Fragmento
Creo que hacía meses, tal vez años, que no salía de
Barcelona y la estación de Plaza Cataluña (a pocos metros de mi casa) me
pareció totalmente desconocida, luminosa, llena de nuevos artilugios cuya
utilidad se me escapaba. Hubiera sido incapaz de desenvolverme por mí mismo con
la prestancia y rapidez con que lo hacía Romero y éste se dio cuenta o calculó
de antemano mi previsible torpeza de viajero y se encargó de franquearme el
paso a través de las máquinas que vedaban el acceso a los andenes. Después,
tras esperar unos minutos en silencio, tomamos un tren de cercanías y bordeamos
el Maresme hasta el principio de la Costa Brava, Blanes, pasado el río Tordera.
Mientras salíamos de Barcelona le pregunté quién era el que pagaba. Un
compatriota, dijo Romero. Atravesamos dos estaciones de metro y luego salimos a
los suburbios. De pronto apareció el mar. Un sol débil iluminaba las playas que
se iban sucediendo como cuentas de un collar sin cuello, suspendido en el
vacío. ¿Un compatriota? ¿Y qué interés tiene en todo esto? Eso es mejor que
usted no lo sepa, dijo Romero, pero figúrese. ¿Paga mucho? (Si paga mucho,
pensé, es que el resultado final de esta investigación sólo puede ser uno.)
Bastante, es un compatriota que se ha hecho rico en los últimos años, suspiró,
pero no en el extranjero, en Chile mismo, fíjese lo que es la vida, parece que
en Chile hay bastante gente que se está haciendo rica. Eso he oído, dije con un
tono que pretendió ser sarcástico pero que sólo fue triste. ¿Y qué va a hacer
usted con el dinero, sigue pensando en volver? Sí, voy a volver, dijo Romero.
Al cabo de un rato añadió: tengo un plan, un negocio que no puede fallar, lo he
estudiado en París y no puede fallar. ¿Y qué plan es ése?, pregunté. Un
negocio, dijo. Voy a poner mi propio negocio. Me quedé callado. Todos volvían
con la idea del negocio. Por la ventana del tren vi una casa de una gran
belleza, de arquitectura modernista, con una alta palmera en el jardín.
Me haré empresario de pompas fúnebres, dijo Romero,
empezaré con algo chiquitito pero tengo confianza en progresar. Creí que
bromeaba. No me joda, dije. Se lo digo en serio: el secreto está en
proporcionar a la gente de pocos recursos un funeral digno, incluso diría con
cierta elegancia (en eso los franceses, créame, son los número uno), un
entierro de burgueses para la pequeña burguesía y un entierro de pequeños
burgueses para el proletariado, ahí está el secreto de todo, no sólo de las
empresas de pompas fúnebres, ¡de la vida en general! Tratar bien a los deudos,
dijo después, hacerles notar la cordialidad, la clase, la superioridad moral de
cualquier fiambre. Al principio, dijo cuando el tren dejó atrás Badalona y yo
empecé a pensar que lo que íbamos a hacer era de verdad, era inexorable, me
bastará con tres piezas bien arregladas, una para oficina y también para
retocar al difunto, otra como velatorio y la última como sala de espera, con
sillas y ceniceros. Lo ideal sería alquilar una casita de dos pisos cerca del
centro, los altos para vivienda y los bajos para la funeraria. El negocio sería
familiar, mi señora y mi hijo me pueden echar una mano (aunque en lo que
respecta a mi hijo no estoy tan seguro), pero también sería conveniente
contratar a una secretaria, joven y discreta, aparte de buena trabajadora, ya
sabe usted lo que se agradece durante un velorio o en el entierro mismo la
cercanía física de la juventud. Por supuesto, cada dos por tres el empresario
tiene que salir (o en su ausencia cualquier ayudante) a ofrecer pisco o
cualquier otra bebida a los familiares y amigos del difunto. Esto se tiene que
hacer con simpatía y con delicadeza. Sin fingir que el muerto es pariente de
uno, pero haciendo patente que el trámite no es ajeno a la propia experiencia.
