El general retirado Buldeiev tenía dolor de muelas. Probó
enjuagarse la boca con vodka y con coñac; aplicó a la muela enferma ceniza de
tabaco, opio, trementina y queroseno; untó la mejilla con yodo; en los oídos
tenía algodón impregnado de alcohol; pero todo ello no surtía efecto y hasta le
provocaba náuseas. Recibió la visita de un médico. Éste hurgó en la muela y
recetó quinina, lo que tampoco trajo alivio. A la proposición de arrancar la
dolorida muela el general respondió con una negativa. Los de la casa —la
esposa, los niños, las criadas y hasta el pinche de cocina Petka— proponían
cada uno su remedio. El mayordomo Iván Evseich vino también y aconsejó intentar
la cura con el conjuro.
—Aquí, en nuestro distrito, excelencia —dijo—, hace unos
diez años vivía un empleado de Hacienda, Iakov Vasilich. Conjuraba el dolor de
muelas en un santiamén. Se vuelve hacia la ventana, susurra algo, escupe ¡y ya
está! Tiene un poder especial...
—¿Y dónde está ahora este hombre?
—Pues, después de ser despedido de Hacienda, se alojó en
casa de su suegra, en Saratov. Ahora no se ocupa más que de muelas. Cualquiera
que empiece a sentir un dolor de muelas va a verlo, porque, en efecto, ayuda...
A los enfermos de Saratov los atiende personalmente en su casa, pero si alguien
es de otra ciudad, entonces lo hace por telégrafo. Mándele, excelencia, un
telegrama, explicándole que la cosa es así y así..., que al esclavo de Dios
Alexy le duelen las muelas y que le pide una atención. Y mándele dinero por
correo, por el tratamiento.
—¡Tonterías! ¡Es un charlatán!
—Haga usted una tentativa, excelencia. Cierto, es un gran
aficionado a la vodka y vive con una alemana en lugar de con su mujer; además
es muy blasfemo, pero no se puede negar tampoco que es un señor milagroso.
¡Mándale el telegrama, Aliosha! —imploró la generala—. Tú no
crees en los conjuros, pero yo los experimenté sobre mí misma. Y aunque no
creas en estas cosas ¿por qué no intentarlo? No se te van a atrofiar las manos
por eso.
—Está bien —consintió Buldeiev—. Tal como estoy, soy capaz
de mandarle un telegrama no sólo a un empleado de Hacienda sino al mismo
demonio... ¡Oh, no aguanto más! Bueno, ¿dónde vive ese hombre? ¿Cómo hay que
escribirle?
El general se sentó a la mesa y tomó la pluma.
—En Saratov lo conocen hasta los perros —dijo el mayordomo—.
Sírvase escribir, excelencia, a la ciudad de Saratov... A su señoría Iakov
Vasilich... Vasilich...
—¿Y bien?
—Vasilich... Iakov Vasilich... y el apellido es... ¡Me
olvidé el apellido! ¡Vasilich!... ¡Diablos! ¿Cómo es su apellido? Cuando venía
para acá, recordaba... Espere...
Iván Evseich levantó los ojos hacia el cielo raso y se puso
a mover los labios. Buldeiev y la generala esperaban con impaciencia.
—¿Entonces? ¡Piénsalo pronto!
—Un momento... Vasilich... Iakov Vasilich... ¡Me olvidé! Es
un apellido simple... como de caballo... ¿Caballero? No, Caballero no es...
Espere... ¿Será Alazano? Tampoco. Recuerdo que es algo de caballo, pero cómo
es, se me fue de la cabeza...
—¿Tordillo?
—No, no. Espere... Jaco... Jamelgo... Sabueso... —Este es un
apellido de perro y no de caballo. ¿No será Crin?
—No, Crin no es. Caballo... Cavallo... Cavalo... Nada de
eso...
—¿Y cómo entonces le voy a escribir? ¡Piénsalo bien!
—Ahora... Casco... Potro... Bayo...
—¿Leoncavallo? —preguntó la generala.
—No, señora. Carreras... Tampoco. ¡Me olvidé!
—¿Para qué diablos te metes entonces con tus consejos, si no
te acuerdas de nada? —se enojó el general—. ¡Vete de aquí!
