Escribía, pero sin publicar ni una sola palabra desde
hacía más de cuatro décadas. Respiraba, pero apenas existen pruebas mediáticas
de sus constantes vitales desde que a principios de los 80 concediera su última
y furtiva entrevista. J. D. Salinger, autor clave de la literatura
contemporánea, guardaba su intimidad con un celo rayano en lo enfermizo. El
fantasmagórico escritor neoyorquino, artífice de la inolvidable El guardián entre el centeno, vivía su
refugio de Cornish, inmerso en la impenetrable aura de enigma y reclusión que
lo ha rodeado siempre. En esta pequeña localidad murió a los 91 años.
Uno de los pocos paréntesis en su perpetua huelga de
sociabilidad se produjo en 1974, cuando Salinger concedió —vía telefónica— una
insospechada entrevista a Lacey Fosburgh, para The New York Times. En aquella conversación, el escritor revelaba:
"me gusta escribir. Vivo para escribir. Pero escribo para mí mismo y para
mi propia satisfacción. No publicar me reporta una maravillosa sensación de paz.
Publicar es una terrible invasión de mi privacidad. Sólo intento protegerme a
mí mismo y a mi trabajo".
Esbozar un perfil de Salinger es tan arriesgado como
pintar “La Gioconda” entre tinieblas. Es conocido que en 1942, poco después del
bombardeo japonés en Pearl Harbor, se ofreció como voluntario para entrar en
combate. En un primer momento, el Ejército lo rechazó a causa de una afección
cardíaca, pero su intervención en la guerra terminó siendo destacada.
Salinger participó en el desembarco en Normandía y en
la subsiguiente liberación de Francia, donde conocería a Sylvia, su primera y
efímera esposa. Ella era funcionaria del Partido Nazi, y se enamoraron después
de que Salinger la detuviera. El matrimonio se rompió al cabo de apenas unos
meses, los que tardó el escritor en aborrecerla hasta la médula. Para entonces,
su apellido ya empezaba a pronunciarse con cierta veneración en los círculos
literarios norteamericanos. Prestigiosas revistas como The Saturday Evening Post o New
Yorker habían publicado alguno de sus relatos cortos, piezas que permitían
atisbar las hechuras de su demoledor debut novelístico: El guardián entre el centeno, de 1951.
Una obra maestra
perseguida por la polémica
El libro congela en el tiempo retazos de la juventud de
Holden Caulfield, adolescente rebelde que constituye, sin duda, uno de los
personajes más emblemáticos jamás creados en literatura. Su huida de fin de
semana a Nueva York, su frustrada tentativa de contratar a una prostituta o sus
destellos de incipiente madurez atormentada vertebran una fábula urbana que
fusiona inocencia y sordidez de manera tan cruda como irresistible.
Aquella primera y última novela catapultó a Salinger a
la fama, y le ha servido para perpetuar su reputación cautivando generación
tras generación a innumerables lectores. Un cuarto de siglo después de su
publicación, la obra continuaba facturando 250 mil ejemplares en EE.UU., y,
actualmente, un ejemplar de la primera edición se cotiza a más de mil dólares
en eBay. Celebridades como Bill Gates, Winona Ryder o Pete Sampras la citan
como su novela favorita, un rasgo que comparten con nueve de cada diez
desequilibrados mentales y psicóticos en potencia.
La leyenda urbana, más que unos datos fiables, es la
que otorga solidez a esta poco rigurosa estadística. Pero se antoja complicado
ignorar que Mark Chapman, asesino de John Lennon, llevaba una copia de El guardián entre el centeno cuando fue
arrestado. Ya en prisión, Chapman no se cansaba de recomendar la lectura del
libro, pues "ayudaría a muchos a entender lo que pasó".
A crear el halo macabro que hoy rezuman las páginas de
la obra también contribuyó un lector como John Hinckley, actualmente retenido en
una institución psiquiátrica. Este sujeto vivía obsesionado con Jodie Foster, a
quien acosaba y cuya atención trataba de acaparar desesperadamente. En 1981,
Hinckley intentó asesinar al presidente Ronald Reagan para impresionar a la
actriz.
