Las imágenes porno muestran la mera vida expuesta. El porno es la antípoda del Eros. Aniquila la sexualidad misma. Bajo este aspecto es incluso más eficaz que a moral: “La sexualidad no se desvanece en la sublimación, la represión y la moral, se desvanece con mucho mayor seguridad en lo más sexual que el sexo: el porno”.[1] Lo pornográfico recibe su fuerza de atracción de la “anticipación del sexo muerto en la sexualidad viva”. Lo obsceno en el porno no consiste en un exceso de sexo, sino en que allí no hay sexo. La sexualidad hoy no está amenazada por aquella “razón pura” que, adversa al placer, evita el sexo por ser algo “sucio”,[2] sino por la pornografía. Lo pornográfico no es el sexo en el espacio virtual. Incluso el sexo real adquiere hoy una modalidad porno.
La transformación del mundo en porno se realiza como su profanación. Esta transformación profana el erotismo. fana el erotismo. El “Elogio de la profanación” de Agamben desconoce este proceso social. La “profanación” significa el restablecimiento del uso de las cosas que, por la consagración (sacrare), quedan reservadas a los dioses y, con ello, se sustraen al uso general. Practica una negligencia consciente en relación con las cosas separadas.[3] Agamben parte de la tesis de la secularización, según la cual toda forma de separación conserva en sí un núcleo genuinamente religioso. Así, el museo representa una forma secularizada del templo, pues también dentro del museo las cosas, por la separación, están sustraídas al uso libre. Y el turismo es, para Agamben, una forma secularizada de la peregrinación. Según este autor, los peregrinos, que recorrían el país pasando de un santuario a otro, se corresponden hoy con los turistas, que viajan sin cesar a través de un mundo que se ha convertido en museo.
Agamben contrapone la secularización a la profanación. Las cosas separadas han de hacerse de nuevo accesibles al uso libre. Ahora bien, los ejemplos de profanación que aduce Agamben son pobres e incluso resultan sorprendentes:
“¿Qué querría decir profanar la defecación? No ya reencontrar una pretendida naturalidad, ni simplemente gozar de ello en forma de trasgresión perversa (que es sin embargo mejor que nada). Se trata, en cambio, de alcanzar arqueológicamente la defecación como campo de tensiones polares entre la naturaleza y la cultura, lo privado y lo público, lo singular y lo común. Es decir: aprender un nuevo uso de las heces, como los niños intentaban hacerlo a su manera, antes de que intervinieran la represión y la separación”.[4]
El libertino de Sade, que come excrementos de una dama, sin duda practica el erotismo como transgresión en el sentido de Bataille. Pero ¿cómo profanar la defecación más allá de la transgresión y la renaturalización? La “profanación” ha de suprimir la represión a la que el dispositivo teológico o moral somete las cosas. El ejemplo de Agamben para la profanación en la naturaleza es el gato que juega con el ovillo de lana:
“El gato que juega con el ovillo como si fuera un ratón —exactamente como el niño juega con antiguos símbolos religiosos o con objetos que pertenecieron a la es- fera económica— usa conscientemente en el vado los comportamientos pro- pios de la actividad predatoria. Estos no son borrados, sino que, gracias a la sustitución del ratón por el ovillo, [...] son desactivados y, de este modo, se los abre a un nuevo, posible uso”. [5]
Agamben supone en todo fin una coacción, de la que la profanación ha de liberar las cosas para hacerlas un puro “medio sin fin”.
La tesis de la secularización deja ciego a Agamben para lo peculiar de un fenómeno que ya no puede reconducirse a la praxis religiosa, y que incluso es opuesto a ella. Puede que en el museo las cosas “se separen” del mismo modo que en el templo. Pero la museización y exposición de las cosas aniquila precisamente su valor cultual a favor del valor de exposición. De esta forma, el museo como lugar de exposición es una figura contraria al templo como lugar de culto. También el turismo es opuesto a peregrinar. Engendra “no lugares”, mientras que peregrinar está ligado a lugares. Al lugar que, según Heidegger, hace posible el habitar humano es inherente “lo divino”. Lo constituyen la historia, la memoria y la identidad. Pero estas faltan en los “no lugares” turísticos, por los que desfilamos sin demorarnos.
