Capítulo
IV: El filtro
Nein, ezn was nith mit wine,
doch ez im
glich wære,
ez was diu wernde swaere,
diu endelôse herzenôt
von der si beide lâgen tôt.
Gottfried de
Strasbourg
Llegado el tiempo de entregar a Isolda a los caballeros
de Cornualles, su madre recogió hierbas, raíces y flores, las mezcló con vino y
compuso un poderoso brebaje. Acabado éste con ciencia y magia, lo vertió en un
frasco y dijo a Brangania.
—Hija mía, has de seguir a Isolda al país del rey
Marés, ya que le profesas un amor fiel. Toma, pues, este frasco de vino y
recuerda mis palabras. Ocúltalo de manera que ningún ojo lo vea, ni ningún
labio se le acerque. Llegada la noche nupcial y en el instante en que quedan solos
los esposos, verterás este vino de hierbas en una copa y la presentarás al rey
Marés y a la reina Isolda para que apuren su contenido entre los dos. Procura,
hija mía, que sólo ellos prueben este brebaje porque tal es su virtud que
quienes lo beban juntos, se amarán con todos sus sentidos, con todo su
espíritu, para siempre, en la vida y en la muerte.
Brangania prometió a la reina que lo haría según su
voluntad.
La nave se llevaba a Isolda, cortando las profundas
olas. Cuanto más se alejaba de la tierra de Irlanda, más tristemente se
lamentaba la doncella. Sentada bajo la tienda donde se había encerrado con
Brangania, su sirvienta, lloraba de nostalgia; ¿Adónde la arrastraban aquellos
extranjeros? ¿Hacia dónde la empujaba el destino? Cuando Tristán se le acercaba
y quería calmarla con dulces palabras, se irritaba, le rechazaba y sentía el
corazón henchido de odio. Había venido él, el raptor, el matador de Morolt; la
había arrancando con astucia de su madre y de su país y no se había dignado
guardarla para sí. ¡La llevaba como un raro botín, a través de las olas, hacia
la tierra enemiga!
—¡Mísera! —decía ella—. ¡Maldita sea la mar que me
lleva! ¡Más me valdría morir en la tierra donde nací que vivir allá abajo!
Cierto día amainaron los vientos; las velas colgaban
fláccidas, a lo largo del mástil. Tristán hizo tomar tierra en una isla y,
cansados del mar, los cien caballeros y los marineros bajaron a la playa. Sólo
Isolda permanecía en la nave con una pequeña sirvienta. Tristán llegóse hasta
la reina tratando de apaciguar su corazón. Ardía un sol de fuego, y abrasados
ambos por la sed pidieron de beber. La pequeña buscó algún brebaje, hasta que
descubrió, escondido, el frasco confiado a Brangania por la madre de Isolda.
—¡He encontrado vino! —les gritó.
No, no era vino; era la pasión, era el bárbaro goce y
la angustia sin fin; era la muerte. La muchacha llenó una copa y la presentó a
su ama. Bebió a grandes tragos y luego la tendió a Tristán, que también bebió.
En este instante entró Brangania y vio con asombro que
se miraban calladamente con loco embeleso. Ante ellos estaba la copa casi
vacía. Cogióla, corrió a popa y la arrojó por la borda, gimiendo:
—¡Desgraciada! ¡Maldito sea el día en que nací y
maldito el día que subí a esta nave! ¡Isolda, amiga, y vos, Tristán, habéis
bebido vuestra muerte!
