jueves, julio 02, 2015

"Carta adolescente escrita cerca de los treinta", de Magdalena Camargo

O canción para pedir disculpas por la distancia




A veces llega una temporada

cuando los árboles pierden todas sus hojas
y un humor enfermo brota de la tierra.

Es entonces cuando emergen esos seres
que no emiten más nada que gruñidos,
porque no pueden entender y desprecian todos los demás lenguajes.
No conocen otra luz que no sea el reflejo de sus fauces en el agua,
y creen que solo se hacen grandes en su sombra,
y se imaginan poderosos solo en su medida
y en la extensión de lo que cubre.

Y de pronto toman cuanto quieren.

Lo único valioso es aquello que se toca, lo tangible,
lo que ha sido arrebatado con violencia.
Lo indomable,

lo puro,

lo salvaje,

debe renunciar a resistirse y es aniquilado.

Llega un momento en el que incluso la naturaleza parece contagiarse,
resignarse a una suerte de silencio,
donde poco importa que se extinga lo genuino
y la belleza.

Debo ser sincera.

En esas épocas pierdo la esperanza.

Me entristecen las frutas sin semilla,

el vacío de las cosas,

la repetición de la amargura,

el plástico,

la ignorancia.

Me canso.

De algún modo yo también me rindo.
Entonces me vuelvo un poco topo y cavo tan profundo,
tan hondo como puedo.
Paso los días rodeada solo de raíces,
lejos del mundo que arriba, en algún lugar, transcurre;
ajena a toda esa injustica que detesto.
Me olvido del tiempo que se mueve,

y la voz de los que alguna vez supieron de mi nombre
comienza a esfumarse poco a poco.

Me muerdo los labios, hasta que dejan de llamarme.
Y sucede lo que siempre hemos dicho que sabemos,
pero muy pocas veces contemplamos: la rueda gira en nuestra ausencia.
Y ahí en la simpleza de una madriguera lo comprendo,
sin dolor, sin rabia ni alegría.
Y por primera vez, después de mucho,
el mañana no es una batalla,

la agitación se desvanece, puedo pronunciar la calma,
y algo semejante a la paz se acurruca en lo poco que perdura.

Solo después de mucho, decido que ha pasado suficiente,
que finalmente ha llegado el tiempo de volver.

Es cierto, en el bosque sigue rondando lo sombrío,
pero, a pesar de la hostilidad y la crudeza,
hay de pronto un gesto que despierta.
Y parece que el asombro es posible todavía,
que aún hay alguien que lo espera.

Y brota otra vez la caracola porque aún hay alguien que la escucha,
que se arriesga a cerrar los ojos
y a creer en la permanencia de las olas.
Y a cierta hora, la rareza ya no es una herida
y las nubes descubren esas montañas, que se levantaron
para los que fueron llamados a no andar sobre las huellas de los otros.

Y sonrío, sonrío nuevamente.
Deseo.

Quiero que amanezca,

y eso para mí es un nuevo modo de locura.

Por eso hay algo que he escrito en lo más hondo de una cueva
            para no olvidarlo nunca:
aunque tarde, la primavera siempre vuelve,
pero la primavera también es dura.



en Poezja, 2015


















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