Llevo un mes sin probar una sola gota de alcohol. He
dejado radicalmente de beber. Al menos por un tiempo, hasta que haya deshecho
un lamentable equívoco. En los últimos tiempos me había hartado de confirmar
aquello que una vez dijera Proust: «Nuestra personalidad social es una creación
del pensamiento ajeno». Para no sé cuántos desconocidos, yo era una persona
apoyada en las barras de los bares de medio mundo. No contaba para ellos, por
ejemplo, mi imagen de persona apoyada en su escritorio diez horas diarias, desde
hace treinta años. No contaba, tal vez, porque son pocas las personas que
alguna vez me han visto escribir o conocen mi dedicación espartana a la
literatura, y en cambio una infinidad las que han espiado o contemplado
casualmente mis apariciones alcohólicas en sociedad. Desde que dejé de beber,
mi intención es seguir siendo visto en las barras de los bares, pero convertido
en un muermo. Que mi cara de aburrido les lleve a pensar que debo ser más
divertido cuando escribo, y no al revés, como venía sucediendo hasta ahora.
Las primeras consecuencias de la abstemia no se han
dejado esperar. Toda persona relacionada con la literatura sabe que los
escritores tienen una especial insistencia en hablar de su doble personalidad.
Uno es el que escribe, otro es el que vive. Nerval escribió, al lado de un
retrato suyo: «Yo soy el otro.» «Yo es otro», decía Rimbaud. «Al otro Borges es
al que le ocurren las cosas», escribió Borges. Es innegable que el mito del
doctor Jekyll y Mister Hyde goza de buena fortuna, pues no hay un solo día en
que los escritores no insistan en la cuestión de su doble personalidad. «En el
proceso de escribir o pensar sobre uno mismo, uno se convierte en otro», dice
Paul Auster. «Escribir es hacerse pasar por otro», dice Justo Navarro. Sin embargo,
en mi caso, una de las primeras cosas que observé casi ya desde el mismísimo
momento en que dejé de beber fue la más que probable posibilidad de que yo me
convirtiera en un ser compacto, sin doble personalidad, dejara de ser aquel ser
tan raro que escribía y escribía y algunas noches bebía en público (para que
los otros le inventaran una personalidad social) y pasara a ser simplemente un
pobre tipo que escribía y sólo escribía.
Me di cuenta de que, de seguir así, con mi otredad difuminada, en muy poco tiempo
podía estar acabado como escritor. Pero la providencial visita de un amigo me
salvó de mi retorno a la bebida. Me siento mucho más tranquilo desde que el
otro día, en la mitad de la noche, recibí como en un sueño —antes, por cierto,
entre resacas y comas etílicos, era insensible a cualquier idea de sueño— la
visita de este amigo. Desde que él tuvo la buena idea de viajar completamente
borracho hasta el fin de la noche y visitarme en casa a altas horas de la
madrugada, ya sé que puedo seguir escribiendo, pues, al igual que todos los
demás escritores, ya puedo volver a presumir de que yo soy otro. Soy uno y soy
otro, quiero decir. El que escribe y el muermo. Pero no tan muermo desde que el
bebedor—es decir, el que se jactaba de ser un posmoderno— vino a casa a verme.
Me visitó el otro día, y lo hizo con la loable intención de averiguar si yo
seguía siendo posmoderno como él o me había convertido en un moderno, un
anticuado. Me hice el tonto al principio (la abstemia me ayudó) y dejé que me
sometiera a una especie de test y contesté algunas de sus preguntas. El parecía
feliz, pero yo me cansé pronto. Cuando me preguntó: «¿Qué prefieres, la
realidad o el simulacro?», le dije que prefería, por ejemplo, la virtualidad.
Se quedó hecho una patata al escuchar esta respuesta, y yo vi —descubrí en
aquel momento— que mi alma en realidad había vuelto a la tranquilidad de ser
simplemente moderna (la maravillosa sensación de haber vuelto atrás, a la
infancia, por ejemplo), aunque aceptando ciertas novedades transmodernas.
Me miró con cara de muy pocos amigos. Cuando quiso que
eligiera entre actividad o agotamiento, le dije que ni una cosa ni la otra,
sino conectividad estática. Ni
parpadeó, mantuvo muy bien el tipo, pero yo sabía que él se estaba poniendo
nervioso y, además, más posmoderno que nunca: un desastre de hombre, borracho
y, encima, arrastrándose por la vida con un test dinosáurico.
Cuando me pidió que eligiera entre el esfuerzo y el
hedonismo, le contesté que prefería el individualismo solidario. «¿Y qué eliges,
ciudad o barrios periféricos?», preguntó ya notablemente nervioso.
«Megaciudad», contesté impasible. «¿Céline o Houellebecq?» Le sonreí con
amabilidad. «Raymond Roussel, Impresiones
de Africa», contesté con la irritante suficiencia del que está recibiendo
las primeras impresiones lúcidas de su prolongada abstemia.
«¿Obra o texto?», preguntó de golpe, como si esa
cuestión fuera el ya-no-va-más. «Hipertexto», dije. «¿Sexo o erotismo?»,
preguntó ya desesperado. Le mostré la puerta de salida mientras le decía:
«Cibersexo, ¿está claro?».
Mi amigo, antes de marcharse, dijo que volvería. Quedó
perfectamente retratado. Porque la idea de que volverán la suelen tener
únicamente los posmodernos. Pensé en una frase de R, que hasta entonces no
había entendido bien del todo: «Sólo como modernos podemos aspirar a un futuro
agradable».
en El viento
ligero en Parma, 2008
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