Hay que hablar a media voz, hay que evitar los acaloramientos, hay que dar la
mano y con la izquierda estrechar el codo, hay que saber a quién abrazar y en
qué momento, hay que terciar en las discusiones, ya sean de política, de
fútbol, de la vida en general o de los siete pecados capitales, pero sin tomar
partido, como un buen juez jubilado. En los ataúdes la ganancia puede llegar a
ser del trescientos por ciento. Tengo un compadre en Santiago de los tiempos de
la Brigada que se dedica a hacer sillas. Le hablé el otro día por teléfono del
asunto y dijo que de las sillas a los ataúdes hay un solo paso. Con una
furgoneta negra me puedo arreglar el primer año. El trabajo, no le quepa duda,
más que sudor exige don de gentes. Y si uno ha vivido tantos años en el extranjero
y tiene cosas para contar... En Chile se mueren por cuestiones así.
Pero yo ya no oía a Romero. Pensaba en Bibiano O'Ryan,
en la Gorda Posadas, en el mar que tenía delante de mis narices. Por un
instante me imaginé a la Gorda trabajando en un hospital de Concepción, casada,
razonablemente feliz. Había sido, contra su voluntad, la confidente del diablo,
pero estaba viva. Incluso la imaginé con hijos y convertida en una lectora
prudente y equilibrada. Luego vi a Bibiano O'Ryan, que se quedó en Chile y que
siguió los pasos de Wieder, lo vi trabajando en la zapatería, probándole
zapatos de tacón a dubitativas mujeres de mediana edad o a niños inermes, con
el calzador en una mano y una caja de pobres zapatos Bata en la otra, sonriendo
pero con la mente en otra parte, hasta los treintaitrés años, como Jesucristo,
ni más ni menos, y luego lo vi publicando libros de éxito y firmando ejemplares
en la Feria del Libro de Santiago (que no sé si existe) y pasando temporadas
como profesor invitado en universidades norteamericanas, disertando en un
arranque de frivolidad acerca de la nueva poesía chilena o de la poesía chilena
actual (frivolidad puesto que lo serio era hablar de novela) y citándome, si
bien entre los últimos de la lista, por pura lealtad o por pura piedad: un
poeta raro, perdido en las fábricas de Europa...; lo vi, digo, avanzando como
un sherpa hacia la cúspide de su carrera, cada vez más respetado, cada vez más
conocido y cada vez con más dinero, en la disposición ideal de ajustar
definitivamente las cuentas con el pasado. No sé si fue un ataque de
melancolía, de nostalgia o de sana envidia (que en Chile, por lo demás, es
sinónimo de la envidia más cruel) pero por un momento pensé que tras Romero
podía hallarse Bibiano. Se lo dije. Su amigo no me ha contratado, dijo Romero,
no tendría dinero ni para que yo pudiera empezar. Mi cliente, bajó la voz hasta
darle un tono confidencial que sin embargo sonaba a falso, tiene dinero de verdad,
¿entiende? Sí, dije, qué triste es la literatura. Romero se sonrió. Mire el
mar, dijo, mire el campo, qué bonitos. Miré por la ventana, a un lado el mar
parecía una balsa de aceite, al otro, en los huertos del Maresme, se afanaban
unos negros.
El tren se detuvo en Blanes. Romero dijo algo que no
entendí y nos bajamos. Sentía las piernas como acalambradas. Fuera de la
estación, en una plazoleta cuadrada pero que parecía redonda, estaban
estacionados un autobús rojo y un autobús amarillo. Romero compró chicles y al
observar mi semblante demacrado, supongo que para animarme, me preguntó en cuál
de los dos autobuses creía que nos subiríamos. En el rojo, dije. Exacto, dijo
Romero.
El autobús nos dejó en Lloret. Estábamos a la mitad de
una primavera seca y no se veían muchos turistas. Tomamos una calle de bajada y
luego subimos por dos calles empinadas hasta un barrio de apartamentos
veraniegos, la mayoría desocupados. El silencio era extraño: se oían,
distantes, ruidos de animales, como si estuviéramos al lado de un potrero o de
una granja. En uno de aquellos edificios desangelados vivía Carlos Wieder.
en Estrella distante, 1996
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