Tengo
unas gestiones que hacer al oeste del estado, así que aprovecho para pararme
en la pequeña población donde vive mi ex mujer. No nos hemos visto en cuatro
años. Pero de cuando en cuando, siempre que se publica algo mío o escriben
sobre mí en revistas y periódicos —una semblanza, una entrevista—, le envío los
recortes. No sé por qué lo hago; tal vez porque pienso que puede interesarle.
Pero ella nunca me contesta.
Son
las nueve de la mañana. No la he llamado por teléfono, y la verdad es que no sé
cómo va a recibirme.
Pero
me deja pasar. No parece sorprendida. No nos damos la mano. Tampoco nos
besamos. Me hace pasar a la sala. Llevo apenas unos segundos sentado cuando me
trae café. Luego empieza a decirme lo que piensa. Dice que soy el culpable de
su angustia, que he hecho que se sienta desnuda y humillada.
Que
quede claro: me suena tan familiar que no me siento en absoluto incómodo.
Dice:
Y entonces te metiste de lleno en el engaño. Tan pronto. Siempre te has
sentido bien en el engaño. No, no es cierto. Al principio al menos no era así.
Entonces eras diferente. Pero también yo era distinta, imagino. Todo era
distinto entonces. No, fue después de que cumplieras los treinta y cinco, o
treinta y seis, por esa época, no sé cuándo exactamente, mediada la treintena.
Entonces empezaste. Vaya si empezaste. Te volviste contra mí. Debes de
sentirte muy orgulloso de ti mismo.
Dice:
A veces tengo ganas de gritar.
Deberías
olvidar los días duros, los malos tiempos al hablar de aquella época, me dice.
Párate a pensar también en los buenos, me dice. ¿O es que no los hubo? Le
gustaría que dejase a un lado los otros, los malos. Está harta del dichoso
tema. Hastiada de oír hablar de ello. Tu cantinela preferida, dice. Lo hecho,
hecho está, y el pasado nadie puede cambiarlo. Una tragedia, sí. Bien sabe Dios
que fue una tragedia, más que una tragedia. Pero ¿a qué viene volver sobre
ello? ¿Es que no te cansas nunca de desenterrar la vieja historia?
Dice:
Deja a un lado el pasado, por el amor de Dios. Todas esas viejas heridas.
Seguro que en tu carcaj han de quedarte otras flechas.
Dice:
¿Sabes una cosa? Creo que estás enfermo. Creo que estás como una cabra. Oye,
¿no te creerás todas esas cosas que dicen de ti? No te las creas ni en broma.
Mira, yo podría contarles un par de cosas. Déjame hablar con ellos; yo sí que
podría contarles algo bueno.
Dice:
¿Me estás escuchando?
Te
estoy escuchando, digo. Soy todo oídos, digo.
Dice:
¡Lo que he tenido que aguantar, señor mío! Y además, ¿quién te ha pedido que
vengas a verme? Yo no, desde luego. Apareces y entras. ¿Qué diablos quieres de
mí? ¿Sangre? ¿Más sangre? Pensaba que tenías ya la panza llena.
Dice:
Piensa que estoy muerta. Quiero que me dejes en paz. Lo que quiero es que me
dejes en paz, que me olvides. Mira, tengo cuarenta y cinco años. Cuarenta y
cinco, y tengo la impresión de tener cincuenta y cinco, o sesenta y cinco. Así
que déjame en paz, ¿quieres?
Dice:
¿Por qué no borras toda la pizarra y miras luego lo que queda? ¿Por qué no
empiezas de nuevo otra pizarra? Hazlo, a lo mejor llegas lejos.
Esto
último le hace reír. Yo río también, pero en mi caso son los nervios.
Dice:
¿Sabes una cosa? También yo tuve mi oportunidad, pero la dejé pasar. Sí, la
dejé pasar. No creo habértelo contado nunca. Pero ahora mírame. ¡Mírame! Échame
un buen vistazo, ahora que puedes. Me dejaste tirada como un trapo, grandísimo
hijo de perra.
