A principios de los noventa, cuando me vi sin un
centavo, empecé a pedirle prestada la casa a otra gente. La primera en la que
me instalé era de un profesor de mi universidad. Su mujer y él temían que su
hijo, un estudiante universitario, organizara fiestas en su ausencia, y por
tanto me instaron a considerar la casa mi hogar privado y exclusivo. Eso
suponía en sí mismo un esfuerzo, ya que en una casa prestada, por definición, los
armarios contienen abrigos ajenos, el refrigerador está repleto de aderezos
ajenos, el desagüe de la ducha está atascado por pelos ajenos. Y cuando, como
era inevitable, el hijo apareció por allí y empezó a corretear de aquí para
allá descalzo, y luego invitó a sus amigos y estuvo de juerga hasta altas horas
de la madrugada, me sentí asqueado de impotencia y envidia. Sin duda yo debía
de parecer un espectro repelente, porque una mañana, en la cocina, sin que le
dijera una palabra, el hijo alzó la vista del tazón de cereales fríos y
brutalmente me puso en mi sitio: «Esta es mi casa, Jonathan».
Pocos veranos después, cuando estaba peor aún que sin
dinero, pedí prestada una majestuosa casa de estuco, propiedad de dos amigos
mayores que yo, Ken y Joan, en Media, Pensilvania. Mi sesión orientativa tuvo
lugar ante unos martinis por los que Ken reprendió a Joan con delicadeza,
diciéndole que los había «maltratado» con hielo semifundido. Me senté con ellos
en su terraza trasera cubierta de musgo mientras enumeraban, con una especie de
sosegada resignación, los problemas de la casa. El colchón de espuma del
dormitorio principal se desmenuzaba y se hundía; sus hermosas alfombras estaban
quedando reducidas a polvo por una plaga de polillas al parecer imparable. Ken
se preparó un segundo martini y luego, dirigiendo la vista a una parte del
tejado que tenía goteras, pronunció un discurso de recapitulación que me
ofreció un inesperado destello de cómo podría yo vivir más felizmente, una
visión de liberación potencial del opresivo sentimiento de responsabilidad
económica heredado de mis padres. Sosteniendo su martini con despreocupación,
Ken dijo pensativamente a nadie en particular: «Siempre hemos vivido por encima
de nuestras posibilidades».
Lo único que tenía que hacer para ganarme la estancia
en Media era cortar el césped del extenso jardín de mis amigos. Como ésta
siempre me ha parecido una de las actividades humanas que más inducen a la
desesperación, siguiendo el ejemplo de Ken en cuanto a vivir por encima de las
posibilidades de uno, fui aplazándola y no segué el césped hasta que estaba tan
alto que tenía que pararme y vaciar la bolsa de hierba cortada cada cinco
minutos. La segunda vez la aplacé aún más. Para cuando me decidí, un numeroso
clan de avispones de los que anidan bajo tierra había colonizado el césped. Con
un cuerpo del tamaño de una pila AA, poseían un sentido de la propiedad incluso
más agresivo que el del hijo de la primera casa que me habían prestado.
Telefoneé a Ken y Joan a su casa de veraneo en Vermont, y Ken me dijo que
después de oscurecer, cuando los insectos dormían, debía acercarme a los nidos
de avispones uno por uno, echar gasolina en los agujeros y prenderles fuego.
Yo poseía sensatez suficiente para temerle al
combustible. La noche que me aventuré a salir al jardín con una linterna y una
lata de gasolina, me cuidé de tapar la lata tras verter la gasolina en el nido
y de llevármela a cierta distancia antes de volver para echar una cerilla
encendida en el agujero. En algunos nidos oí débiles y lastimeros zumbidos
antes de desatar el infierno, pero mi empatía con los avispones sucumbió al
placer pirómano de las explosiones y la satisfacción de eliminar a los intrusos
de mi casa. Al final, me descuidé con la lata de gasolina y no me molesté en
taparla entre matanza y matanza, hasta que llegó el momento en que un fósforo se
negó a encenderse. Mientras lo frotaba contra la caja, una y otra vez, y luego
buscaba otro fósforo, los efluvios de la gasolina retrocedían invisiblemente
pendiente abajo hacia el lugar donde había dejado la lata. Cuando por fin
conseguí incendiar el nido y correr, me vi perseguido y adelantado por un río
de llamas que se apagó justo antes de llegar a la lata. Estuve una hora sin
dejar de temblar. Casi me había quedado sin casa incendiándola yo mismo, una
casa que ni siquiera era mía. Por modestas que fueran mis posibilidades, al
final parecía preferible vivir dentro de sus límites. Nunca más volví a cuidar
de la casa de nadie.
en Más afuera,
2012
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