Había un arroyo, junto a la madriguera,
que se volvía un cordel, a lo largo del verano seco
en que nací. Una noche, a finales de agosto, llovió
—nos despertó el Trueno. Las gotas percutían
contra el polvo, sobre las hojas tiesas del roble, sobre las piedras
cubiertas de liquen,
y vino la lluvia a cántaros, bajando la colina,
el viento mojado sopló hacia nuestra cueva y resonaron
los sonidos
del escurrir de hojas, el susurro de ramas empapadas en ráfagas
de viento.
Y entonces cambió la tonada del arroyo —oí caer una piedra
que hizo las nuevas ondas murmurar, en un tono más bajo.
En el sitio de las nuevas ondas, la próxima mañana, bebí
agua fresca y enlodada que me dio dentera.
Pensé en qué delicado era el equilibrio de la piedra y cómo
la tempestad se hizo música, cuando cambió mi mundo.
Traducción de Katherine Hedeen
y Víctor Rodríguez Núñez
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