Fragmento
La ironía era sencilla, incluso yo la capté, pero
también lo complicaba todo, porque no entendía a qué venía. Para mí la noche
era realmente maravillosa. Lo que esa ironía entrañaba pasó como una corriente
subterránea durante el resto de aquel verano; nos bañábamos en el río desde
temprano por la mañana, jugábamos al fútbol en descampados a la sombra, íbamos
en bicicleta hasta el camping de Hamresanden, donde nos bañábamos y mirábamos a
las chicas, y en el mes de julio participamos en el campeonato de fútbol
infantil y juvenil Norway Cup, donde me emborraché por primera vez. Alguien
conocía a alguien que tenía un piso, alguien conocía a alguien que nos podía
comprar cerveza, de modo que allí me encontré una tarde de verano bebiendo en
un cuarto de estar desconocido. Aquello fue como un estallido de alegría, nada
era ya peligroso o digno de preocupación, no hacía sino reírme, reírme sin
cesar en medio de todo lo desconocido, los muebles desconocidos, las chicas
desconocidas, el jardín desconocido, pensé que así era como quería estar.
Exactamente así. Reírnos sin parar y sucumbir a todos los caprichos que se nos
ocurrieran. Hay dos fotos mías de esa noche, en una estoy tumbado entre un
montón de cuerpos en el suelo en medio de la habitación, en una mano tengo una
calavera, mientras mi propia cabeza queda como separada de mis manos y pies,
sobresaliendo por el otro lado, contraída en una especie de mueca de felicidad.
En la otra foto estoy yo solo, tumbado en una cama con una botella de cerveza
en una mano y en la otra una calavera con la que me tapo la ingle, llevo gafas
de sol y tengo la boca abierta de par en par de tanto reírme. Fue el verano de
1984, yo tenía quince años y acababa de hacer un descubrimiento: beber era
fantástico.
en La muerte del padre, 2012
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