Mi nueva transmigración se produjo de manera tan cruel como inesperada. No fui proyectado a cureña rasa en el útero sino creado a vuela pluma en los pliegos de un manuscrito que me llevó de hilo de la cuna al sepulcro: no un ser de carne y hueso, como en reencarnaciones anteriores, sino un héroe o, por mejor decir, antihéroe de pura entelequia. Concluido el relato, mi autor me devolvió a la nada, sin concederme siquiera la fortuna de sobrevivir en nuevos pliegos de su invención. Con ello me quitó de mi condena a galeras pero, como el Júpiter o Dios de quien abominaba, me mostró que la escritura era tan bárbara y desatinada como el Fiat que engendró la fábrica de este universo: la chapuza o gran pastel de la Creación.
Me atribuyó, con la misma arbitrariedad y desdén que rigen la máquina del mundo, un linaje maculado, objeto de desprecio del enemigo vulgo, con sambenito colgado del techo de la Iglesia Mayor. Tampoco me otorgó la ventura de nacer en cuna rica —dineros compran noblezas y ejecutorias de hidalguía— para ir con el hilo de la gente y lucir mucho toldo: que no hay otra cordura ni otra ciencia en el hombre sino tener y más tener. Privado de cuanto sustenta vidas y haciendas, llevaba desde niño la soga a rastras y a quienes deseaba agradar a fin de granjearme sus voluntades dábanme en las mataduras con saña, apartándome de sí como a un cancerado.
Tras hacer cuenta con la almohada, mudé de nombre, nacimiento y linaje con la esperanza de desmentir los espías y ser conocido por don Guzmán de Alfarache. Aunque no era ignorante, tenía mucho por desbastar y me esforcé en aprender letras y maneras corteses, haciéndome de los godos y burlándome aún de los de sangre cansada. Era todavía mozo mas, con mis arreos y plumas de hidalgo, me resolví a salir de la mil veces bendita España e ir en busca de mejores y más limpios ancestros. Los apuros y accidentes de mi viaje a Italia los conoce el lector. Mi hacedor no me excusó dellos, zarandeándome como el viento, de la buena ocasión a mal trance, enhestándome más para mejor derrocarme. Volvía la hoja y me dejaba ciscado, por aquello del refrán «del bien acuchillado se hace el buen cirujano». De tosco y lanudo —la necesidad tiene cara de hereje— pasé a fino y madrugado, a la vera de los maltrapillos y mozos gandules con los que me frotaba: tan pronto a caballo con ricas gualdrapas como hecho un espantajo de higuera, un día con dinero en tabla y otro expuesto a la luna, entre machines y matachines que hacían higa de mi honra y abusaban de su fuerza. ¡Yo que huía de quienes se meten en corro, fiscalean linajes y arman sospechas sobre el aire, me vi repudiado por mi familia genovesa, convertido en objeto de su befa y desprecio! Me afufé como pude, con los atabales a cuestas, y encaminé mis pasos a Roma, la Ciudad Eterna, sede de nuestra santa e infalible Madre. Era un pensamiento, tal como corría de ligero. Cuando allá llegué, me reventaron las lágrimas de gozo: quise abrazar sus santas murallas, besé su santo suelo.
Con mi pierna llagada por lances y percances que no vienen a cuento, púseme a pedir a la puerta de un cardenal poco amigo de pendones y famoso por su piedad, y como él saliese de su palacio sacro, reparóse a oírme: «Dame noble cristiano, ten misericordia deste pecador afligido y llagado, impedido de sus miembros! ¡Mira mis tristes años! ¡Oh, Reverendísimo Padre, Monseñor Ilustrísimo!»
Monseñor, después de haberme oído atentamente y conociendo con lumbre maravillosa y verdad de grano puro lo atribulado de mi condición, apiadóse en extremo de mí. Mandó a sus criados que en brazos me metiesen en casa y que, aligerándome de mis viejas y rotas vestiduras, me echasen después de asearme, en su propia cama y en otro aposento contiguo pusiesen la suya.
