jueves, agosto 28, 2014

“La muerte del padre”, de Karl Ove Knausgård








Fragmento

La ironía era sencilla, incluso yo la capté, pero también lo complicaba todo, porque no entendía a qué venía. Para mí la noche era realmente maravillosa. Lo que esa ironía entrañaba pasó como una corriente subterránea durante el resto de aquel verano; nos bañábamos en el río desde temprano por la mañana, jugábamos al fútbol en descampados a la sombra, íbamos en bicicleta hasta el camping de Hamresanden, donde nos bañábamos y mirábamos a las chicas, y en el mes de julio participamos en el campeonato de fútbol infantil y juvenil Norway Cup, donde me emborraché por primera vez. Alguien conocía a alguien que tenía un piso, alguien conocía a alguien que nos podía comprar cerveza, de modo que allí me encontré una tarde de verano bebiendo en un cuarto de estar desconocido. Aquello fue como un estallido de alegría, nada era ya peligroso o digno de preocupación, no hacía sino reírme, reírme sin cesar en medio de todo lo desconocido, los muebles desconocidos, las chicas desconocidas, el jardín desconocido, pensé que así era como quería estar. Exactamente así. Reírnos sin parar y sucumbir a todos los caprichos que se nos ocurrieran. Hay dos fotos mías de esa noche, en una estoy tumbado entre un montón de cuerpos en el suelo en medio de la habitación, en una mano tengo una calavera, mientras mi propia cabeza queda como separada de mis manos y pies, sobresaliendo por el otro lado, contraída en una especie de mueca de felicidad. En la otra foto estoy yo solo, tumbado en una cama con una botella de cerveza en una mano y en la otra una calavera con la que me tapo la ingle, llevo gafas de sol y tengo la boca abierta de par en par de tanto reírme. Fue el verano de 1984, yo tenía quince años y acababa de hacer un descubrimiento: beber era fantástico.



en La muerte del padre, 2012








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