Agamben también intenta pensar la desnudez más allá del dispositivo teológico, a saber, “más allá del prestigio de la gracia y de las seducciones de la naturaleza caída”. A este respecto entiende la exposición como una manera señalada de profanar la desnudez:
“Es la indiferencia descarada lo que las mannequins, las pornstars y las otras profesionales de la exposición deben, ante todo, aprender a adquirir: no dar a ver otra cosa que un dar a ver (es decir, la propia absoluta medianía). De este modo el rostro se carga hasta estallar de valor de exposición. Pero precisamente por esta nulificación de la expresividad, el erotismo penetra allí donde no podría tener lugar: en el rostro humano, que no conoce desnudez, porque está siempre ya desnudo. Exhibido como puro medio más allá de toda expresividad concreta, se vuelve disponible para un nuevo uso, para una nueva forma de comunicación erótica”.[6]
Pero la desnudez, como exhibición, sin misterio ni expresión, se acerca a la desnudez pornográfica. Tampoco la cara pornográfica expresa nada. Carece de expresividad y de misterio: “De una figura a la otra, de la seducción al amor, luego al deseo y a la sexualidad, finalmente al puro y simple porno, cuanto más se avanza, más adelantamos en el sentido de un secreto menor, de un enigma menor”.[7] Lo erótico nunca está libre de misterio. La cara cargada con valor de exposición hasta estallar no promete “ningún uso nuevo, colectivo de la sexualidad».[8] Contra la esperanza de Agamben, la exposición aniquila precisamente toda posibilidad de comunicación erótica. Es obscena y pornográfica la cara desnuda, carente de misterio y de expresión, reducida exclusivamente a su estar expuesta. El capitalismo intensifica el progreso de lo pornográfico en la sociedad, en cuanto lo expone todo como mercancía y lo exhibe. No conoce ningún otro uso de la sexualidad. Profaniza el Eros para convertirlo en porno. Aquí, la profanización no se distingue de la profanación en Agamben.
La profanización se realiza como desritualización y desacralización. En la actualidad desaparecen de manera creciente los espacios y las acciones rituales. El mundo adquiere rasgos cada vez más marcados de desnudez y obscenidad. El “erotismo sagrado” de Bataille representa todavía una comunicación ritualizada, que incluye fiestas y juegos rituales como espacios especiales y de separación. El amor, que hoy ya solo ha de ser calor, intimidad y excitación agradable, apunta a la destrucción del erotismo sagrado. También la seducción erótica, que en el porno se ha eliminado por completo, juega con ilusiones escénicas y formas aparentes. Así, Baudrillard incluso contrapone la seducción al amor: “Y el ritual es del orden de la seducción. El amor surge de la destrucción de las formas rituales, de su liberación. Su energía es una energía de disolución de estas formas».[9] La desritualización del amor se consuma en el porno. La profanación de Agamben incluso da aliento a la actual desritualización del mundo y a la ola pornográfica que lo está invadiendo, en cuanto hace sospechosos los espacios rituales como formas coactivas de separación.
en La agonía del Eros, 2012
Notas
[1] J. Baudrillard, Las estrategias fatales, Barcelona, Anagrama, 1984, p. 9.
[2] Esa es la tesis de Robert Pfaller en Das schmutzige Heilige un die reine Vernunft, Frankfurt del Meno, Fischer, 2008.
[3] G. Agamben, Profanaciones, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2005, p. 97.
[4] Ibíd., p. 113.
[5] Ibíd., p. 111.
[6] Ibíd., p. 117.
[7] J. Baudrillard, Las estrategias fatales, op. cit., p. 113 s.
[8] G. Agamben, Profanaciones, op. cit., p. 118.
[9] Ibíd., p. 110.
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