¡Oh bondad grande de Dios! ¡Largueza de su condición hidalga! Desnudáronme para vestirme, quitáronme de pedir para darme y pudiese dar. Nunca Dios quita, que no sea para hacer mayores mercedes. Este santo varón lo hizo a su imitación. Luego de asegurarse de que me hallaba limpio y arreado, Monseñor se acercó bonico a mi cuarto. Holgóse de verme porque correspondían mucho mi talle, rostro y obras. Con la diligencia del santo curtido y cursado, se inclinó a contemplar mi natura y la acarició con manos de seda. Entre retozos, meneos e invocaciones a la Madona, de la cual era muy devoto, completó su labor y contentamiento con muchas mercedes limpias de polvo y paja.
«A tuerto o a derecho nuestra casa hasta el techo», dijo. «¡Entre sastres no se pagan hechuras!»
No cuento más porque los ejercicios de santidad son agua viva, pan bendito, goce propio de ángeles.
Gran regalo de Dios fue todo ello así como las gracias y beneficios que sobre mí llovieron. En esto no se extendió mi escritor por no ser leña de hoguera, y aunque el descuido de nuestros piadosos vigías le concedió el nihil obstat se vio forzado luego a poner mar de por medio y huir a la Nueva España sólo con lo puesto.
Monseñor amaba tiernamente a los que le servían, poniendo después de Dios, todo su amor en ellos. Deseaba tanto mi remedio como si dél resultase el suyo; y, para probar si pudiera arrimarme a cosas de virtud, jugaba al amagar y no dar, quitándome las ocasiones y deseo de derramarme en exterioridades. De sus niñerías, cuando las comía, partía conmigo: «Guzmanillo, esto te doy por treguas, en señal de paz. Conténtate con este bocado y sé mozo de buen término que el agasajo vendrá luego.»
Decíalo sonriéndose con alegre rostro, sin reparar que estuvieran en su mesa nobles ni señores. Era humanísimo caballero, trataba y estimaba a sus criados, favorescíalos, amábalos, haciendo por ellos lo posible, con lo que todos le amaban con el alma y servían con fidelidad; que sin duda el amo que honra, el criado le sirve, y si bien paga bien le pagan. Por no dejarme solo, expuesto a la tentación de las mujeres de loco vestir y descaradas palabras que merodeaban de noche bajo nuestras ventanas, se tendía en mi lecho y me regalaba con los preces y bendiciones de su breviario.
La envidia de otros pajes a mi estado de gracia coaligó contra mí el infundio y falseo. Motejándome de ladrón descubrieron mis malas inclinaciones de tahúr capaz de poner los propios vestidos en cobro, murmuraron de mis correrías y andanzas de nocherniego. Viéndome un día con sólo un juboncillo y zaragüelles, Monseñor, con el rostro encapotado, me despidió de su servicio para ponerme a prueba y por muy que quedara con el alma partida y me enviara después mensajeros con toda guisa de señuelos significando lo mucho que me quería y sufría de mi ausencia, hice oídos de mercader y no escuché sino mi despecho: estendíme como ruin, quedéme como ruin y fui ingrato a las gracias y beneficios de Dios, que por las manos de aquel santo varón de mi amo, me hacía. ¡Qué desleal a la caridad con que fui servido! ¡Qué sordo a las graves y prudentes razones con las que fui reprehendido! ¡Qué ciego a sus donaires y obras! Las desenvueltas travesuras de Monseñor manifestaban su condición real, heredada del Padre verdadero, de hacer bien y más bien a los tales como yo.
Volví así a mi vida al descubierto, portamantas a cuestas, y aunque curaba de sacar las brasas con mano de gato y traía más rabos que un pulpo, mi dañada intención me arrastraba a nuevos lances y atolladeros. ¡Mejor ser ignorante como un buey de cabestro que un burro cargado de ciencia!: mis pretensiones de figurar como el que no era me hicieron caer en la red y dar con los huesos en ese hospital con rejas al que llevan a tumbos la ruindad y la pobreza.
2000
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