jueves, noviembre 05, 2015

"Maitencillo", de Clemente Riedemann






Nos íbamos con el Schwenke a Maitencillo a hacer canciones. Los suegros de él tenían una casa allí cuando todavía no se sentía la pestilencia de Ventanas. O quizás estaba en el ambiente, pero no nos dábamos cuenta porque entonces parecía imposible imaginar que unos huevones pudieran estar envenenando el aire con la complacencia de la autoridad. Algo parecido a lo que pasó con la política. La sensación rabiosa de que nos han estado pasando por el aro todo el tiempo es lo más difícil de atravesar.

Bueno, el asunto es que nos íbamos allí y cocinábamos y leíamos y oíamos la música a todo full y conversábamos hasta que nos daba hipo. Seguramente el hipo era más el resultado de beber vino chileno rico en grandes cantidades, de modo que algunas veces lográbamos escribir canciones.

Allí hicimos Generación Perdida, una canción que se grabó y con la cual no pasó absolutamente nada. Tenía algunas reinterpretaciones de versos de Whitman y de Ginsberg aplicadas a la realidad chilensis y quizás por eso la gallá no enganchó con ella, porque olía un poco a yanqui, olía a Ventanas. Recuerdo que una parte decía “Yo mismo me siento como un volantín, girando sin lienza por el cielo azul, perdido entre miles que quieren vivir, con la frente en alto en su propio país.” O sea, más o menos como me siento ahora.

Lo cierto es que los compañeros de nuestra generación que optaron por instalarse en la política para contribuir a los cambios que había que hacer, se volvieron casi todos unos carcamales conservadores, a la manera social cristiana, claro, lo que significa que uno no se da cuenta que en realidad nos están pasando por el aro.

En esos fines de semana maravillosos dormíamos hasta que el organismo quisiera hacerlo y luego, desnudos, sin pasar por el baño, nos íbamos derechito a corretear por las playas de Maitencillo, oyendo el estruendo del oleaje y el chillido de las aves marinas. Había una dictadura feroz sobre nuestras cabezas, pero corriendo desnudos por allí nos sentíamos libres, con nuestros cuerpos y nuestras almas conectadas con el universo.

Nos amábamos, no eróticamente, sino con esa especie de emoción ancestral que uno siente por los seres humanos de Neandertal o los grabadores de Altamira o de Lascaux. Ya teníamos decidido que podíamos ser felices sin dinero, de modo que ese tipo de angustia estaba fuera del menú existencial. Queríamos escribir y cantar, al costo que ello demandase, sin remilgos y sin quejarse, aprovechando todas las oportunidades que se nos presentasen.

Ahora que volví a las playas de Maitencillo pude ver corriendo por allí mismo a los fantasmas personajes de esta evocación. Brindé por ellos, con el mayor garbo, con un vino blanco sorbido en vaso plástico y unas empanadas de mariscos de dos lucas.

Dicen que al regresar a los lugares donde uno ha sido feliz se corre el riesgo de coger el síndrome de la nostalgia. Pero el mar aún estaba allí. Los pájaros. Y el sentimiento amoroso por el universo, intacto.





11 de octubre, 2015

















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