.
Recojo las vidas de otros. Esto es lo que hago. Esto es lo que estoy haciendo
ahora. No lo puedo remediar. Cuando no lo hago, veo la televisión.
No creo que cambie nunca.
¿Qué?, me decía. No lo entiendo. No entiendo qué quieres decir.
en Mujeres de los
fiordos, 2013
Título original: «Stillhetens hav»
Traducción de Anne Lise Cloetta y Ma Josep Udina
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