Lo que tomamos por virtudes a menudo no es más que un compuesto de diversas acciones y diversos intereses que el azar o nuestro ingenio consiguen armonizar, y no es siempre el valor y la castidad lo que hace que los hombres sean valientes y que las mujeres sean castas.
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El amor propio es el mayor de los aduladores.
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Por muchos descubrimientos que hayamos hecho en el país del amor propio, siempre quedarán muchas tierras desconocidas.
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El amor propio es más ingenioso que el hombre más ingenioso de este mundo.
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La duración de nuestras pasiones depende tan poco de nosotros como la duración de nuestra vida.
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La pasión a menudo convierte en loco al más sensato de los hombres, y a menudo también hace sensatos a los más locos.
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Esas acciones grandiosas y espléndidas que deslumbran, según los políticos son efecto de grandes designios, pero por lo común tan solo son efecto del talante y de las pasiones. Así, la guerra de Augusto con Antonio, que se atribuye a la ambición de ambos por llegar a ser dueños del mundo, tal vez no fue más que una consecuencia de la envidia.
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Las pasiones son los únicos oradores que siempre persuaden. Son como un arte de la naturaleza cuyas reglas son infalibles; y el hombre más romo cuando le domina la pasión persuade mejor que el más elocuente que carece de ella.
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Las pasiones contienen una injusticia y un interés propio que hace que sea peligroso seguirlas, y que convenga desconfiar de ellas, incluso cuando parecen muy razonables.
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Existe en el corazón humano una generación perpetua de pasiones, de tal manera que la ruina de una coincide casi siempre con el advenimiento de otra.
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Las pasiones engendran a menudo otras que son sus contrarias: la avaricia produce a veces la prodigalidad, y la prodigalidad la avaricia; a menudo somos firmes por ser débiles, y audaces por cobardía.
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Por mucho que nos esforcemos por cubrir las pasiones con apariencias de piedad y de honor, siempre se manifiestan a través de esos velos.
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Nuestro amor propio sufre con mayor impaciencia la condenación de nuestras aficiones que la de nuestras pasiones.
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No sólo los hombres tienden a perder el recuerdo de los beneficios y de las injurias, sino que incluso odian a sus benefactores y dejan de odiar a quien los ofendió. La perseverancia en recompensar el bien y vengarse del mal les parece una servidumbre demasiado gravosa.
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La clemencia de los príncipes a menudo no es más que política para ganarse el afecto de los pueblos.
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Esa clemencia, de la que se hace una virtud, a veces se practica por vanidad, otras por pereza, a menudo por miedo, y casi siempre por esas tres razones juntas.
Traducción de Carlos Pujol, 1984
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