Viejo turista de la zona Núñez y aledaños, no dejé de
notar que venía faltando en su lugar de siempre el monumental estadio de River.
Consternado, consulté al respecto al amigo y doctor Gervasio Montenegro,
miembro de número de la Academia Argentina de Letras. En él hallé el motor que
me puso sobre la pista. Su pluma compilaba por aquel entonces una a modo de
Historia Panorámica del Periodismo Nacional, obra llena de méritos en la que se
afanaba su secretaria. Las documentaciones de práctica lo habían llevado
casualmente a husmear el busilis. Poco antes de adormecerse del todo, me
remitió a un amigo común, Tulio Savastano, presidente del club Abasto Juniors,
a cuya sede, sita en el Edificio Amianto, de Avenida Corrientes y Pasteur, me
di traslado. Este directivo, pese al régimen doble dieta a que lo tiene
sometido su médico y vecino doctor Narbondo, mostrábase aún movedizo y ágil. Un
tanto enfarolado por el último triunfo de su equipo sobre el combinado canario,
se despachó a sus anchas y me confió, mate va, mate viene, pormenores de bulto
que aludían a la cuestión sobre el tapete. Aunque yo me repitiese que Savastano
había sido otrora el compinche de mis mocedades de Agüero esquina Humahuaca, la
majestad del cargo me imponía y, cosa de romper la tirantez, congratúlelo sobre
la tramitación del último goal que, a despecho de la intervención oportuna de
Zarlenga y Parodi, convirtiera el centro-half Renovales, tras aquel pase
histórico de Musante. Sensible a mi adhesión al Once de Abasto, el prohombre
dio una chupada postrimera a la bombilla exhausta, diciendo filosóficamente,
como aquel que sueña en voz alta:
—Y pensar que fui yo el que les inventé esos nombres.
—¿Alias? —pregunté, gemebundo—. ¿Musante no se llama
Musante? ¿Renovales no es Renovales? ¿Limardo no es el genuino patronímico del
ídolo que aclama la afición?
La respuesta me aflojó todos los miembros.
—¿Cómo? ¿Usted cree todavía en la afición y en ídolos?
¿Dónde ha vivido, don Domecq?
En eso entró un ordenanza que parecía un bombero y
musitó que Ferrabas quería hablarle al señor.
—¿Ferrabas, el locutor de la voz pastosa? —exclamé—.
¿El animador de la sobremesa cordial de las trece y quince y del jabón Profumo?
¿Éstos, mis ojos, le verán tal cual es? ¿De veras que se llama Ferrabas?
—Que espere —ordenó el señor Savastano.
—¿Qué espere? ¿No será más prudente que yo me
sacrifique y me retire? —aduje con sincera abnegación.
—Ni se le ocurra —contestó Savastano—. Arturo, dígale a
Ferrabas que pase. Tanto da...
Ferrabas hizo con naturalidad su entrada. Yo iba a
ofrecerle mi butaca, pero Arturo, el bombero, me disuadió con una de esas
miraditas que son como una masa de aire polar. La voz presidencial dictaminó:
—Ferrabas, ya hablé con De Filipo y con Camargo. En la
fecha próxima pierde Abasto, por dos a uno. Hay juego recio, pero no vaya a
recaer, acuérdese bien, en el pase de Musante a Renovales, que la gente lo sabe
de memoria. Yo quiero imaginación, imaginación. ¿Comprendido? Ya puede
retirarse.
Junté fuerzas para aventurar la pregunta:
—¿Debo deducir que el score se digita?
Savastano, literalmente, me revolcó en el polvo.
—No hay score ni cuadros ni partidos. Los estadios ya
son demoliciones que se caen a pedazos. Hoy todo pasa en la televisión y en la
radio. La falsa excitación de los locutores ¿nunca lo llevó a maliciar que todo
es patraña? El último partido de fútbol se jugó en esta capital el día 24 de
junio del 37. Desde aquel preciso momento, el fútbol, al igual que la vasta
gama de los deportes, es un género dramático, a cargo de un solo hombre en una
cabina o de actores con camiseta ante el cameraman.
—Señor ¿quién inventó la cosa? —atiné a preguntar.
—Nadie lo sabe. Tanto valdría pesquisar a quién se le
ocurrieron primero las inauguraciones de escuelas y las visitas fastuosas de
testas coronadas. Son cosas que no existen fuera de los estudios de grabación y
de las redacciones. Convénzase Domecq, la publicidad masiva es la contramarca
de los tiempos modernos.
—¿Y la conquista del espacio? —gemí.
—Es un programa foráneo, una coproducción
yanqui-soviética. Un laudable adelanto, no lo neguemos, del espectáculo cientifista.
—Presidente, usted me mete miedo —mascullé, sin
respetar la vía jerárquica—. ¿Entonces en el mundo no pasa nada?
—Muy poco —contestó con su flema inglesa—. Lo que yo no
capto es su miedo. El género humano está en casa, repantigado, atento a la pantalla
o al locutor, cuando no a la prensa amarilla. ¿Qué más quiere, Domecq? Es la
marcha gigante de los siglos, el ritmo del progreso que se impone.
—¿Y si se rompe la ilusión? —dije con un hilo de voz.
—Qué se va a romper —me tranquilizó.
Por si acaso seré una tumba —le prometí—. Lo juro por
mi adhesión personal, por mi lealtad al equipo, por usted, por Limardo, por
Renovales.
—Diga lo que se le dé la gana, nadie le va a creer.
Sonó el teléfono. El presidente portó el tubo al oído y
aprovechó la mano libre para indicarme la puerta de salida.
en Crónicas de Bustos Domecq, 1967
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