En
las cortinas el viento elabora palabras delicadas
y
es como si a través de la seda se volviera visible lo invisible.
La
ciudad se ha reducido a un murmullo lejano.
El
día es gris. La calle se ha tornado más larga. Volteo
y
la veo andar como si nada sucediera,
como
si todo fuese cotidiano, como si su espalda y mi boca
hubiesen
pronunciado discursos semejantes.
Ella
no me presiente. Me confunde
con
la brisa sombría que baja desde el frío, no voltea,
no
mira la silueta que atrás, en la ventana,
retrocede
hacia un sitio repleto de temblor y de invierno.
Ahora
vemos pasar una misma paloma sobre los mismos autos.
Escuchamos
un trueno lejano. Bajo el trueno, la lluvia.
Su
rostro recreado en mis ojos es como el alba recreada
en
los ojos del hombre primigenio: algo sin nombre, puro
como
solo el primer asombro puede serlo.
Ella
se ha detenido. Se acurruca y sus duras pantorrillas,
blancas
como conejos muertos blancos, me mostraron el brillo
de
algo largamente deseado y no alcanzado.
¿Qué
se detuvo a recoger? ¿Qué sostiene en la mano y observa
como
quien observa la fotografía encontrada mucho después,
en
un cajón perdido, de alguien que ha sido muy amado?
Ya
camina otra vez. El día es gris. Se dirige al poniente,
ese
sitio implacable donde todo concluye y donde toda
medida
de la luz llega a enfrentarse con la sombra.
La
veo marcharse calle arriba como quien ve su propia alma
abandonar
su cuerpo y ascender y perderse.
¿Por
qué no dije nada cuando sé exactamente
lo
que debí decir? ¿Cuántos años de espera me acompañan?
El
azar o el destino abrió frente a nosotros caminos diferentes.
La
he esperado durante mucho tiempo.
Una
mano de niebla ha destruido en mi boca toda palabra única.
Su
nombre es ese frío que baja en mi garganta.
en La ciudad, 2011
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