(Extraído de un reportaje de la revista
"Recua")
En el rostro de
Ernesto Esteban Etchenique siempre campea una sonrisa de beatitud. Su mirada
es clara y transparente. Y sus manos, frágiles manos, parecen dibujar en el
aire el gesto de una caricia. Es un hombre sencillo, al punto que sería difícil
reconocer en él al autor de tantas y tantas frases maravillosas, pletóricas de
intención y sabiduría.
Ernesto Esteban
Etchenique es, por sobre todas las cosas, un hombre sensible. Sus ojos se
llenan de lágrimas con una facilidad conmovedora. El simple hecho de contemplar
una puesta de sol, el vuelo de un ave, el alejarse de un ómnibus o bien, la
sombra de una guía telefónica proyectada sobre una pared, obtiene el milagro,
repetido milagro, de que sus pupilas se empañen y sus labios se vean
estremecidos ante la inminencia del llanto.
—A veces pienso que
mi audacia no tiene límites —nos sonríe, pícaro— cuando me atrevo a incursionar
en un género que ha sabido de maestros tales como Antonio Porchia y otros. Con
mis aforismos, con mis humildes aforismos, con estas despojadas frases que
reúno con paciencia de orfebre, no es mucho lo que pretendo. Es mi intención,
tan sólo, brindar a mi semejante, al ser humano, la llave que le permita acceder
al Esclarecimiento Definitivo, a la Verdad Eterna.
Y para ello,
Ernesto Esteban Etchenique ha elegido uno de los rumbos más difíciles y
sacrificados: el del cultivo de los aforismos. Ese permanente afán de captar lo
medular, de resumir en dos palabras, en tres a lo sumo, en cinco si hacen
falta, el inmenso y complejo sentido de la Vida. Esa vocación por construir con
lo mínimo, asceta de la literatura, una catedral maravillosa de ideas, de sentires,
de mensajes.
—Yo entiendo que no
es fácil para el lector común —reconoce a "Recua" Ernesto Esteban
Etchenique— llegar a captar, en frases tan concisas, tan desprovistas de oropel,
tan primarias, ese contenido que abre ventanas, que agranda horizontes, que
genera creación...
Ernesto Esteban
Etchenique no puede continuar. Un acceso de llanto lo dobla sobre sí mismo.
Comprendemos que no será posible continuar la entrevista con el literato. No
sólo deberíamos vencer su particular introspección, su resistencia a hablar
sobre su persona y su obra, sino que, ahora, lo advertimos transido ante la
emoción que le produce la visión de las pilas de nuestro grabador. "Recuerdan,
y olvidan que recuerdan", nos ha regalado.
Debemos buscar
nuevos rumbos para nuestra nota y Angelita, su compañera de toda la vida, su
mujer-novia-madre, es quien acepta aportar una anécdota que colaborará a que
el lector de "Recua" pueda formarse una imagen más precisa y total de
Ernesto Esteban Etchenique.
—Conocí a Ernesto
en una Feria del Libro —nos relata con una voz que descubre su emoción— allá
por el año 45. A pesar de que él era aún muy joven, yo ya sabía de su fama y
de su talento. Había leído de él algunos artículos, poemas cortos, sonetos, en
la revista "Albor". También había leído sus primeros aforismos, sin
saber que eran aforismos, yo suponía que eran títulos de libros anteriores. En
mi disculpa, hay que considerar que era apenas una niña, no había cumplido 17
años y los 17 de aquella época no eran los 17 de ahora. Aun así, pese a mi
proverbial timidez, reuní valor, todavía no puedo entender cómo, y me decidí a
hablarle. Recuerdo que recurrí a una excusa tonta: le pregunté, fingiendo ser
redactora de una revista estudiantil, qué pensamiento, qué conclusión le
motivaba la feria, aquel cenáculo del saber, aquel ámbito de erudición y cultura.
Ernesto me miró, recuerdo, y por largo tiempo no contestó. Sin duda, estaba
buscando en su cerebro aquella frase justa, sin aditamento ninguno, aquellas
pocas palabras que reflejaran plenamente en una reflexión exacta toda esa
cosmogonía literaria. Me acuerdo que me hizo un gesto para que yo aguardara,
luego tomó un lápiz y en un pequeño papelito escribió dos palabras, sólo dos
palabras. Dobló el papelito y, siempre sin decir nada, me lo dio. Yo me fui a
mi casa, apretando ese papelito en un puño como quien aprieta un tesoro, sin
atreverme a abrirlo. Ya en la soledad de mi pieza, abrí el papel y decía:
"Estoy afónico". Allí comprendí que aquel hombre maravilloso
necesitaba de alguien que le tejiese una bufanda.
Aforismos de Ernesto Esteban Etchenique
—El perro es perro.
Y no lo sabe.
—Mientras más sé,
menos sé. No sé.
—¡Já! ¡Qué estúpida
es la astucia!
—Quiso ser eterno.
Y fue técnico electricista.
—La mentira se ríe
de la verdad. Pero su risa es falsa.
—Escupir hacia
arriba, sin mancharse uno mismo. ¡He ahí la verdadera ciencia!
—No juzgar a los
hombres por sus actos. Condenarlos.
—El necio no sabrá
apreciar ni el sabor de una flor ni el olor de una fruta.
—Decimos: "Haz
como la hormiga, que trabaja todo el día." ¡No sabemos cuan jóvenes
mueren!
—El árbol se ríe
del hacha. Así le va.
—Si todos los
hombres del mundo se tomasen de las manos... ¡Cuán larga sería esa fila!
—Alegra ver caer
las gotas de lluvia. Pero ellas se destrozan contra el suelo.
—Piensa un minuto y
serás justo. Piensa una hora y se te hará tarde.
—Quieres vivir todos
los días. Ya aburres.
—¿Acaso el Universo
no es de todos? ¿Qué esperas para arrancar un tomate?
—La paciencia,
espera. La virtud, observa. El pato, parpa.
—Se puede hacer una
armadura con papel. Pero no te pelees.
—El aire está en
todas partes y nadie le dice nada.
—Todo lo que puede
depararte la vida, de ahora en más, es basura.
—El hijo de la
Sabiduría y el Honor, ya camina.
—Llamamos flor a la
flor, pero la flor no sería flor, si fuera la flor por nosotros llamada.
—Si un hombre es
pobre de espíritu, sucio, ruin y maloliente, no valen por él ni estas líneas.
—La virtud del
virtuoso, la envidia el oso.
—El fruto de la
codicia es amargo. Pero no hay otra cosa.
—El oído quisiera
ver y el ojo, oír. ¿Quién los entiende?
—Todo aquel es
quien pudiera no haber sido, de serlo antes.
—La perfección es
obsesiva. Y eso es un defecto.
—El sabio, en su
sabiduría, no ve el alud que lo sepulta.
—También el rudo
buey fue débil cordero.
—Una vida más
larga... ¿Acortaría la Muerte?
—Amigos son los
huevos, que están en el mismo nido y nunca se regañan.
—Me descalcé en la
oscuridad. Y pisé algo.
—No es el pañuelo
quien se engripa.
—No intentes
demostrarme tu escepticismo. Yo no te creo.
—No es más ágil el
atleta que quien se cae de un árbol.
—No te mueras
nunca.
—El muerto se ríe
del degollado. Y éste, de su trabajo.
—La maza castiga el
yunque. Algo habrá hecho.
—Haz como el
beduino, que arma su tienda y no se queja.
—Si tu mejor amigo
te incrusta un puñal en la espalda... desconfía de su amistad.
en Nada del otro mundo y otros cuentos,
1998
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