Mi infancia estuvo llena de sonidos que atravesaban
las delgadas paredes de mi cuarto cubiertas con papeles que tenían estampado un
bosque de abedules. Vivía en un bosque de abedules. Por las noches veía en el
techo entrecruzarse las luces de los coches que pasaban por la calle bajo mi
ventana. Escuchaba sonidos y trataba de imaginar sus monstruosos significados y
las acciones que los acompañaban. Escuchaba las anécdotas con las que mi madre
entretenía a sus invitados cuando nuestro padre ya no vivía con nosotros,
cuando hacía fiestas en casa con sus colegas de trabajo, música alta, bailes,
risas, cosas que yo adivinaba por las voces.
En mi sueño, mi madre se puso muy enferma y todo su
cuerpo tenía que ser amputado, quedándole sólo la cabeza. Me pusieron a cargo
de la cabeza y alguien me aconsejó que le leyera a Werich, al que encontré
infinitamente aburrido.
Papá a mi izquierda y mamá a mi derecha. Divididos,
incomprensible e irremediablemente, y entre ellos, en mi mente, yacía una calle
en la que me encontraba sola.
“Tome asiento”. ¿Dónde? ¿En la mesa con los
periódicos? Mamá es la culpable. O papá. ¿Cuántas veces ella ha muerto en mis
sueños? Una vez la aplasté con un bulldozer. Y sobrevivió. “¡Dale mis respetos
a tu mamá!”. “¿Por qué?”. Mamá era la culpable, no mi papá, ella era la más
fuerte. En mi memoria trataba en vano de encontrar alguna justificación para
él: sus palabras, un adiós, nada de eso. Por eso, de ahora en adelante, siempre
me voy a sentir avergonzada de lo que haga.
“¿Discutiendo de nuevo?”. Estoy parada en el portal,
la chica testigo de sus conflictos, que, para ellos, no entiende nada, y que
nunca es consultada sobre nada.
¿Cómo resolver sus disputas? ¿Cómo reconciliar esas
voces que yo no fui capaz de reconciliar? Sólo quería que se calmaran, que
pararan de pelearse. Quería que ambos estuvieran aquí.
¿Cómo definir qué parte de ti misma permanece en casa
y cuál le sigue a él, si él parece injertado, indistinguible de la rama
original, aunque para mí resulte totalmente inapropiado, incomprensible o
perverso?
Sueños destructivos hacia mi madre, sueños eróticos
con mi padre. Paseamos por Kamenická, nuestra calle, que en mi infancia
conducía al parque por la izquierda y a la casa de tía Věra en Dejvice, por la
derecha.
Nos detuvimos cerca de la lavandería, uno de los pocos
lugares que no ha sufrido cambios durante mi vida, con el terrible rugido de
las máquinas y el melancólico olor a ropa lavada.
Él se recuesta de espaldas contra un coche y yo le
aprieto el miembro con mi rodilla doblada y se lo froto hasta que él suelta el
chorro que cae en el parabrisas del coche. Es escandaloso, la policía aparece
de alguna parte, yo corro y me interno en el vestíbulo de un edificio, uno de
ellos me atrapa y me pone las esposas entre los dientes. ¿Y él? ¿Dónde se
metió?
Vanidad de una niña. Acaricia su cara: “Te está
creciendo la hierba aquí”, ella le dice y ríe con el susurro de la barba
incipiente.
Papá y yo caminamos silenciosamente en horas de la
noche por Lidice donde él está viviendo con su segunda esposa, las conozco a
todas. Él escupe en el asfalto, un desconocido; en vano busco en él la persona
que he perdido. Un desierto. Una ruptura abrupta. Fin de una enorme seguridad,
viajes al zoológico y al parque de atracciones donde hacía lo que quería, donde
él me compraba y me perdonaba todo.
La ceremonia de entrega de dinero permanece como un
símbolo vacío de una vieja relación. Él me lo entrega cada vez que nos vemos
después de un largo tiempo. Lo tomo con una mezcla de vergüenza y descaro y
rápidamente lo guardo para que la terrible imagen, el recuerdo de que es un
extraño de quien nada ha salido excepto su mano extendida y una expresión de
culpa, se borre lo más pronto posible y nuevamente pretendamos que nada ha
ocurrido. Las cosas de las que hablamos, cosas que hemos discutido a menudo, no
son importantes. Cómo van mis estudios, sus negocios, la pequeña charla que
flota en un espacio cerrado del cual no podemos evadirnos.
Viajo desde Krems para mi ceremonia de graduación.
Mamá ha dicho que no quiere que papá esté presente en el almuerzo posterior a
la ceremonia. No quiere verlo regodeándose de nuestro logro frente a la
familia. Ella fue la que me crió y se ocupó de mí. Mi graduación es, por tanto,
su premio.
Llego a casa y ella me pregunta nuevamente:
—¿Qué comerás? ¿Cuánto tiempo estarás antes de irte?
—¿Por qué lo quieres saber?
—Porque quiero freírte algunas milanesas para que te
las lleves.
—Pero no quiero tus milanesas.
—¿Y puedes decirme por qué?
Y me quedo callada, un silencio prolongado,
insoportable para mí, porque tendría que decirle todo lo que siento, desde mi
nacimiento hasta su divorcio. Me quedo callada, no tengo una respuesta corta.
No quiero su milanesa, porque representa más violencia, esos dedos alargados
que siempre han tirado de los hilos de mi vida.
