El
anciano pintor Wang-Fô y su discípulo Ling erraban por los caminos del reino de
Han. Avanzaban lentamente, pues Wang-Fô se detenía durante la noche a
contemplar los astros y durante el día a mirar las libélulas. No iban muy
cargados, ya que Wang-Fô amaba la imagen de las cosas y no las cosas en sí
mismas, y ningún objeto del mundo le parecía digno de ser adquirido a no ser
pinceles, tarros de laca y rollos de seda o de papel de arroz. Eran pobres,
pues Wang-Fô trocaba sus pinturas por una ración de mijo y despreciaba las monedas
de plata. Su discípulo Ling, doblándose bajo el peso de un saco lleno de
bocetos, encorvaba respetuosamente la espalda como si llevara encima la bóveda
celeste, ya que aquel saco, a los ojos de Ling, estaba lleno de montañas
cubiertas de nieve, de ríos en primavera y del rostro de la luna de verano.
Ling no
había nacido para correr los caminos al lado de un anciano que se apoderaba de
la aurora y apresaba el crepúsculo. Su padre era cambista de oro; su madre era
la hija única de un comerciante de jade, que le había legado sus bienes
maldiciéndola por no ser un hijo. Ling había crecido en una casa donde la
riqueza abolía las inseguridades. Aquella existencia, cuidadosamente
resguardada, lo había vuelto tímido: tenía miedo de los insectos, de la
tormenta y del rostro de los muertos. Cuando cumplió quince años, su padre le
escogió una esposa, y la eligió muy bella, pues la idea de la felicidad que
proporcionaba a su hijo lo consolaba de haber llegado a la edad en que la noche
sólo sirve para dormir. La esposa de Ling era frágil como un junco, infantil
como la leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas. Después de la
boda, los padres de Ling llevaron su discreción hasta el punto de morirse, y su
hijo se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en compañía de su joven
esposa, que sonreía sin cesar, y de un ciruelo que daba flores rosas cada
primavera. Ling amó a aquella mujer de corazón límpido igual que se ama a un
espejo que no se empaña nunca, o a un talismán que siempre nos protege. Acudía
a las casas de té para seguir la moda, y favorecía moderadamente a bailarinas y
acróbatas. Una noche, en una taberna, tuvo por compañero de mesa a Wang-Fô. El
anciano había bebido, para ponerse en un estado que le permitiera pintar con
realismo a un borracho; su cabeza se inclinaba hacia un lado, como si se
esforzara por medir la distancia que separaba su mano de la taza. El alcohol de
arroz desataba la lengua de aquel artesano taciturno, y aquella noche, Wang
hablaba como si el silencio fuera una pared y las palabras unos colores
destinados a embadurnarla. Gracias a él, Ling conoció la belleza que reflejaban
las caras de los bebedores, difuminadas por el humo de las bebidas calientes,
el esplendor tostado de las carnes lamidas de una forma desigual por los lengüetazos
del fuego, y el exquisito color de rosa de las manchas de vino esparcidas por
los manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de viento abrió la ventana; el
aguacero penetró en la habitación. Wang-Fô se agachó para que Ling admirase la
lívida veta del rayo y Ling, maravillado, dejó de tener miedo a las tormentas.
Ling pagó la cuenta del viejo pintor; como
Wang-Fô no tenía ni dinero ni morada, le ofreció humildemente un refugio.
Hicieron juntos el camino; Ling llevaba un farol; su luz proyectaba en los
charcos inesperados destellos: Aquella noche, Ling se enteró con sorpresa de
que los muros de su casa no eran rojos, como él creía sino que tenían el color
de una naranja que se empieza a pudrir. En el patio, Wang-Fô advirtió la forma
delicada de un arbusto, en el que nadie se había fijado hasta entonces, y lo
comparó a una mujer joven que dejara secar sus cabellos. En el pasillo, siguió
con arrobo el andar vacilante de una hormiga a lo largo de las grietas de la
pared, y el horror que Ling sentía por aquellos bichitos se desvaneció.
Entonces, comprendiendo que Wang-Fô acababa de regalarle un alma y una
percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente al anciano en la habitación
donde habían muerto sus padres.