Dice:
En aquel tiempo yo era más joven, y mejor persona. Quizá tú también lo eras.
Mejor persona, me refiero. Lo eras, sin duda. Tenías que ser mejor persona,
porque si no nunca habría tenido nada que ver contigo.
Dice:
Te quise tanto. Te quise con locura. Sí, así te quise. Más que a nada en el
mundo. ¿Te das cuenta? Es para morirse de risa. ¿Te imaginas? Estábamos tan
íntimamente unidos en aquella época que apenas puedo creerlo. Creo que eso es
precisamente lo que más extraño se me hace ahora. El recuerdo de haber tenido
tal intimidad con alguien. Una intimidad tan grande que me dan ganas de
vomitar. No me cabe en la cabeza una intimidad así con otra persona. Nunca he
vuelto a tenerla.
Dice:
Sinceramente, quiero que me dejes al margen de todo de ahora en adelante. Lo
digo en serio. Además, ¿quién te has creído que eres? ¿Te crees Dios o algo
parecido? Tú no eres digno ni de lamerle las botas. Ni las botas de Dios ni las
de nadie, si vamos al caso. Señor mío, ha estado usted frecuentando gente que
no le conviene. Pero ¿qué puedo saber yo? Ya ni siquiera sé qué es lo que sé.
Pero sé que no me gusta lo que has ido repartiendo a manos llenas. Al menos sé
eso. Ya sabes a lo que me refiero, ¿no? ¿Me equivoco?
No,
digo. En absoluto.
Dice:
Vas a darme la razón en todo, ¿no? Te das por vencido muy fácilmente. Siempre
has sido igual. No tienes principios, ni uno solo. Eres capaz de cualquier cosa
con tal de escurrir el bulto al menor conflicto. Aunque eso no viene a cuento.
Dice:
¿Te acuerdas de aquella vez que te amenacé con un cuchillo?
Lo
dice como de pasada, como si se tratara de algo sin importancia.
Vagamente,
digo. Seguramente me lo merecía, pero no lo recuerdo bien. Vamos, cuéntamelo,
adelante.
Dice:
Creo que ahora empiezo a entender... Creo que sé a qué has venido. Sí. Sé por
qué estás aquí, aunque quizá tú no lo sepas. Pero eres un viejo zorro. Sabes
por qué estás aquí. Has salido de pesca. En busca de material. ¿Me acerco? ¿He
dado en el clavo?
Cuéntame
lo del cuchillo, digo.
Dice:
Si te interesa saberlo, lamento no haber llegado a utilizarlo. De veras. Lo
digo con el corazón en la mano. Lo he pensado una y mil veces, y siento mucho
no haberlo utilizado. Tuve ocasión de hacerlo. Pero vacilé. Dudé y la
oportunidad se perdió, como dijo alguien. Pero debería haberlo utilizado, y
al diablo con todo. Debería haberte dado un tajo en el brazo, al menos. Al
menos eso.
Pero
no lo hiciste, digo. Creí que ibas a darme una cuchillada, pero no lo hiciste.
Luego te quité el cuchillo.
Dice:
Siempre has tenido suerte. Me lo quitaste y me diste una bofetada. Siento mucho
no haber utilizado aquel cuchillo. Un pequeño corte, al menos. Hasta un
pequeño corte habría bastado para dejarte un buen recuerdo mío.
Tengo
montones de recuerdos, digo. Inmediatamente me arrepiento de haberlo dicho.
Dice:
Amén, hermano. Por si no te has dado cuenta, ahí está la manzana de la
discordia. Ahí reside todo el problema. Pero en mi opinión, como ya te he
dicho, recuerdas lo que no deberías recordar. Recuerdas las cosas bajas,
vergonzosas. Por eso te has interesado tanto cuando he sacado a relucir lo del
cuchillo.
