Discurso
pronunciado al recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2003
Sans un idéal inaccesible,
point de
vocation authentique.
Marcel Bénabou
La índole más alta de moralidad
es no sentirnos como en casa en el
propio hogar.
T.W. Adorno
La
concesión de un premio crea una situación inusitada. Quienes lo otorgan están
obligados a creer que su decisión ha sido la óptima. Quienes lo aceptan están
obligados a creer que se lo merecen. Ambos supuestos, en una circunstancia
determinada, podrían ponerse en entredicho.
Estos
discutibles supuestos son aún más dudosos si el premio no se otorga a una
actividad cuyo mérito puede medirse con más o menos objetividad, como el
deporte o la ciencia, sino al dominio de la cultura, las artes y el
pensamiento. En éste, el mérito parece resistir la medición objetiva. En
efecto, parece que, en las artes, el único juicio seguro es el de la
posteridad; con ello quiero decir el juicio emitido dos o tres generaciones
después de que la obra está concluida y su autor ha desaparecido.
Mueve a
la humildad saber que, de todos los libros encomiados, de los libros tenidos
por parte genuina de la literatura, y publicados, digamos, en cualquier decenio
en particular -nunca más de cinco a diez por ciento de las novelas, la poesía y
el ensayo serios publicados en el periodo-, sin duda no más de uno por ciento
en efecto perdurarán, es decir, su interés será permanente, parecerán valiosos,
aún los disfrutarán las generaciones venideras y merecerá la pena leerlos y
releerlos.
Nadie
puede predecir el juicio de la posteridad -que en última instancia es el único que
cuenta- acerca de una obra literaria o artística en particular. Por lo que en
este sentido toda distinción en el ámbito de la cultura sólo puede expresar un
reconocimiento condicional que espera su confirmación o refutación posterior.
No obstante, esos galardones nos parecen menos problemáticos si pensamos que
manifiestan algo más que reconocimiento o fe en los logros de cualquier
escritor o artista. Manifiestan una fe en la propia actividad.
Por lo
tanto, la mejor reflexión que puede hacerse sobre un premio literario
significativo es que afirma la importancia, la gloria (si se me permite una
palabra tan grandilocuente), de la literatura misma. Éstas son al menos mis
reflexiones en ocasión tan destacada, en la que he sido distinguida como una de
las dos merecedoras del Premio Príncipe de Asturias de Letras.
Cuando
pienso en la literatura, en la infinitamente diversa aventura de afanarse con
el lenguaje para contar historias y transmitir el conocimiento profundo en el
que me he anclado, comprometido, durante toda mi vida como persona moral y
consciente, pienso en un amplia escala de valores que en realidad son metas o
modelos con los cuales juzgo mis actividades personales y literarias.
En un
sentido, el empírico o fáctico, la literatura es meramente la suma de todo lo
escrito y tenido por literatura. En otro sentido, el ideal, la literatura es la
suma de todo lo que mejora, enaltece y hace más necesaria la actividad
literaria.
En esta
segunda y más valiosa acepción, la literatura honra -y representa- metas
ideales en sentido estricto. Es decir, nunca alcanzadas del todo. Sin embargo,
son aún más irresistibles y ejercen mayor autoridad como ideales precisamente
porque resulta muy difícil mantenerlos.
Alguien
podría rechazar, como una suerte de enternecedor disparate, lo que me propongo
encomiar aquí. Pero yo no lo veo así en absoluto. Estas normas morales, estos
ideales, no son una ilusión.
Imaginemos
la literatura como una utopía... un lugar en el que imperan los modelos más
encumbrados, casi inaccesibles. Se pueden deducir unas cuantas normas de una
interpretación determinada de la literatura, de la que importa, que sigue
importando durante decenios, generaciones y, en pocos casos, durante
siglos.
Ésta es
mi utopía. Es decir, aquí están los modelos que infiero o me parece que
sustenta la empresa de la literatura.
Uno. Las actividades
literarias (la escritura, la lectura, la enseñanza) son una vocación ideal, una
prerrogativa, más que una simple carrera, una profesión, que se sujeta a las
nociones comunes de "éxito" y al estímulo financiero. La literatura
es, en primer lugar, una de las maneras fundamentales de nutrir la conciencia.
Desempeña una función esencial en la creación de la vida interior, y en la
ampliación y ahondamiento de nuestras simpatías y nuestras sensibilidades hacia
otros seres humanos y el lenguaje.
Dos. La literatura es
una arena de logros individuales, de méritos individuales. Esto implica que no
se confieren premios y honores al escritor porque representa, digamos, a las
comunidades débiles o marginadas. Esto implica que no se hace uso de la
literatura o de los premios literarios para respaldar fines ajenos a ella: por
ejemplo, el feminismo —hablo como feminista—. Esto implica que no se reparten
recompensas a los escritores como medio de pagar consecutivo tributo a la
diversidad de las identidades nacionales. Así es que si los mejores tres
escritores del mundo son, por ejemplo, húngaros, entonces lo ideal es que los
jurados de los premios no se inquieten porque los húngaros reciben demasiados
galardones.
Tres. La literatura es
primordialmente una empresa cosmopolita. Los grandes escritores son parte de la
literatura mundial. Deberíamos leer a través de las fronteras nacionales y
tribales: la gran literatura debería transportarnos. Los escritores son
ciudadanos de una comunidad mundial, en la que todos aprendemos y nos leemos
los unos a los otros. Si consideramos que cada logro literario significativo
es, en última instancia, parte de la literatura del mundo, nos hacemos más
receptivos a lo foráneo, a lo que no es "nosotros". El poder
característico de la literatura es que nos deja una impresión de extrañeza. De
asombro. De desorientación. De que nos encontramos en otro lugar.
Cuatro. Las diversas
pautas de excelencia literaria, en el seno de las literaturas en todos los
idiomas y en la gama entera de la literatura mundial, son una lección cardinal
sobre la realidad y la conveniencia de un mundo que aún es irreductiblemente
plural, diverso y variado. El mundo pluralista actual depende del predominio de
los valores seculares.
Es
posible, desde luego, exponer lo que denominamos modelos de un modo más enérgico,
y acaso más controvertido, como antipatías, como negativas. Así es que, para
enunciar de otra manera lo que acabo de decir:
Uno. Desprecio a los
valores mercenarios.
Dos. Aversión a hacer
uso principalmente instrumental de los escritores; por ejemplo, celebrar a los
autores sobre todo en calidad de representantes de comunidades que se imaginan
marginadas, con el fin de manifestarles su apoyo.
Tres. Cautela ante el
filisteísmo cultural que se encubre con la aplicación de los valores
democráticos en materia literaria. Desconfianza permanente de las afirmaciones
nacionalistas y las lealtades tribales.
Cuatro. Eterno
antagonismo contra las fuerzas represivas y la censura.
Estos
son en efecto valores utópicos. No se han cumplido. Pero la literatura, la
literatura en su conjunto, aún los encarna. Aún estimulan a los escritores. Aún
nutren a los lectores, a los verdaderos lectores. Y es también lo que celebra
todo premio literario importante. Por estos valores me honra que la Fundación
Príncipe de Asturias me haya elegido como una de las galardonadas con este
destacado premio.
España, octubre 2004
No hay comentarios.:
Publicar un comentario