Cuando supo que iba a morir, Borges debe haber sentido
un irrefrenable deseo de reencontrar su lejanísima juventud en Ginebra. De un
día para otro levantó su casa de la calle Maipú, en Buenos Aires, despidió a
Fanny, la mucama que lo había cuidado durante treinta años, y se casó con María
Kodama, que era su asistente, su lazarillo, su amiga desde hacía más de una
década.
Como lo había hecho Julio Cortázar en Buenos Aires dos
años antes, Borges fue a mirarse al espejo que reflejaba los días más ingenuos
y radiantes de su juventud. Cortázar, en cambio, necesitaba asomarse al sucio
Riachuelo que Borges había mistificado en poemas y cuentos donde los
imaginarios compadritos del arrabal asumían un destino de tragedia griega.
Curiosa simetría la de los dos más grandes escritores
de este país: Cortázar, espantado por el peronismo y la mediocridad, decidió
vivir en Europa desde la publicación de sus primeros libros, en 1951. Fue en
París que asumió su condición de latinoamericano por encima de la mezquina
fatalidad de ser argentino.
Borges, en cambio, no pudo vivir nunca en otra parte.
Tal vez porque estaba ciego desde muy joven y se había inventado una Buenos
Aires exaltante y épica que nunca existió. Un universo donde sublimaba las
frustraciones y el honor perdido de una clase que había construido un país sin
futuro, una factoría próspera y desalmada.
Borges se creía un europeo privilegiado por no haber
nacido en Europa. Aprendió a leer en inglés y en francés pero hizo más que
nadie en este siglo para que el castellano pudiera expresar aquello que hasta
entonces sólo se había dicho en latín, en griego, en el árabe de los
conquistadores o en el atronador inglés de Shakespeare.
De Las mil y una noches y La Divina Comedia
extrajo los avatares del alma que están por encima de las diferencias sociales
y los enfrentamientos de clase. De Spinoza y Schopenhauer dedujo que la
inmortalidad no estaba vinculada con los dioses y que el destino de los hombres
sólo podía explicarse en la tragedia. De allí llegó al tango y a los poetas
menores de Buenos Aires, los reinventó y les dio el aliento heroico de los
fundadores que han cambiado la espada por el cuchillo, la estrategia por la
intriga, el mar por el campo abierto. El Rey Lear es Azevedo Bandeira,
degradado y oscuramente redimido en “El muerto”. Goethe está en el perplejo
alemán de “El sur” que va a morir sin esperanza y sin temor en una pulpería de
la pampa.
En cada uno de sus textos magistrales, con los que
todos tenemos una deuda, un rencor, un irremediable parentesco bastardo, Borges
plantea la cuestión esencial —dicotómica para él—, de la deformación argentina:
la civilización europea enfrentada a la barbarie americana. Como el escritor
Sarmiento y el guerrero Roca, que fundaron la Argentina moderna y
dependiente sobre el aniquilamiento de indios, gauchos y negros, Borges vio
siempre en las masas mestizas y analfabetas una expresión de salvajismo y bajeza.
Pertenecía a una cultura que estaba convencida de que Europa era la dueña del
conocimiento y de la razón. Con las ideas de Francia, las naves de Inglaterra y
las armas de Alemania se llevó adelante el genocidio “civilizador”, la
pacificación de esas tierras irredentas. De aquí, de los criollos, sólo podía
emanar un discurso salvaje, retrógrado, sin sustento filosófico, enigmático
frente a la consagrada palabra de Rousseau y Montesquieu.
Borges es el atónito liberal del siglo XIX que se
propone poetizar antes que comprender. La ciencia no está entre sus
herramientas: ni Hegel, ni Marx, ni Freud, ni Einstein son dignos de ser leídos
con el mismo fervor que Virgilio, Plinio, Dante, Cervantes, Schiller o Carlyle.
El único mundo posible para Borges era el de la literatura bendecida por cien
años de supervivencia. De modo que se dedicó a recrearla, a reescribir enigmas
y epopeyas, fantasías y evangelios que iban a contracorriente de las escuelas y
las grandes mutaciones de las ideas y las letras. Fue un renovador del estilo,
el más colosal que haya dado la lengua española, y esa forma, fluida y
asombrosa, nos devolvía a las incógnitas y los asombros de las primeras
civilizaciones. Unió, desde su biblioteca incomparable, las culturas que
parecían muertas con los estallidos de Melville, Joyce y Faulkner. Su genio
consistió en transcribir a una lengua nueva los asombros y los sobresaltos de
los papiros y los manuscritos fundacionales. No amaba la música ni el ajedrez,
no lo apasionaban las mujeres, ni los hombres, ni la justicia. El día que lo
condecoró en Chile la dictadura de Pinochet, el escritor reclamó para estas
tierras feroces “doscientos años de dictadura” como medio de curar sus males.
Más tarde, cuando Alfonsín derrotó al peronismo, es decir a la barbarie americana,
escribió un poema de regocijo y esperanza.
En esos días, Julio Cortázar había retornado a Buenos
Aires para verse a sí mismo entre las ruinas que dejaba la dictadura. Iba a
morir muy pronto y volvía a reconocer el suelo de su infancia, los zaguanes de
sus cuentos y las arboledas de las calles por donde había paseado sus primeros
amores. El gobierno lo ignoró (su modelo de intelectual es Ernesto Sabato) y
Borges se molestó porque creía que el único contemporáneo al que admiraba no
había querido saludarlo.
