miércoles, septiembre 02, 2015

"Atomka", de Franck Thilliez

Fragmento




Andréi se sobresaltó cuando un pajarraco percutió contra el parabrisas. Luego otro. Llovían pájaros muertos, pequeños estorninos que caían a decenas sobre el asfalto y por doquier en derredor. El químico puso en marcha el limpiaparabrisas y aceleró hacia Pripyat, que debía atravesar antes de dirigirse hacia el Oeste.

Había visto cómo se construía la ciudad. Barrios residenciales, buena calidad de vida, un tiovivo y autos de choque para los chavales. Hoy ofrecía un aspecto de pesadilla. La población había sido evacuada a Moscú tres días antes gracias a mil autobuses procedentes de Minsk, Mogel y Moguilev. Por las calles, brigadas de cazadores con el rostro cubierto por un chal disparaban contra los perros y los gatos, pues se había prohibido a los propietarios llevárselos consigo, ya que las partículas presentes en el aire se adherían al pelaje con enorme facilidad. Había soldados que regaban los techos secos de las casas y frotaban las paredes con cepillos, mientras otros revolvían la tierra de los jardines y la cubrían con tierra más profunda. «Una lucha contra lo invisible, unas tareas completamente inútiles», pensó Andréi. En las puertas de las casas se sucedían inscripciones en cirílico grabadas sobre la madera: «Perdón», «Familia Bandajevski», «Volveremos» o incluso «Es nuestra única riqueza, no estropearla». Andréi no se atrevió ni a imaginar el infierno que viviría esa gente, que ya había conocido la Ocupación y la represión estalinista. ¿Qué sería de ellos, privados de su bien más preciado? No volverían al cabo de cinco días, como les habían prometido. No volverían a ver sus casas.

A la salida de la ciudad, Andréi vio un animal de carga en medio del campo, completamente cubierto con una manta de piel, como si ese caparazón pudiera protegerlo del veneno que se esparcía en la atmósfera. Una anciana, encorvada, también envuelta en pieles, lo seguía. A buen seguro se habría escondido en el momento de la evacuación. En unas semanas, sin medicamentos, sin atención médica, estaría muerta.

El ruso crispó los dedos en el volante y se deshizo de las plumas pegadas al limpiaparabrisas a golpe de chorros de agua. Al día siguiente de la explosión, contra su voluntad, lo enviaron allí, como a la mayoría de físicos y químicos de renombre. Lo obligaron a sobrevolar el lugar del accidente para hallar soluciones. En el aire, todos los aparatos se habían estropeado e incluso las fotos disparadas con Polaroid no eran más que rectángulos negros. Al acercarse al máximo a la central, Andréi incluso se sorprendió al dejar de oír el rugido de las palas del helicóptero, como si súbitamente se hubiera vuelto sordo.





2012










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