A Micheline y Jean Marie Saint Lu
A Remigio González le había dicho su padre, cuando
le despidió allá en su Lima natal, que no se anduviese con cuentos en París,
que le sacase un enorme provecho a su beca para estudiar cooperativismo, y que,
por encima de todo, mucho pero mucho cuidado con pescar una gonorrea en
invierno. "Hijo mío —le había concluido su padre a Remigio González, hablándole
de hombre a hombre y abrazándole entre paternal, brutal, y los hombres también
lloramente, ante la puerta de embarque número cinco del aeropuerto de Lima—. No
olvides, mijito mío de mi alma, que yo soy la voz de la experiencia y que también
viví mi París de soltero, allá por el año veinticinco. Y créeme que un invierno
en París es cosa seria y que con gonorrea el asunto se pone ya de necesidad
mortal. Y recuerda siempre que, por más de la puta madre (con el perdón de aquí
tu señora madre) que esté una franchutita, en el fondo de su alma no es más que
una puta. Y jamás olvides que la piba más bella del barrio latino terminó
convertida en una madame Ivonne, en Buenos Aires, según canta en un tango el
inmortal Carlitos Gardel, que de minas francesas supo casi tanto como Dios,
porque, además, nació en Toulouse de Francia. Todas, mijito, dan muy mal pago y
gonorrea. Y todas, todititas, son como la Brigitte Bardot esa, que mucho
acentito lindo y mucho pimpollo y pepa de mango, pero que de BB nada y de PP
todo".
Después, el padre de Remigio González le cedió la
palabra, el último abrazo, el beso conmovedoramente prolongado y el llanto a
mares, a aquí tu señora madre, que ante la puerta de embarque y última llamada
número cinco del aeropuerto de Lima sólo atinó a desgarrarse aún más, aunque
logrando a pesar de todo exhalar un lamentable y último suspiro de limeña.
Consistió éste en la promesa eterna de llevar el hábito color morado del Señor
de los Milagros cada mes de octubre, porque en octubre se estaba embarcando
suijito, y porque el Señor de los Milagros no le fallaba nunca a nadie y era el
Cristo moreno y patrón de la ciudad de Lima, también llamada Ciudad Jardín, por
entonces, algo que en la altamente tugurizada Lima que se fue, de hoy y de
Chabuca Granda, resulta ya totalmente imposible y suena más bien a insulto de
extranjero indeseable.
Soplaban vientos de otoño, de 1964, y de Charles
Aznavour cantando La bohème y Comme c’est triste Venise, cuando entre
varios centenares más de latinoamericanos de ambos sexos y del más amplio
espectro y aspecto (cholos chatos, multiformes y todoterreno, mulatos alegres
al principio, pero luego los peores para aguantar inviernos de comida sin
picante y lontananzas sin ritmos patrios, una minoría negra, entre serena,
virreinal y muy en su lugar, o sea, sólo por encima del indio, ningún indio de
mierda, un pelirrojo como Dios manda, arios bajo sospecha y un millonario de
verdad, que quería empezar de cero, como empezó su padre), Remigio González
ocupó por primera vez su lugar en la cola del edificio Chatelet, donde chicas y
chicos españoles y latinoamericanos cobraban mensualmente la beca del gobierno
francés.
El era el pelirrojo de verdad. Y era tan alto y
pelirrojo y fornido que ya casi no parecía un latinoamericano, sino un actor de
Hollywood años cincuenta representando el papel de Un americano en París. Pero,
no, qué va. A Remigio González, a pesar de la gonorrea mortal de su padre y del
hábito desgarradoramente morado de su señora madre, su alma—corazón—y—vida lo
delataron como un gran seductor made in Perú y muy años sesenta, o sea, ya casi
decimonónico, en el preciso momento en que llegó a la ventanilla de pago y la
funcionaria de turno —que no estaba nada mal para ser una funcionaria de turno
y porque en tiempo de guerra todo hueco es trinchera y La bohème, la bohème..., de Charles Aznavour—, con el fin de ubicar
el sobre con sus miserables cuatrocientos ochenta francos mensuales, le preguntó
su nombre, nacionalidad y la rama del saber que lo había traído a Francia.