En cierto modo, no es de extrañar que semejante carta
de presentación le supusiera a El
guardián entre el centeno la etiqueta de libro maldito. No faltaron en su
momento las peticiones de censura, aunque la novela es hoy en día lectura
obligatoria en muchos institutos estadounidenses.
Tras esta letal estocada de prodigiosa narrativa,
Salinger profundizaría en sus talentos con Nueve
cuentos, una recopilación de magistrales relatos que llegó a las librerías
en 1953. Habría que esperar hasta 1961 para la publicación de Franny y Zooey y dos años más para Levantad, carpinteros, la viga maestra y
Seymour: una introducción.
El escritor que no
publica
Y después, el vacío. Más de 40 años de silencio en los
que no publicó absolutamente nada. La localidad de Cornish, en el estado de New
Hampshire, fue el lugar elegido por Salinger para su retiro de la vida pública,
un aislamiento en el que se entregó a la meditación zen antes de que el budismo
se pusiera de moda.
En 1955 se había casado con Claire Douglas, de la que
se divorció 12 años más tarde. Entonces, el hombre que admiraba a Melville y
menospreciaba a Hemingway o Steinbeck se volvió todavía más huraño. Los rumores
sugerían que Salinger siempre estaba presto a recibir visitas indeseadas
descorchando su escopeta.
Y seguro que no le faltaron ganas de administrarle una
dosis de pólvora a Paul Adam, el fotógrafo que a traición y a la salida del
supermercado inmortalizó a Salinger, en la única imagen que existe del autor
aparte de unas pocas correspondientes a su juventud.
Buena parte del atractivo de Salinger radicaba
precisamente en ese carácter hermético e inaccesible que contadas personas
lograron derribar. El autor sólo había concedido una entrevista, a una joven de
16 años que trabajaba para un periódico escolar, antes de autorizar la ya
mencionada conversación con Lacey Fosburgh.
Fobia a las entrevistas
La otra fémina que logró doblegar la resistencia de
Salinger fue una tal Betty Eppes, reportera del The Baton Rouge Advocate. Eppes consagró sus vacaciones estivales
de 1980 a asediar a Salinger. Le dejó un mensaje en la estafeta de correos asegurando
que no era una vulgar periodista, sino una escritora principiante interesada en
intercambiar puntos de vista sobre literatura. Por supuesto, y aunque este dato
queda nuevamente envuelto en los difusos contornos del mito, tampoco olvidó
mencionar que era una pelirroja alta y de ojos verdes. Y es que las mujeres
parecían ser una de las debilidades de Salinger.
Sea como fuere, Eppes logró arrebatarle a Salinger un
par de fotos borrosas y con gafas de sol y una serie de respuestas
insustanciales. La periodista le envió a Salinger una copia del artículo que
finalmente se publicó, y la réplica de él fue, cómo no, desconcertante: un
pedido de dos mochilas escolares envueltas en papel de regalo y que, tal y como
anunciaba el New Yorker del mes,
debían ser enviadas desde Dinamarca a cambio de 16 dólares. Inexplicable.
Las memorias de la
discordia
Más enérgica fue la réplica de Salinger al intento de
Ian Hamilton de publicar una biografía del escritor, conato paralizado por un
tribunal en 1987. Lo que no pudo evitar Salinger fue el lanzamiento, en los 90,
de dos libros escritos, uno por su ex amante, Joyce Maynard y otro por su
propia hija, Peggy Salinger.
Ambas obras coinciden en reseñar la misoginia y las supuestas
depravaciones del autor. Su hija, concretamente, dedicaba pasajes enteros de El guardián de los sueños a describir la
afición de Salinger por las “nínfulas”, sus flirteos con la Cienciología, su
adicción a la telebasura, las palizas a su esposa o su hábito de beberse su
propia orina.
Al filo de la irrealidad, en los confines limítrofes de
la paranoia y el genio, J. D. Salinger continuaba garabateando letras y
abasteciendo sus polvorientas estanterías de historias inéditas. "Mi
intención no es necesariamente publicar a título póstumo", aseveraba en su
entrevista con Fosburgh.
en El mundo, enero 2010
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