Iván Evseich salió lentamente, mientras el general se
agarraba la mejilla y se ponía a andar por las habitaciones.
—¡Ay, señor! —gemía—. ¡Ay, madre mía! ¡Esto es peor que el
infierno!
El mayordomo salió al jardín, levantó los ojos hacia el
cielo y trató de recordar el apellido del oficinista:
—Corcel... Cuadrúpedo... Rocín... No, no es. Yugo... Cincha...
Rienda...
Poco tiempo después lo llamaron.
—¿Recordaste? —le preguntó el general.
—Todavía no, excelencia.
—¿Quizás,Tropero? ¿Anca? ¿No?
Y todos en la casa, a cual más y mejor, se dedicaron a
inventar apellidos.
Recordaron todas las edades, géneros y razas de los
caballos; examinaron la crin, las pezuñas y los arneses... En la casa, en el
jardín, en las dependencias de servicio y en la cocina la gente andaba de un
rincón a otro y, rascándose la frente, buscaban el apellido...
A cada momento, llamaban al mayordomo desde la casa.
—¿Tropilla? —le iban preguntando—. ¿Galope? ¿Pezuña?
—No, no es —respondía Iván Evseich y, levantando los ojos,
continuaba pensando en voz alta—: Overo... Pío... Zaino...
—¡Papá! —llegaban los gritos desde el cuarto de los niños—. ¡Troikin!
¡Cuadriga!
Toda la heredad se vio alborotada. El agotado e impaciente
general prometió compensar con cinco rublos a quien diese con el necesario
apellido, y una multitud asediaba al mayordomo.
—¡Trotín! —le decían—. ¡Montura!
Llegó la noche, pero el apellido no fue encontrado todavía y
la gente de la casa se fue a dormir sin haber enviado el telegrama.
El general no pegó los ojos en toda la noche; andaba de un
rincón a otro, gimiendo... A las tres de la madrugada, salió de la casa y
golpeó en la ventana del mayordomo.
—¿No será Pegaso? —preguntó con voz llorosa.
—No, excelencia, Pegaso no es — contestó Iván Evseich con un
suspiro culpable.
¡Puede ser que no sea un apellido de caballo sino de alguna
otra cosa!
—Mi palabra, excelencia, que es de caballo... Esto lo
recuerdo muy bien.
—¡Qué desmemoriado que eres, amigo! Para mí este apellido es
ahora lo más importante del mundo. ¡El dolor me tiene loco!
Por la mañana el general mandó llamar al médico.
—¡Que me la saquen! —decidió—. No aguanto más...
Llegó el doctor y le extrajo la muela enferma. El dolor
disminuyó rápidamente y el general se sintió más tranquilo. Cumplida su tarea y
cobrados los honorarios, el médico subió a la carretela y partió para su casa.
En el campo se encontró con el mayordomo... Éste estaba de pie, a la vera del
camino y, concentrado en sus pensamientos, miraba distraídamente sus zapatos. A
juzgar por las arrugas que surcaban su frente y por la expresión de sus ojos,
aquellos pensamientos eran tensos, mortificantes.
—Remo... Silla... —farfullaba—. Arnés... Recado...
—¡Iván Evseich! —lo llamó el médico—. ¿No puedes venderme,
querido, unas cinco cuartillas de avena? Nuestros mujiks suelen venderme avena,
pero es muy mala...
El mayordomo miró tontamente al doctor, esbozó una media sonrisa
salvaje y, sin responder una sola palabra, alzó los brazos y a continuación
echó a correr hacia la casa con tal rapidez como si lo persiguiera el diablo.
—¡Ya lo tengo, excelencia! —gritó con la voz alterada por la
alegría, al entrar volando en el despacho del general—. ¡Ya lo tengo, que Dios
dé mucha salud al doctor! ¡Avena! ¡Avena es el apellido del empleado! ¡Avena,
excelencia!... ¡Mande el telegrama al señor Avena!
—¡Toma! —dijo el general con desprecio e hizo dos gestos
obscenos ante la cara del mayordomo—. No necesito ahora tu apellido de caballo.
¡Toma!
en Cuentos, 2007
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