En verdad, Cortázar —tímido y huidizo— no se atrevió a
molestarlo y temía que las diferencias políticas, ahondadas por la distancias,
fueran insalvables. Él le debía tanto a Borges como cualquiera de nosotros, o
más aun, porque el autor de “El Aleph” le había publicado el primer cuento en
la revista Sur.
Muchas veces, en París, evocamos a Borges. Cuando
aparecía uno de sus últimos libros o alguna declaración terrible de apoyo a la
dictadura. Cortázar sostenía —como todos los que lo admiramos— que había que
juzgar al escritor genial por un lado, al hombre insensato por otro. Había que
disociarlos para comprenderlos, ir contra todas las reglas de razonamiento para
crear otra que nos permitiera amarlo y sentirlo como nuestro a pesar de él
mismo.
Porque ese creador de sofismas, que pensaba como el
último de los antiguos, nos ha dejado la escritura más moderna y perfecta que
se conoce en castellano. La que ha sido más imitada y la que ha dejado más
víctimas, porque hoy nadie puede escribir, sin caer en el ridículo, “una
vehemencia de sol último lo define”, o rematar un cuento con algo que se
parezca a “Suárez, casi con desdén, hace fuego”, o “En esa magia estaba cuando
lo borró la descarga” o “el sueño de uno es parte de la memoria de todos” o “No
tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre”.
Esta contundencia viene de las lecturas de Sarmiento,
pero no tiene continuadores porque la Argentina que ellos imaginaron se fue enfermando
a medida que crecía, como los huesos sin calcio. El sueño del conocimiento se
convirtió en la pesadilla de la falsificación y varias generaciones de
intelectuales escamotearon la realidad o se quedaron prisioneros de ella. La
literatura de Borges es la última elegía liberal, el canto del cisne de una
inteligencia restallante pero ajena. No por nada los jóvenes de las últimas
generaciones quisieran haber escrito El juguete rabioso o Los siete locos, de
Roberto Arlt, aunque admiren la simétrica perfección de “Funes el memorioso” y
“Las ruinas circulares”.
Es que la perfección está tan alejada de lo argentino
como el futuro o el pensamiento de los gatos. Borges no es grandilocuente, los
argentinos sí. Arlt lo era, también Sarmiento y Cortázar, que se interna, como
Borges, en lo fantástico. Pero Cortázar suena a amigo, a compañero, y Borges a
maestro, a sabio cínico.
Así como Cortázar había asumido su destino
latinoamericano pero no podía separarse de París, Borges vivía en Buenos Aires
porque creía que así estaba más cerca de Europa. Antes de morir, ambos fueron a
cumplir con el juego de los espejos y las nostalgias: uno en los corralones de
Barracas y el empedrado de San Telmo; otro en los parques nevados de Ginebra
donde había escrito en latín sus primeros versos y en inglés su primer manual
de mitología griega.
Borges fue a morir lejos de Buenos Aires y pidió ser sepultado
en Ginebra, como antes Cortázar había preferido que lo enterraran en París.
Fue, quizás, un postrero gesto de desdén para la
tierra donde imaginó indómitos compadritos que descubrían la clave del
universo, gauchos que temían el castigo de la eternidad, califas que leían el
destino en la cara de una moneda china, bibliotecas circulares que descifraban
el secreto de la creación.
Pocos son los hombres que han hecho algo por este país
y han podido o querido descansar en él. Mariano Moreno, el revolucionario,
murió en alta mar; San Martín, el libertador, en Francia; Rosas, el dictador,
en Inglaterra; Sarmiento, el civilizador, en Paraguay; Alberdi, el de la Constitución, en
París; Gardel, que nos dio otra voz, en Colombia; el Che de la utopía, en la
selva de Bolivia.
Es como si el país y su gente no fueran una misma
cosa, sino un permanente encono que empuja a la separación, al exilio o al
desprecio.
* Éste es un
réquiem a Jorge Luis Borges, escrito el mismo día de su muerte a pedido de Il
Manifesto. El diario quería que yo intentara explicar lo inexplicable: por qué
el más grande escritor de este siglo había preferido vivir en Buenos Aires,
pero morir y ser sepultado en Suiza. En la Argentina, Borges tiene demasiados estudiosos de
su obra y nadie espera que un novelista que ni siquiera lo conoció le rinda
homenaje sin ir a hurgar en las tripas de sus cuentos y poemas inolvidables.
Recién al cumplirse el primer aniversario del fallecimiento, Jorge Lanata me
pidió que publicara el artículo en el suplemento Culturas, de Página/12. De
cuantos he leído, mi cuento preferido es “El muerto”. Siempre pensé que la peor
desgracia que puede ocurrirle a un escritor es intentar escribir a la manera de
Borges, Cortázar o Bioy Casares. Si uno siente la necesidad de tomar prestada
una voz hasta afinar la propia, lo mejor es acudir a una de tono menor. Por eso
de las estridencias y los vecinos.
en Rebeldes,
soñadores y fugitivos, 1988
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