Sintiendo y tarareando el orgullo y la felicidad de ser peruano, de haber
nacido en esa hermosa tierra del sol, donde el indómito Inca, prefiriendo
morir, legó a su raza la gran herencia de su valor, etc., etc., y con su mejor
espíritu de futbolista peruano con camiseta patria en estadio extranjero,
Remigio González untó su voz con miel de abejas y néctar de dioses, y se
presentó:
—La bohème,
la bohème, mamasel mamacita. My name
is Remi, aunque solo para ti soy made in Perú, de pies a cabeza, y mi
especialidad en el saber es la de latin
lover, pero latino, además, lo cual es, como quien dice, un primer valor añadido...
El iba a agregar mucho más, el inefable, caduco y
lamentable Remigio González iba a preguntarle a qué hora salía del trabajo
mamasel mamacita, cuando la funcionaria le rompió en sus narices el sobre con
sus cuatrocientos ochenta francos del alma y del mes, a gritos se lo rompió,
además, llamando a su jefe y éste luego a la policía, por si las moscas,
mientras en la cola enfurecían los españoles porque ya basta de tanta espera
por el pelirrojo ese de eme, coño.
Entre los latinoamericanos, en cambio, nació al unísono
la más alegre solidaridad anti Remigio González cuando una panameña
desenfadada, de buen ver y mejor estar en este mundo, gritó, autoritaria y
lideresa: "¡Qué cobre el que sigue y que viva el mambo de Pérez Prado. Y
usted, compadre made in Perú, lo menos que agarra este mes para dormir y comer
es un muelle del Sena by night, o sea, que mucho ojo con los clochards, que
también los hay del otro equipo!". La verdad, hasta Simón Bolívar habría
aprovechado ese momento de total concordia latinoamericana para crear un gran
estado fuerte y unido al sur del río Grande.
"Alfredo Bryce" —me dije, lo menos
bolivarianamente que darse pueda, y profundamente triste, mientras observaba el
avergonzado y solitario caminar de cabeza gacha con que Remigio González
abandonaba al edificio Chatelet. "Alfredo Bryce" —me repetí,
abandonando enseguida mi lugar en la cola para acercarme al pelirrojo más
derrotado que he visto hasta hoy en mi vida. Pero que hay gente que hasta la
muerte es como Remigio González, aprendí en aquella oportunidad, cuando al acercarme
y presentarme pude comprobar que hay individuos que, por decirlo de alguna
manera, se crecen ante la adversidad cuando tienen ante sí a un tipo aún más
imbécil que ellos. Remigio González no sólo me dejó con la mano tendida, sino
que pegó un escupitajo que me rozó un zapato, olvidó por completo y para
siempre que acaba de portarse como un imbécil y, recuperando la totalidad de su
metro ochenta y cinco y el esplendor rojo de su engominado pelo, cruzó la calle
como quien cruza un baile limeño muy 1960 para matar a una hembrita con sus
andares y su mirada, y partió hacia un millón de conquistas amorosas.
Volví a entrar al edificio, y me disponía a
ubicarme al final de la cola cuando un español me dio la voz y me dijo que me
había estado guardando mi lugar, delante de él, en esa cola.
—Mi nombre es Antonio Linares —me dijo—, y vengo de
Málaga a estudiar sociología. Debo confesarte que llevo un buen rato observándote
y que eres el único aquí que no se ha pasado todo el rato mirándole el culo a
las mujeres. ¿Cómo te llamas?
—Bryce... Alfredo Bryce... Muchas gracias por
guardarme el sitio.
—Nada, hombre... ¿Peruano?