Dice:
Me pregunto si alguna vez te arrepientes de algo. Si es que ese sentimiento
vale algo hoy día. No mucho, me temo. Aunque tú deberías ser ya un especialista
en el tema.
Arrepentimiento,
digo. No me interesa gran cosa, la verdad. No es un vocablo que utilice muy a
menudo. Arrepentimiento. No, supongo que en general no siento nada parecido.
Admito que tengo tendencia a recrearme en el lado oscuro de las cosas. Bueno,
a veces. Pero ¿arrepentimiento? No, creo que no.
Dice:
Eres un grandísimo hijo de perra, ¿lo sabías? Un despiadado e insensible hijo
de perra. ¿Te lo han dicho alguna vez?
Sí,
tú, digo. Miles de veces.
Dice:
Yo siempre digo la verdad. Aunque duela. Nunca podrás cogerme en una mentira.
Dice:
Se me cayó la venda de los ojos hace mucho tiempo, pero ya era tarde. Tuve mi
oportunidad, pero la dejé escapar entre los dedos. Durante un tiempo llegué
incluso a pensar que volverías. ¿Cómo pude imaginar algo semejante? Debía de
estar muy desquiciada. Tengo ganas de llorar a mares, pero no voy a darte ese
placer.
Dice:
¿Sabes? Si te estuvieras quemando vivo ahora mismo, si de pronto tu cuerpo se
pusiera a arder en este mismo instante, no correría a echarte encima un cubo de
agua.
Ríe
ante lo que acaba de decir. Pero su semblante vuelve a ponerse grave en
seguida.
Dice:
¿Qué diablos haces aquí? ¿Quieres seguir oyendo cosas? Podría seguir así días y
días. Creo que sé por qué has venido, pero quiero que seas tú quien me lo diga.
Al ver
que no respondo, que sigo allí sentado y quieto, continúa.
Dice:
A partir de entonces, a partir del día en que te fuiste, ya nada me importaba.
Ni los niños, ni Dios, ni nada. Era como si no supiera qué cataclismo me había
fulminado. Era como si de pronto hubiera dejado de vivir. Había ido viviendo
año tras año, y de pronto la vida cesaba. No se detenía sin más, sino con un
chirrido horrible. Pensé: si para él no valgo nada, tampoco valgo nada para mí
misma, para nadie. Eso fue lo peor. Sentía que se me iba a romper el corazón.
¿Qué digo? Se me había roto. Claro que se me rompió. Así, sin más. Y sigue
roto, si te interesa saberlo. Esa es la verdad, en pocas palabras. Lo puse
todo en ti: todos los huevos en la misma cesta. Eso es lo que hice. Todos los
podridos huevos en la misma cesta.
Dice:
Encontraste a otra, ¿no es eso? No te llevó mucho tiempo. Y ahora eres feliz.
Eso es lo que dicen de ti, al menos. «Ahora es feliz.» ¿Sabes? ¡Leí todo lo que
me mandaste! ¿Pensabas que no iba a hacerlo? Escuche, señor, le conozco muy
bien. Siempre te he conocido bien. Entonces y ahora. Conozco el fondo de tu
corazón. Todos sus recovecos. No lo olvides nunca. Tu corazón es una jungla,
una selva oscura. Un cubo de la basura, por si quieres saberlo. Si quieren
preguntar a alguien, diles que vengan a hablar conmigo. Yo sé muy bien cómo
funcionas. Tú deja que vengan por aquí: se enterarán de un buen puñado de
cosas. Yo estaba allí. En primera línea, camarada. Luego me exhibiste y
ridiculizaste en tu... «literatura». Para que todo el mundo me compadeciera o
se permitiera juzgarme. Pregúntame si me importaba. Pregúntame si pasé vergüenza.
Vamos, pregúntamelo.
No,
digo. No voy a preguntártelo. No quiero entrar en eso, digo.
¡Pues
claro que no quieres! ¡Y también sabes por qué!