De nuevo la nave se encaminaba a Tintagel. Le parecía a
Tristán que una zarza viva de agudas espinas, de olorosas flores hincaba sus
raíces en la sangre de su corazón y con fuertes lazos ligaba el hermoso cuerpo
de Isolda a su cuerpo, a todo su espíritu y a todos sus deseos. Pensaba:
«Andret, Denoalén, Guenelón y Gondoíno, felones que me
acusabais de codiciar la tierra del rey Marés, ¡ah! ¡Soy más vil todavía, y no
es su tierra lo que codicio ya! Buen tío, que me habéis amado huérfano, aun
antes de reconocer la sangre de vuestra hermana Blancaflor; vos que me
llorabais tiernamente mientras vuestros brazos me llevaban a la barca sin velas
ni remos, buen tío, ¿por qué desde el primer día no habéis arrojado lejos de
vos al niño errante venido para traicionaros? ¡Ah! ¿Qué he pensado? Isolda es
vuestra mujer y yo vuestro vasallo. Isolda es vuestra mujer y yo vuestro hijo.
Isolda es vuestra mujer y no debe amarme».
Isolda le amaba y quería odiarle, sin embargo: ¿no la
había desdeñado vilmente? Y se torturaba el corazón por este amor más doloroso
que el odio.
Brangania les observaba con angustia, más cruelmente
atormentada aún, pues sólo ella sabía el daño que había causado. Les espió
durante dos días, violes rehusar todo alimento, toda bebida y todo refrigerio,
v buscarse mutuamente como ciegos que caminan uno hacia otro. Infelices cuando
languidecían separados, más infelices todavía cuando, reunidos, temblaban ante
el horror de la primera confesión.
Al tercer día, al encaminarse Tristán hacia la tienda
levantada sobre el puente de la nave, Isolda le vio acercarse y le dijo
humildemente:
—Entrad, señor.
—Reina —dijo Tristán—, ¿por qué me habéis llamado
señor? ¿ No soy, por el contrario, vuestro súbdito y vuestro vasallo para
reverenciaros, serviros y amaros como a reina y señora?
Isolda respondió:
—No, ¡ tú sabes que eres mi señor y mi dueño! ¡Tú sabes
bien que tu fuerza me domina y que soy tu sierva! ¡Ojalá hubiera avivado en su
día las llagas del juglar herido! ¡Ojalá hubiera dejado morir al matador del
monstruo en las hierbas del pantano! ¡Ojalá hubiera descargado sobre él la
espada empuñada cuando yacía en el baño! ¡Ay! ¡Yo no sabía entonces lo que
ahora sé!
—Isolda, ¿qué sabéis, pues, hoy? ¿Qué es lo que os
atormenta?
—¡Ah! Todo lo que sé me atormenta y todo lo que veo; ¡y
también este cielo, y este mar, y mi cuerpo, y mi vida!
Apoyó un brazo en el hombro de Tristán; las lágrimas
extinguieron el fulgor de sus ojos y sus labios temblaron. Él repitió:
—Amiga, ¿qué es, pues, lo que os atormenta?
Ella respondió:
—Vuestro.
Y entonces él puso los labios sobre los suyos.
Pero cuando por primera vez saboreaban juntos un goce
de amor, Brangania, que les espiaba, lanzó un grito, y con los brazos
extendidos y con la faz enrojecida por las lágrimas, se arrojó a sus pies:
—¡Desdichado! ¡Deteneos, volved hacia atrás si podéis
todavía! Pero no, el camino no tiene vuelta. Ya la fuerza del amor os arrastra
y no tendréis jamás goce sin dolor. Es el vino de hierbas que os embriaga, es
el brebaje de amor que vuestra madre, Isolda, me había confiado. Sólo el rey
Marés lo había de beber con vos; pero el Enemigo se ha burlado de los tres y
vosotros habéis apurado la copa. ¡Amigo Tristán, Isolda amiga, en castigo de la
mala custodia que he hecho, os abandono mi cuerpo y mi vida; ya que por mi
culpa, en la copa maldita, habéis bebido el amor y la muerte!
Los enamorados se abrazaron; sus hermosos cuerpos
palpitaban de deseo y de vida. Tristán dijo:
—¡Venga, pues, la muerte!
Y al morir el día, sobre la nave que avanzaba más
rápida que nunca hacia la tierra del rey Marés, unidos para siempre, se
abandonaron al amor.
en Tristán e Isolda, 1900
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