—De Lima, sí. Y he venido a estudiar literatura
francesa.
Antonio Linares fue mi primer amigo en París. Y fue
también mi maestro. Y aunque con el tiempo el hombre se politizó en exceso y sólo
vivió para su causa, siempre hizo una risueña excepción conmigo, como si aquel
fracaso mío con el cretino de Remigio González le hubiese abierto una pequeña
brecha en el corazón de paredón que reinaba entre la izquierda de aquellos años.
Me refiero, claro, a los hispanohablantes, a los españoles y, sobre todo, a los
latinoamericanos. Mezclado con éstos, y al mismo tiempo no sintiéndome jamás
completamente mezclado con nada, aprendí que era gente peligrosa por un hecho
fundamental: porque es malo creer en una sola idea, sobre todo en el caso en
que se tiene una sola idea.
En fin, como el semanario que todos leíamos en
aquella época, Le Nouvel Observateur,
muy pronto me descubrí convertido en una suerte de nuevo observador, a menudo
condenado a fracasos como el que había experimentado sólo por apiadarme de
Remigio González. Y entonces parecía un espectador taurino que, en el medio de
la más apoteósica faena, descubre que a la roja y grave muleta del torero le
falta un pespunte y que, en cambio, la capa trae una alegre y hermosa perfección
que le permite al matador ejercer con plenitud la personificación de su arte, o
sea, aquello que Joselito llamó el estilo y que, según él, no era otra cosa más
que la gracia con que se viene al mundo.
Por todo ello puedo decir, hoy, que al inefable
matador de hembritas parisienses Remigio González le faltó siempre un pespunte
y que nunca me cansé de observarlo. En otoño llevaba siempre un impermeable a
lo Albert Camus y Humphrey Bogart, y esquineaba por todas las calles del barrio
latino, poniéndose en marcha, eso sí, no bien pasaba una mamasel mamacita digna
de que él pusiera en funcionamiento la estudiada y presumida ciencia del
enamoramiento que allá, en su Lima de barrio chico y cortas miras, le había
resultado tan exacta como infalible. Yo conocía sus itinerarios preferidos y me
dedicaba a observarlo con tanta curiosidad como piedad. ¿Cuál era su error? ¿Cuál
era la razón por la que, una y otra vez, tarde tras tarde y noche tras noche,
abandonara el barrio latino sin una sola presa?
Yo creo que era que ya las muchachas de aquel
momento parisiense y cosmopolita ni lo entendían. Y que poco a poco el altivo
pelirrojo empezaba a parecerse cada vez más un desamparado indio que baja a
Lima desde sus andinas alturas y quiere preguntarnos algo desesperadamente, en
un idioma que le es ajeno. Se ha dicho, y es cierto, que por Lima uno pude
cruzarse con un hombre que acaba de llegar, por ejemplo, del siglo XVI. Pues
eso es lo que creo yo que le ocurría al pobre.
Porque cuando llegó al invierno y Remigio González —que,
dicho sea de paso, jamás pisó el curso de cooperativismo para el que se le había
otorgado la beca— estrenó un abrigo simple y llanamente inenarrable, y se
engominó más que nuca su roja cabellera lacia y dijo más que nunca mamasel y
mamacita y ¿voulezvous un café avec un péruvien
comme moi à París la bohème?, Sin la más remota posibilidad de éxito, él y
su decaída fama de don Juanito —éste era su apodo, desde mediados del invierno,
más o menos—, no tuvieron más remedio que trasladar sus puntos de observación
del devenir femenino al mundo de las hembritas árabes. Y ahí no sólo fracasó,
una vez más, sino que le llegó, además, la noche en que una mancha estudiantil árabe
obró grupalmente, asestándole tremenda paliza por el solo hecho de haber pisado
territorio magrebí.