Dice:
Querido, no quiero ofenderte, pero a veces creo que sería capaz de pegarte un
tiro y quedarme mirando cómo estiras la pata.
Dice:
No puedes mirarme a los ojos, ¿eh?
Dice
(y son palabras literales): Ni siquiera eres capaz de mirarme a los ojos cuando
te hablo.
Muy
bien, de acuerdo, la miro a los ojos.
Dice:
Así. Perfecto. Puede que así podamos llegar a alguna parte. Así está mucho
mejor. Si la miras a los ojos, puedes saber mucho de la persona con quien
hablas. Lo sabe todo el mundo. Pero ¿sabes otra cosa? Nadie en todo el planeta
se atrevería a decírtela. Nadie más que yo. Yo tengo derecho. Me gané ese
derecho, querido. Bien, escucha, te crees alguien que no eres. Esa es la pura
verdad. Pero ¿qué puedo saber yo? Eso es lo que dirán en los cien próximos
años. Dirán: «¿Quién era ella, al fin y al cabo?».
Dice:
En cualquier caso, de lo que no hay duda es de que tú sí me has tomado a mí por
otra persona. ¡Ya ni siquiera tengo el mismo nombre! Ni el que me pusieron
cuando nací, ni el que llevé cuando vivía contigo, ni el que tenía hace un par
de años. ¿Cómo se explica eso? ¿A qué vienen todos estos cambios? Pues bien,
escucha: quiero que me dejes vivir en paz. Por favor. No creo que sea un
crimen.
Dice:
¿No deberías estar en otra parte? ¿No tienes que coger ningún avión? ¿No
tendrías que estar en algún sitio a doscientos kilómetros de aquí en este
preciso instante?
No,
digo. Y lo repito: No. No tengo que estar en ninguna parte.
Y
entonces hago algo. Alargo la mano y le cojo la manga de la blusa entre el
pulgar y el índice. Y eso es todo. No hago más que tocarla así, y después
retiro la mano. Ella no se aparta. No se mueve.
Y he
aquí lo que hago luego: me pongo de rodillas, un tipo grande como yo, y cojo
el dobladillo de su vestido. ¿Qué estoy haciendo en el suelo? Me gustaría
saberlo. Pero sé que estoy donde debo estar, y sigo de rodillas aferrado a su
vestido.
Se
queda inmóvil un instante, pero al momento siguiente dice: Está bien, bobo.
Eres tan tonto a veces... Levántate. Te digo que te levantes. Venga, hazme
caso. Ya lo he superado. Me llevó bastante tiempo, pero logré superarlo. ¿Qué
creías? ¿Que me iba a ser fácil? Luego apareces en mi puerta y toda la vieja
historia se me viene de nuevo encima. Necesitaba airearla. Pero sabes y sé que
todo aquello es agua pasada.
Dice:
Durante mucho tiempo mi desconsuelo fue total. Inconsolable... Así estaba yo,
cariño. Anota esa palabra en tu pequeña libreta. Puedo decir por experiencia
que es la palabra más triste de todo el diccionario. Bien, pero al final pude
superarlo. El tiempo es un caballero, dijo un sabio. O alguna mujer vieja y
cansada, quién sabe.
Dice:
Ahora tengo una vida. Una vida diferente de la tuya, pero supongo que no
debemos compararlas. Es mi vida, y eso es lo importante; es de eso de lo que
tengo que ser más y más consciente a medida que envejezco. Pero no te sientas
demasiado mal. Bueno, quizá tampoco pase nada porque te sientas un poco mal. No
te morirás, y es lo menos que puede esperarse de alguien que no es capaz de
arrepentirse.
Dice:
Vamos, levántate. Tienes que irte. Mi marido está a punto de llegar para el
almuerzo. ¿Cómo podría explicarle todo esto?
Es
absurdo, pero sigo de rodillas aferrado a su vestido. No quiero soltarlo. Soy
como un terrier, y es como si estuviera pegado al suelo. Como si no pudiera
moverme.