Hacía años que Wang-Fô soñaba con hacer el retrato
de una princesa de antaño tocando el laúd bajo un sauce. Ninguna mujer le
parecía lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling podía serlo,
puesto que no era una mujer. Más tarde, Wang-Fô habló de pintar a un joven
príncipe tensando el arco al pie de un alto cedro. Ningún joven de la época
actual era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling mandó posar a
su mujer bajo el ciruelo del jardín. Después, Wang-Fô la pintó vestida de hada
entre las nubes de poniente, y la joven lloró, pues aquello era un presagio de
muerte. Desde que Ling prefería los retratos que le hacía Wang-Fô a ella misma,
su rostro se marchitaba como la flor que lucha con el viento o con las lluvias
de verano. Una mañana la encontraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las
puntas de la bufanda de seda que la estrangulaba flotaban al viento mezcladas
con sus cabellos; parecía aún más esbelta que de costumbre, y tan pura como las
beldades que cantan los poetas de tiempos pasados. Wang-Fô la pintó por última
vez, pues le gustaba ese color verdoso que adquiere el rostro de los muertos.
Su discípulo Ling desleía los colores y este trabajo exigía tanta aplicación
que se olvidó de verter unas lágrimas.
Ling vendió sucesivamente sus esclavos, sus
jades y los peces de su estanque para proporcionar al maestro tarros de tinta
púrpura que venían de Occidente. Cuando la casa estuvo vacía, se marcharon y
Ling cerró tras él la puerta de su pasado. Wang-Fô estaba cansado de una ciudad
en donde ya las caras no podían enseñarle ningún secreto de belleza o de
fealdad, y juntos ambos, maestro y discípulo, vagaron por los caminos del reino
de Han.
Su reputación los precedía por los pueblos, en
el umbral de los castillos fortificados y bajo el pórtico de los templos donde
se refugian los peregrinos inquietos al llegar el crepúsculo. Se decía que
Wang-Fô tenía el poder de dar vida a sus pinturas gracias a un último toque de
color que añadía a los ojos. Los granjeros acudían a suplicarle que les pintase
un perro guardián, y los señores querían que les hiciera imágenes de soldados.
Los sacerdotes honraban a Wang-Fô como a un sabio; el pueblo lo temía como a un
brujo. Wang se alegraba de estas diferencias de opiniones que le permitían
estudiar a su alrededor las expresiones de gratitud, de miedo o de veneración.
Ling mendigaba la comida, velaba el sueño de
su maestro y aprovechaba sus éxtasis para darle masaje en los pies. Al apuntar
el día, mientras el anciano seguía durmiendo, salía en busca de paisajes
tímidos, escondidos detrás de los bosquecillos de juncos. Por la noche, cuando
el maestro, desanimado, tiraba sus pinceles al suelo, él los recogía. Cuando
Wang-Fô estaba triste y hablaba de su avanzada edad, Ling le mostraba sonriente
el tronco sólido de un viejo roble; cuando Wang-Fô estaba alegre y soltaba sus
chanzas, Ling fingía escucharlo humildemente.
Un día, al atardecer, llegaron a los arrabales
de la ciudad imperial, y Ling buscó para Wang-Fô un albergue donde pasar la
noche. El anciano se envolvió en sus harapos y Ling se acostó junto a él para
darle calor, pues la primavera acababa de llegar y el suelo de barro estaba
helado aún. Al llegar el alba, unos pesados pasos resonaron por los pasillos de
la posada; se oyeron los susurros amedrentados del posadero y unos gritos de
mando proferidos en lengua bárbara. Ling se estremeció, recordando que el día
anterior había robado un pastel de arroz para la comida del maestro. No puso en
duda que venían a arrestarlo y se preguntó quién ayudaría mañana a Wang-Fô a
vadear el próximo río.
Entraron los soldados provistos de faroles. La
llama, que se filtraba a través del papel de colores, ponía luces rojas y
azules en sus cascos de cuero. La cuerda de un arco vibraba en su hombro, y, de
repente, los más feroces rugían sin razón alguna. Pusieron su pesada mano en la
nuca de Wang-Fô, quien no pudo evitar fijarse en que sus mangas no hacían juego
con el color de sus abrigos. Ayudado por su discípulo, Wang-Fô siguió a los
soldados, tropezando por unos caminos desiguales. Los transeúntes, agrupados,
se mofaban de aquellos dos criminales a quienes probablemente iban a decapitar.