Y todo esto se debe, cómo no, a que un magrebí es como
un latinoamericano corregido y aumentado, en todo lo que al eterno femenino se
refiere. Los magrebíes respetan tu terreno con ley de hampa donjuanesca y hasta
le hacen serias y respetuosas venias a tu pareja, por más bella y sublime que ésta
sea. Y, ay, por consiguiente, ay de ti si te metes con una falda que les
pertenece. Te aplican la ley del más macho con nocturnidad, alevosía y gran
maldad, y eso equivale a que te caen de a montón magrebí y te dejan bien
pateado en el suelo y convertido en carne de ambulancia.
Y a aquella soberana paliza se debió la prolongada
desaparición del barrio latino, sus esquinas y sus calles, del ya pobrecito
Remigio González, y también su coja y tardía reaparición primaveral en el
bulevar Saint Michel. Dicen que Valle Inclán fascinaba a las mujeres contándoles
mil y una versiones de la pérdida de su brazo. Limitémonos a decir que,
definitivamente, Remigio González no escribió Divinas palabras ni Luces de
bohemia ni nada que se le parezca, ni muchísimo menos tampoco. Y que con la
llegada del verano, y tras un fracaso en el ambiente de las latinoamericanas,
redujo al máximo su campo de acción y ya sólo probó suerte sin suerte alguna
entre sus compatriotas peruanas. Y que se fue de París sin saber absolutamente
nada acerca de París y que en Lima se quedó calvo tan rápido que, hablándole
muy de hombre a hombre, su padre le preguntó si por casualidad no había
sobrevivido con las justas a una gonorrea en primavera o en verano, porque la
gonorrea en el París de 1925 del señor González padre también era menos maligna
y mortal que en invierno.
Yo hubiera pagado por asistir a aquella conversación
de hombre a hombre entre un padre de 1925 y un hijo que regresó del frente de
batalla, en 1965, sin una sola condecoración y sin haber aprendido
absolutamente nada sobre cooperativismo. Pero yo no estaba en Lima cuando
Remigio González regresó de la guerra y perdió lastimosamente su pelirrojez,
muy probablemente debido al clima desalentador y gris en que debió recordar uno
por uno los momentos mil en que no logró disparar un solo tiro en París.
Y eso que era terco como una mula, el lamentable y
caduco Remigio. Esto me consta porque, entrado ya el calor fuerte del verano
parisiense, hizo una última aparición donjuanesca por la rue des Écoles.
Tuve el triste privilegio de cruzármelo en mi
camino y me detuve para verlo avanzar en dirección nada menos que al Panteón,
con unos pantalones que ni un torero soportaría, de tan apretados, y una amplísima
camisa hawaiana de mangas súper cortas y que le colgaba por delante y por detrás
con dos grandes faldellines. Mataba como nunca el asfalto poblado de féminas
con su andar de torero en prostíbulo y de esbirro de dictadura trujillista en
una imaginaria República Dominicana de 1965. Ahí lo dejé, camino al Panteón,
sin que una sola muchacha se dignara pegarle una miradita siquiera a aquel gran
macho del novecientos.
Y seguí caminando por ese barrio latino poblado de
latinoamericanos en el que ya triunfaban un Julio Cortázar, un Mario Vargas
Llosa y un Miguel Ángel Asturias. Y en el que todos los latinoamericanos eran
de izquierda. Sí, todos eran de izquierda. Hasta los de derecha en vacaciones
lo eran. Todos, toditos lo eran en aquel entonces barrio estudiantil por el que
yo continuaba caminando y tarareando una canción que años atrás había dado la
vuelta al mundo, creo:
Pobre
gente de París No la pasa muy feliz...
Con la única excepción de Verita, por supuesto,
que, por decirlo de alguna manera, a París llegó en 1966 para vengar a Remigio
González y volver a izar hasta las nubes el pabellón del eterno seductor
latinoamericano, aunque en una versión bastante actualizada, para decir la
verdad. ¿O qué se han creído ustedes que era Verita? Verita era...
en Guía triste de París, 1999
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