Dice:
Levántate ahora mismo. ¿Qué pasa? ¿Quieres algo más de mí? ¿Qué es lo que
quieres? ¿Que te perdone? ¿Por eso haces todo esto? Es por eso, ¿no es cierto?
Por eso te desviaste para venir a verme. Lo del cuchillo parece que te ha
reanimado un poco. Creí que lo habías olvidado. Pero ahí estaba yo para
recordártelo. Bien, si te vas ahora mismo te diré algo.
Dice:
Te perdono.
Dice:
¿Satisfecho? ¿Mejor así? ¿Te sientes feliz? Sí, ahora se siente feliz.
Pero
yo sigo allí, arrodillado.
Dice:
¿Has oído lo que he dicho? Tienes que irte. ¿Eh, bobo? Querido, te he dicho que
te perdono. Hasta te he recordado lo del cuchillo. ¿Qué más puedo hacer? Has
salido bien parado, pequeño. Vamos, date prisa, tienes que irte. Levántate.
Así, muy bien. Sigues siendo un hombre grande, ¿eh? Aquí tienes tu sombrero. No
te olvides el sombrero. Antes nunca llevabas sombrero. Nunca en la vida te
había visto con sombrero.
Dice:
Escucha. Mírame. Escucha atentamente lo que voy a decirte.
Se
acerca. Su cara está apenas a un palmo de la mía. No habíamos estado tan cerca
en mucho tiempo. Aspiro el aire entrecortada y quedamente para que no me oiga,
y espero. Tengo la impresión de que el corazón me late más despacio.
Dice:
Cuéntalo como crees que debes, y olvida lo demás. Como siempre has hecho.
Llevas tanto tiempo haciéndolo que no te será muy difícil.
Dice:
Bien. Ya está hecho. Eres libre, ¿no es cierto? Al menos piensas que lo eres.
Libre al fin. Era una broma, pero no te rías. De todas formas te sientes mejor,
¿no crees?
Me
acompaña por el pasillo.
Dice:
No sé cómo podría explicarle esto a mi marido si apareciera en este momento.
Pero qué importa. Si nos ponemos a pensarlo, hoy día a nadie le importa un
comino nada. Además, creo que todo lo que podía pasar ya ha pasado. A
propósito, mi marido se llama Fred. Es un buen hombre. Trabaja duro para
ganarse la vida. Y se preocupa por mí.
Me
acompaña hasta la puerta, que ha estado abierta todo el rato. Durante toda la
mañana han estado entrando la luz y el aire fresco y los ruidos de la calle,
pero no nos hemos dado cuenta. Miro hacia el exterior y veo, oh, Dios, una luna
blanca suspendida en el cielo de la mañana. No creo haber visto jamás nada tan
extraordinario. Pero me da miedo comentarlo. Sí, me da miedo. No sé lo que
podría pasar. Hasta podría echarme a llorar. O no entender en absoluto mis
propias palabras.
Dice:
Puede que algún día vuelvas a verme o puede que no. Lo de hoy no tardará en
borrarse, lo sabes. Pronto volverás a sentirte mal. A lo mejor consigues una
buena historia de todo esto. Pero si es así, no quiero saberlo.
Le
digo adiós. Ella no dice nada. Se mira las manos, luego se las mete en los
bolsillos del vestido. Sacude la cabeza. Vuelve a entrar en casa, y esta vez
cierra la puerta.
Me
alejo por la acera. Unos niños se pasan un balón de fútbol al otro extremo de
la calle. Pero no son hijos míos. Ni hijos de ella. Hay hojas secas por todas
partes, incluso en las cunetas. Mire donde mire, las veo a montones. Caen de
los árboles a mi paso. No puedo avanzar sin que mis pies tropiecen con ellas.
Deberían hacer algo al respecto. Deberían tomarse la molestia de coger un
rastrillo y dejar esto como es debido.
en
Tres rosas amarillas, 1997
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