La sala no es muy grande y está en penumbras. Unas veinte personas
permanecen en silencio. No toman notas: miran. No cuchichean: miran. Un dedo de
luz galáctica brota de un proyector y se estrella en la pantalla que tiembla
como un párpado flojo. Allí, en la pantalla, un hombre joven y otro no tan
joven tocan el piano. O mejor: el hombre joven toca una sonata de Beethoven y,
cada tanto, el hombre no tan joven lo interrumpe y dice cosas como esta: «El
primer sonido es importante: es el que rompe el silencio, y debe quedar muy
claro cuándo termina el silencio y cuándo comienzas tú». Entonces el hombre
joven vuelve a tocar y la primera nota ya no es una nota sino una sustancia
venida de otro mundo que se clava en las encías de las paredes mudas y las hace
añicos.
En la sala no muy grande y en penumbras todos continúan en silencio. No
toman notas: miran. No cuchichean: miran. En la pantalla, el pianista joven
arremete con otro pasaje y el no tan joven interrumpe y dice «Ten cuidado:
debes obtener un sonido que no sea sólo color, sino también sustancia».
Entonces el pianista joven vuelve a tocar y las notas son pequeños ríos
radioactivos que se hinchan bajo sus dedos: mundos con respiración y muerte y
luz y oscuridades.
En la sala no muy grande y en penumbras todos continúan en silencio cuando
el pianista joven emprende un crescendo y el no tan joven le dice que no, que
así no, que debe «tener el coraje de hacer el crescendo como si fueras a saltar
y, en el último momento, como en el precipicio, no saltas». Pero, entonces, en
la sala en penumbras, un hombre se remueve, incómodo, y murmura algo que es claramente
una queja y dice que no entiende:
—No entiendo —dice.
Porque él es periodista y está allí —dice— para hacer un seminario de
escritura creativa y periodismo, y no entiende —dice— qué tiene que ver esto
con el periodismo, donde esto quiere decir la música: eso que sucede en la
pantalla: una clase magistral del músico argentino Daniel Barenboim. Una clase
que el hombre no entiende.
—No entiendo cómo algo de todo esto puede servirme para escribir mejor
—dice y se levanta, dos grados por encima de la indignación; y empieza a irse,
enfurecido por la pérdida de tiempo; y se va, iracundo porque a quién se le
ocurrió; y desaparece, embravecido porque esto es periodismo: porque esto es
periodismo y entonces ritmo y entonces tono y entonces forma no aportan, a lo
que se dice, nada. Porque esto es periodismo y no hay diferencia entre romper
el silencio de una página con una sustancia gris o con un tajo inolvidable.
Porque esto es periodismo y tampoco hay relación entre el coraje necesario para
tocar un crescendo y el que hace falta para guiar a un lector hacia el centro
donde, como una angustia lejana, como una enfermedad antigua, late la semilla
de una historia. Porque esto es periodismo y, entonces, da lo mismo escribir un
texto herido —un río de sustancia radioactiva— o unos cuantos párrafos
retráctiles: viscosos. Porque esto es periodismo y no hay por qué tomarse todo
ese trabajo si se puede —con menos sudor, con menos riesgo— ser un notario.
No un periodista: un funcionario de la prosa.
en El País, 30
de agosto de 2008
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