A todas las preguntas que hacía Wang, los soldados contestaban con una mueca
salvaje. Sus manos atadas le dolían y Ling, desesperado, miraba a su maestro
sonriendo, lo que era para él una manera más tierna de llorar.
Llegaron a la puerta del palacio imperial,
cuyos muros color violeta se erguían en pleno día como un trozo de crepúsculo.
Los soldados obligaron a Wang-Fô a franquear innumerables salas cuadradas o
circulares, cuya forma simbolizaba las estaciones, los puntos cardinales, lo
masculino y lo femenino, la longevidad, las prerrogativas del poder. Las
puertas giraban sobre sí mismas mientras emitían una nota de música, y su
disposición era tal que podía recorrerse toda la gama al atravesar el palacio
de Levante a Poniente. Todo se concertaba para dar idea de un poder y de una
sutileza sobrehumana y se percibía que las más ínfimas órdenes que allí se
pronunciaban debían de ser definitivas y terribles, como la sabiduría de los
antepasados. Finalmente, el aire se enrareció; el silencio se hizo tan profundo
que ni un torturado se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una
cortina; los soldados temblaron como mujeres, y el grupito entró en la sala en
donde se hallaba el Hijo del Cielo sentado en su trono.
Era una sala desprovista de paredes, sostenida
por unas macizas columnas de piedra azul. Florecía un jardín al otro lado de
los fustes de mármol y cada una de las flores que encerraban sus bosquecillos
pertenecía a una exótica especie traída de allende los mares. Pero ninguna de
ellas tenía perfume, por temor a que la meditación del Dragón Celeste se viera
turbada por los buenos olores. Por respeto al silencio en que bañaban sus
pensamientos, ningún pájaro había sido admitido en el interior del recinto y
hasta se había expulsado de allí a las abejas. Un alto muro separaba el jardín
del resto del mundo, con el fin de que el viento, que pasa sobre los perros
reventados y los cadáveres de los campos de batalla, no pudiera permitirse ni
rozar siquiera la manga del Emperador.
El Maestro Celeste se hallaba sentado en un
trono de jade y sus manos estaban arrugadas como las de un viejo, aunque apenas
tuviera veinte años. Su traje era azul, para simular el invierno, y verde, para
recordar la primavera. Su rostro era hermoso, pero impasible como un espejo
colocado a demasiada altura y que no reflejara más que los astros y el
implacable cielo. A su derecha tenía al Ministro de los Placeres Perfectos y a
su izquierda al Consejero de los Tormentos Justos. Como sus cortesanos,
alineados al pie de las columnas, aguzaban el oído para recoger la menor
palabra que de sus labios se escapara, había adquirido la costumbre de hablar
siempre en voz baja.
—Dragón Celeste —dijo Wang-Fô, prosternándose—,
soy viejo, soy pobre y soy débil. Tú eres como el verano; yo soy como el
invierno. Tú tienes Diez Mil Vidas; yo no tengo más que una y pronto acabará.
¿Qué te he hecho yo? Han atado mis manos que jamás te hicieron daño alguno.
—¿Y tú me preguntas qué es lo que me has
hecho, viejo Wang-Fô? —dijo el Emperador.
Su voz era tan melodiosa que daban ganas de
llorar. Levantó su mano derecha, que los reflejos del suelo de jade
transformaban en glauca como una planta submarina, y Wang-Fô, maravillado por aquellos
dedos tan largos y delgados, trató de hallar en sus recuerdos si alguna vez
había hecho del Emperador o de sus ascendientes un retrato tan mediocre que
mereciese la muerte. Mas era poco probable, pues Wang-Fô, hasta aquel momento,
apenas había pisado la corte de los Emperadores, prefiriendo siempre las chozas
de los granjeros o, en las ciudades, los arrabales de las cortesanas y las
tabernas del muelle en las que disputan los estibadores.
