La última vez que vi a mi primo, Miqdad,
antes de esta última guerra, había vuelto a casa
desde el intenso Golfo. Ahí circulaba,
imperfectamente, cuidando el negocio de hombres
con mayor suerte. Para hacer visible el valor
de su larga migración, construyó una casa,
una hermosa casa en la cima de una colina,
con la parabólica esencial alzada sobre el techo de tejas rojas,
captando las noticias – masticando khat de Palestina.
Dijo que la vida era más o menos buena.
Apreciaba la garúa de cada día:
la cena servida a tiempo, las buenas notas de un niño,
la longevidad de las maravillas en el jardín austero.
Con su rostro afilado y algo siempre en su
mano, parecía una figura de un bajorrelieve
del Antiguo Egipto
presentando, con singular deleite, una ofrenda al dios.
Pero los soldados no fueron invitados.
Golpearon la puerta metálica de la casa
y la patearon con sus botas
y cuando la abrió lo hicieron darse vuelta
y clavaron la pistola en su espalda.
Ellos lo usaron como «escudo humano»
para registrar la casa, prolijamente cuarto por cuarto,
y lo hicieron cavar con un azadón
que trajeron de un vehículo blindado
la tierra de relleno de lo que solía ser una cisterna
donde él podría haber tenido armas ocultas.
Al día siguiente un coágulo de sangre obstruyó
el lado izquierdo de su cerebro.
Sus párpados están ahora bajos, a media asta;
las pocas palabras que su boca pronuncia,
jeroglíficos peces y pájaros.
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