martes, julio 29, 2014

“Las grutas de Karlsbad”, de Ted Hughes








Vimos a los murciélagos en las cuevas de Karlsbad,
espesos como el enmarañado hollín de las chimeneas
más grandes que las catedrales. Nos convertimos sólo en puntos

en el horizonte de su mundo completo
y de sus vidas exclusivas.
Presumiblemente el grupo entero era feliz,

tan feliz que no sabían que eran felices,
ocupados en su felicidad, llenos de ella,
colgados al revés en sus cielos de piedra.

Comprobamos nuestros relojes. Los murciélagos de vanguardia
sincronizados al minuto, empezaron a agitarse y dar vueltas
en la boca enorme de la gruta

que era nuestro anfiteatro, y ellos el drama.
Unos cuantos, agitados, se reunieron en millones
hasta que la concentración ebullidora se liberó del imán

subterráneo. Los murciélagos comenzaron a salir,
derramándose, como humo, en hinchadas olas
durante una media hora, un aguacero hacia arriba

de infinitos murciélagos. Un humeante dragón
saliendo de la cerradura de la llave terráquea,
una gran serpiente celeste reptando hacia el sur,

hacia el Río Grande
donde cada noche capturaban sus toneladas de insectos,
cinco toneladas, dijo alguien.

Y así es como tenía que ser.
Cada noche ¿durante cuántos años?
Un mecanismo de relojería perfecto como un radar,

No estábamos seguros de si pasar la noche allí o irnos.
Estábamos donde jamás habíamos estado en nuestras vidas.
Visitantes, incluso visitándonos a nosotros mismos.

Los murciélagos eran parte de la maquinaria del sol,
conectados con la maquinaria de las flores
por la de los insectos. El significado de los murciélagos

lubrificaba la infalible lógica de la tierra.
Requerimiento cósmico, en las alas de un espectro.
Un reproche a nuestro revolotear participando a medias.

Pensamientos parecidos nos rondaban, cuando alguien gritó.
El dragón celeste de los murciélagos estaba anudándose.
«¡Vuelven!». Observamos y vimos,

a través de los murciélagos, una sierra de nubes de tormenta
creciendo como hongos, más pesada la parte más alta, destellos de
su acción sobre el Río Grande. Los murciélagos tenían un problema.

Las alas por encima de sus cabezas como paraguas plegables
se lanzaron desde lo alto
directamente a la cueva otra vez, la nube entera,

el desarrapado y vasto cuerpo del genio
que entra de nuevo en la lámpara. A lo largo del sur
la tormenta se deslizaba y resplandecía como una guerra.

Aquellos murciélagos tenían los ojos abiertos. A diferencia de
nosotros,

ellos sí sabían cómo y cuándo apartarse
del amor que mueve el sol y las demás estrellas.



en Cartas de cumpleaños, 1999








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