—¿Me preguntas lo que me has hecho, viejo
Wang-Fô? —prosiguió el Emperador, inclinando su cuello delgado hacia el anciano
que lo escuchaba—. Voy a decírtelo. Pero como el veneno ajeno no puede entrar
en nosotros, sino por nuestras nueve aberturas, para ponerte en presencia de
tus culpas deberé recorrer los pasillos de mi memoria y contarte toda mi vida.
Mi padre había reunido una colección de tus pinturas en la estancia más
escondida de palacio, pues sustentaba la opinión de que los personajes de los
cuadros deben ser sustraídos a las miradas de los profanos, en cuya presencia
no pueden bajar los ojos. En aquellas salas me educaron a mí, viejo Wang-Fô, ya
que habían dispuesto una gran soledad a mi alrededor para permitirme crecer.
Con objeto de evitarle a mi candor las salpicaduras humanas, habían alejado de
mí las agitadas olas de mis futuros súbditos, y a nadie se le permitía pasar
ante mi puerta, por miedo a que la sombra de aquel hombre o mujer se extendiera
hasta mí. Los pocos y viejos servidores que se me habían concedido se mostraban
lo menos posible; las horas daban vueltas en círculo; los colores de tus
cuadros se reavivaban con el alba y palidecían con el crepúsculo. Por las
noches, yo los contemplaba cuando no podía dormir, y durante diez años
consecutivos estuve mirándolos todas las noches. Durante el día, sentado en una
alfombra cuyo dibujo me sabía de memoria, reposando la palma de mis manos
vacías en mis rodillas de amarilla seda, soñaba con los goces que me
proporcionaría el porvenir. Me imaginaba al mundo con el país de Han en medio,
semejante al llano monótono hueco de la mano surcada por las líneas fatales de
los Cinco Ríos. A su alrededor, el mar donde nacen los monstruos y, más lejos
aún, las montañas que sostienen el cielo. Y para ayudarme a imaginar todas esas
cosas, yo me valía de tus pinturas. Me hiciste creer que el mar se parecía a la
vasta capa de agua extendida en tus telas, tan azul que una piedra al caer no
puede por menos de convertirse en zafiro; que las mujeres se abrían y se
cerraban como las flores, semejantes a las criaturas que avanzan, empujadas por
el viento, por los senderos de tus jardines, y que los jóvenes guerreros de
delgada cintura que velan en las fortalezas de las fronteras eran como flechas
que podían traspasarnos el corazón. A los dieciséis años, vi abrirse las
puertas que me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio a mirar las
nubes, pero eran menos hermosas que las de tus crepúsculos. Pedí mi litera:
sacudido por los caminos, cuyo barro y piedras yo no había previsto, recorrí
las provincias del Imperio sin hallar tus jardines llenos de mujeres parecidas
a luciérnagas, aquellas mujeres que tú pintabas y cuyo cuerpo es como un
jardín. Los guijarros de las orillas me asquearon de los océanos; la sangre de
los ajusticiados es menos roja que la granada que se ve en tus cuadros; los
parásitos que hay en los pueblos me impiden ver la belleza de los arrozales; la
carne de las mujeres vivas me repugna tanto como la carne muerta que cuelga de
los ganchos en las carnicerías, y la risa soez de mis soldados me da náuseas.
Me has mentido, Wang-Fô, viejo impostor: el mundo no es más que un amasijo de
manchas confusas, lanzadas al vacío por un pintor insensato, borradas sin cesar
por nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más hermoso de los reinos y yo
no soy el Emperador. El único imperio sobre el que vale la pena reinar es aquel
donde tú penetras, viejo Wang-Fô, por el camino de las Mil Curvas y de los Diez
Mil Colores. Sólo tú reinas en paz sobre unas montañas cubiertas por una nieve
que no puede derretirse y sobre unos campos de narcisos que nunca se marchitan.
Y por eso, Wang-Fô, he buscado el suplicio que iba a reservarte, a ti cuyos
sortilegios han hecho que me asquee de cuanto poseo y me han hecho desear lo
que jamás podré poseer. Y para encerrarte en el único calabozo de donde no vas
a poder salir, he decidido que te quemen los ojos, ya que tus ojos, Wang— Fô,
son las dos puertas mágicas que abren tu reino. Y puesto que tus manos son los
dos caminos, divididos en diez bifurcaciones, que te llevan al corazón de tu
imperio, he dispuesto que te corten las manos. ¿Me has entendido, viejo
Wang-Fô?
Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling
se arrancó del cinturón un cuchillo mellado y se precipitó sobre el Emperador.
Dos guardias lo apresaron. El Hijo del Cielo sonrió y añadió con un suspiro:
—Y te odio también, viejo Wang-Fô, porque has
sabido hacerte amar. Matad a ese perro.
Ling dio un salto para evitar que su sangre
manchase el traje de su maestro. Uno de los soldados levantó el sable, y la
cabeza de Ling se desprendió de su nuca, semejante a una flor tronchada. Los
servidores se llevaron los restos y Wang-Fô, desesperado, admiró la hermosa
mancha escarlata que la sangre de su discípulo dejaba en el pavimento de piedra
verde.
El Emperador hizo una seña y dos eunucos limpiaron
los ojos de Wang-Fô.
—Óyeme, viejo Wang—Fo —dijo el Emperador—, y
seca tus lágrimas, pues no es el momento de llorar. Tus ojos deben permanecer
claros, con el fin de que la poca luz que aún les queda no se empañe con tu
llanto. Ya que no deseo tu muerte sólo por rencor, ni sólo por crueldad quiero
verte sufrir. Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fô. Poseo, entre la colección
de tus obras, una pintura admirable en donde se reflejan las montañas, el
estuario de los ríos y el mar, infinitamente reducidos, es verdad, pero con una
evidencia que sobrepasa a la de los objetos mismos, como las figuras que se
miran a través de una esfera. Pero esta pintura se halla inacabada, Wang-Fô, y
tu obra maestra no es más que un esbozo. Probablemente, en el momento en que la
estabas pintando, sentado en un valle solitario, te fijaste en un pájaro que
pasaba, o en un niño que perseguía al pájaro. Y el pico del pájaro o las
mejillas del niño te hicieron olvidar los párpados azules de las olas. No has
terminado las franjas del manto del mar, ni los cabellos de algas de las rocas.
Wang-Fô, quiero que dediques las horas de luz que aún te quedan a terminar esta
pintura, que encerrará de esta suerte los últimos secretos acumulados durante
tu larga vida. No me cabe duda de que tus manos, tan próximas a caer, temblarán
sobre la seda y el infinito penetrará en tu obra por esos cortes de la
desgracia. Ni me cabe duda de que tus ojos, tan cerca de ser aniquilados,
descubrirán unas relaciones al límite de los sentidos humanos. Tal es mi
proyecto, viejo Wang-Fô, y puedo obligarte a realizarlo. Si te niegas, antes de
cegarte quemaré todas tus obras y entonces serás como un padre cuyos hijos han
sido todos asesinados y destruidas sus esperanzas de posteridad. Piensa más
bien, si quieres, que esta última orden es una consecuencia de mi bondad, pues
sé que la tela es la única amante a quien tú has acariciado. Y ofrecerte unos
pinceles, unos colores y tinta para ocupar tus últimas horas es lo mismo que
darle una ramera como limosna a un hombre que va a morir.
A una seña del dedo meñique del Emperador, dos
eunucos trajeron respetuosamente la pintura inacabada donde Wang-Fô había
trazado la imagen del cielo y del mar. Wang-Fô se secó las lágrimas y sonrió,
pues aquel apunte le recordaba su juventud. Todo en él atestiguaba una frescura
de alma a la que ya Wang-Fô no podía aspirar, pero le faltaba, no obstante,
algo, pues en la época en que la había pintado Wang, todavía no había
contemplado lo bastante las montañas, ni las rocas que bañan en el mar sus
flancos desnudos, ni tampoco se había empapado lo suficiente de la tristeza del
crepúsculo. Wang-Fô eligió uno de los pinceles que le presentaba un esclavo y
se puso a extender, sobre el mar inacabado, amplias pinceladas de azul. Un
eunuco, en cuclillas a sus pies, desleía los colores; hacía esta tarea bastante
mal, y más que nunca Wang-Fô echó de menos a su discípulo Ling.