Mientras estoy callada, ella entra al cuarto, se
sienta y dice:
—¿Es a causa de Viktor?
Y yo digo:
—Quizá por él, pero no sólo por eso. Es principalmente
porque no quiero vivir más aquí.
¿Pero, quién te obliga? Nadie quiere vivir con sus
padres para siempre.
Entonces discutimos sobre papá nuevamente, las cosas
de siempre, sus constantes y evidentes infidelidades durante el matrimonio, las
noches bebiendo, el hecho de que se unió al Partido para avanzar en su carrera,
la traición de sus colegas que, al final, no trabajaron como él esperaba, y
cómo se convirtió en un ser desagradable. Y finalmente el hecho de que golpeaba
a mi hermano. Una imagen de mi padre clavada en mi memoria: persiguiendo a mi
hermano alrededor de la mesa del comedor con un palo de escoba en sus manos,
gritando. Yo, por el contrario, era mimada por él. Cuando quería vengarme de mi
hermano sólo tenía que esperar que mi padre pasara. Yo le hacía algo a mi
hermano y él recibía la paliza.
—Es posible que yo haya sido estricta contigo, pero él
fue injusto con tu hermano —dice ahora mi madre.
Si no fuera por su autoridad, me hubiera convertido en
un monstruo y mi hermano en un pobre miserable.
Cuando mi hermano cumplió quince años, él le dijo a mi
madre:
—¿Por qué no te divorcias de él?
Mamá dijo:
—¡Tienes razón! ¿Por qué no lo hice antes?
Cuando papá vino a casa, ella le dijo:
—Viktor, ha sido suficiente, ¿te puedes mudar?
—Por supuesto —dijo él, y al día siguiente se fue.
Nadie me dijo nada, yo tenía siete años.
—¿Dónde está papá?
—Se ha mudado. (¿Dónde, por qué, es mi culpa?)
—¿Y no regresará, no vivirá más aquí?
—No.
—Simplemente no lo entiendo —dijo mi madre—, ¿de dónde
proviene tu enojo y por qué eras tan injusta conmigo? Y no entiendo por qué te
relacionas negativamente conmigo y positivamente con el mundo. ¿Acaso no he
celebrado tus intentos de emprender algo nuevo? Tú pudiste haberte ido hace
mucho tiempo.
Papá llamó al día siguiente. ¿Qué tal la celebración?
No podía decirle. Entiendo el punto de vista de mamá, pero, ¿por qué tengo que
lidiar con esto? Sí, ella dijo que si voy a extrañarlo ella intentaría superar
su resentimiento, pero, ¿quién quiere ver su expresión afligida?
—Verás, mamá no está de acuerdo en que vayas —le dije,
mi voz temblaba.
—No puedo entender la causa —dijo él—, pero no te
preocupes, de cualquier forma no conozco a esas personas.
Mamá se dio cuenta, sin embargo, de que no era posible
no invitarlo pues ya había invitado a mi abuela, que no iba a entender la
ausencia de su hijo. De modo que se vio obligada a llamarlo esa tarde y
persuadirlo de que fuera.
Tengo siete años. Camino hacia el comedor y ellos
discuten. Ambos se detienen y me miran con sorpresa. Luego retoman la discusión
como si yo no estuviera allí. No tengo el poder de callar esas voces, de evitar
que ellos continúen provocándose. No tengo influencia sobre ellos. No soy tan
importante para mis padres cuando no logro que permanezcan juntos. Quién sabe,
quizá mi hermano tenga ese poder.
Cuando avanzo desde la luz de la calle hacia la
oscuridad del pasillo veo las manecillas fosforescentes de mi reloj de pulsera
y el secundario de forma silenciosa circula el rostro radiante.
Sentada a la cabecera, en el almuerzo de graduación,
echo un vistazo a lo largo de la mesa rodeada de invitados. Un espejo en un
marco dorado cuelga al otro extremo y me veo a mí misma sentada allí, con el
pelo corto, llevando el vestido de graduación de mamá, madre ingeniera, hija
ingeniera, el título en el bolsillo, me siento satisfecha, puedo salir al mundo
exterior. Irónicamente, me saludo a mí misma en el espejo.
Ambos sentados allí, yo y mi reflejo, mirándonos
divertidamente, ambos encontrando la celebración totalmente inapropiada, pues
obviamente no hay nada por lo que celebrar. He terminado mis estudios pero
nunca seré una ingeniera, bajo ninguna circunstancia, y lo que más detesto es
esta celebración en mi honor, porque siempre me he sentido como una persona al
margen y por eso no puedo deshacerme de la impresión de que todos los presentes
son parte de una broma burlesca. Cerca de mí, en el espejo, veo a mis padres.
Papá se acompaña de su tercera esposa, y la cara de mamá está roja porque ha
llorado toda la noche.
—He estado criando una serpiente toda mi vida —me dijo
la noche anterior mientras me maldecía—. ¡He criado a un monstruo!
En mi sueño vi a mi madre devorada por las llamas.
Echada en un montículo cubierto de hierba, se iba hundiendo en la tierra. Fue
terrible. Su cuerpo convulsionaba y se desintegraba. El sueño dirigía mi vista
hacia la carne que me dio origen. Todo se quemaba hasta las cenizas, uniéndose
al polvo de la tierra. Me quedé sola y me decía a mí misma que ahora tendría
que trabajar y que ya no tendría tiempo para ir al teatro por las tardes.
en Cuentos de
mujeres checas, 2009
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