Wang empezó por teñir de rosa la punta del ala
de una nube posada en una montaña. Luego añadió a la superficie del mar unas pequeñas
arrugas que no hacían sino acentuar la impresión de su serenidad. El pavimento
de jade se iba poniendo singularmente húmedo, pero Wang-Fô, absorto en su
pintura, no advertía que estaba trabajando sentado en el agua.
La frágil embarcación, agrandada por las
pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo el primer plano del rollo de seda. El
ruido acompasado de los remos se elevó de repente en la distancia, rápido y
ágil como un batir de alas. El ruido se fue acercando, llenó suavemente toda la
sala y luego cesó; unas gotas temblaban, inmóviles, suspendidas de los remos
del barquero. Hacía mucho tiempo que el hierro al rojo vivo destinado a quemar
los ojos de Wang se había apagado en el brasero del verdugo. Con el agua hasta
los hombros, los cortesanos, inmovilizados por la etiqueta, se alzaban sobre la
punta de los pies. El agua llegó por fin a nivel del corazón imperial. El
silencio era tan profundo que hubiera podido oírse caer las lágrimas.
Era Ling, en efecto. Llevaba puesto su traje
viejo de diario, y su manga derecha aún llevaba la huella de un enganchón que
no había tenido tiempo de coser aquella mañana, antes de la llegada de los
soldados. Pero lucía alrededor del cuello una extraña bufanda roja. Wang-Fô le
dijo dulcemente, mientras continuaba pintando:
—Te creía muerto.
—Estando vos vivo —dijo respetuosamente Ling—,
¿cómo podría yo morir?
Y ayudó al maestro a subir a la barca. El
techo de jade se reflejaba en el agua, de suerte que Ling parecía navegar por
el interior de una gruta. Las trenzas de los cortesanos sumergidos ondulaban en
la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del Emperador flotaba como un
loto.
—Mira, discípulo mío —dijo melancólicamente
Wang-Fô—. Esos desventurados van a perecer, si no lo han hecho ya. Yo no sabía
que había bastante agua en el mar para ahogar a un Emperador. ¿Qué podemos
hacer?
—No temas nada, Maestro —murmuró el
discípulo—. Pronto se hallarán a pie enjuto, y ni siquiera recordarán haberse
mojado las mangas. Tan sólo el Emperador conservará en su corazón un poco de
amargor marino. Estas gentes no están hechas para perderse por el interior de
una pintura.
Y añadió:
—La mar está tranquila y el viento es
favorable. Los pájaros marinos están haciendo sus nidos. Partamos, maestro, al
país de más allá de las olas.
—Partamos —dijo el viejo pintor.
Wang-Fô
cogió el timón y Ling se inclinó sobre los remos. La cadencia de los mismos
llenó de nuevo toda la estancia, firme y regular como el latido de un corazón.
El nivel del agua iba disminuyendo insensiblemente en torno a las grandes rocas
verticales que volvían a ser columnas. Muy pronto, tan sólo unos cuantos
charcos brillaron en las depresiones del pavimento de jade. Los trajes de los
cortesanos estaban secos, pero el Emperador conservaba algunos copos de espuma
en la orla de su manto.
El rollo
de seda pintado por Wang-Fô permanecía sobre una mesita baja. Una barca ocupaba
todo el primer término. Se alejaba poco a poco, dejando tras ella un delgado
surco que volvía a cerrarse sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía el rostro
de los dos hombres sentados en la barca, pero aún podía verse la bufanda roja
de Ling y la barba de Wang-Fô, que flotaba al viento.
La
pulsación de los remos fue debilitándose y luego cesó, borrada por la
distancia. El Emperador, inclinado hacia delante, con la mano a modo de visera
delante de los ojos, contemplaba alejarse la barca de Wang-Fô, que ya no era
más que una mancha imperceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho de oro
se elevó, desplegándose sobre el mar. Finalmente, la barca viró en derredor a
una roca que cerraba la entrada a la alta mar; cayó sobre ella la sombra del
acantilado; borróse el surco de la desierta superficie y el pintor Wang-Fô y su
discípulo Ling desaparecieron para siempre en aquel mar de Jade azul que Wang-Fô
acababa de inventar.
en Cuentos orientales, 1938
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