Páginas del «Diario de un cazador»
...En la crónica de sucesos de un periódico acabo de
leer un drama pasional. Uno que la ha matado y se ha matado después; es decir,
uno que amaba. ¿Qué importan él y ella? Sólo su amor me importa; y no porque me
enternezca, ni porque me asombre, ni porque me conmueva ni me haga soñar, sino
porque evoca en mí un recuerdo de la mocedad, recuerdo extraño de una cacería
en que se me apareció el Amor como se aparecían a los primeros cristianos
cruces misteriosas en la serenidad de los cielos.
Nací con todos los instintos y las emociones del hombre
primitivo, muy poco atenuados por las sensaciones y los razonamientos de la
civilización. Amo la caza con pasión, y la bestia ensangrentada, con sangre en
su plumaje, ensangrentándome las manos, me hace desfallecer de gusto.
Aquel año, al final del otoño, se presentó
impetuosamente el frío, y mi primo Karl de Ranyule me invitó a cazar con él a
la alborada; había patos magníficos en los pantanos de su posesión.
Mi primo, un buen mozo de cuarenta años, encarnado, con
mucha vida en el cuerpo y muchos poles en la cara, semibruto y semicivilizado,
de alegre carácter, dotado de ese esprit gaulois que tan agradablemente vela
las deficiencias del ingenio, vivía en una especie de cortijo con aires de
castillo señorial, escondido en un amplio valle.
Coronaban las colinas de la derecha y de la izquierda
hermosos bosques señoriales, con árboles antiquísimos y poblados de caza
excelente. Algunas veces se abatían allí águilas soberbias, y esos pájaros
errantes, que raramente se aventuran en países demasiados poblados para su
azorada independencia, encontraban en aquella selva secular asilo seguro, como
si reconocieran en ella alguna rama que en otros tiempos los acogiera durante
sus excursiones sin rumbo.
El valle estaba cubierto de exuberantes pastos regados
abundantemente, que señalaban, con la gradación en el calor, el camino del
pantano allá a lo lejos, casi en el fondo de la finca.
Mi primo lo cuidaba con esmero digno del mejor de los
parques, y con razón, pues era aquel pantano la mejor región de caza que he
conocido Entre aquellos innumerables islotillos verdes que le daban vida había
arroyuelos estrechos por los que se deslizaban las barcas. Mudas sobre el agua
muerta, frotando los juncos, ahuyentaban a los peces y a los pájaros que
desaparecían, éstos entre las espigas, aquellos entre las raíces de las altas
hierbas.
Soy admirador apasionado del agua: el mar demasiado
grande, demasiado vivo, de imposible posesión; los ríos que pasan, que huyen,
que se van, y, sobre todo, los pantanos en que bulle la vida indescifrable de
los animales acuáticos. Un pantano es un mundo sobre la tierra, un mundo
aparte, con vida propia, con pobladores permanentes y con habitantes de un día;
con sus ruidos, con sus voces, y, singularmente, con un característico
misterio; nada que tanto conturbe, que tanto inquiete, que tanto asuste algunas
veces. ¿Por qué ese miedo singular que se siente en esas llanuras cubiertas de
agua? ¿Será por el rumor vago de las aguas, por los fuegos fatuos, por el
silencio profundo que lo envuelve en las noches de calma, por la bruma
caprichosa que viste con sudario de muerte a los juncos, por el hervor casi
imperceptible de aquel mundo tan dulce, tan fugaz; pero más aterrador a veces
que el estruendo de los cañones de los hombres y de las tempestades del cielo?
¿Qué tendrán en común los pantanos de los países del ensueño y esas regiones
espantables que ocultan un secreto inescrutable y peligroso?
Un misterio profundo, grave, flota sobre aquellas
brumas: ¡el misterio mismo de la creación! ¿No fue en el agua sin movimiento y
fangosa, en la humedad triste de la tierra, mojada bajo los colores del sol,
donde vibró y surgió a la luz el primer germen de vida?
***
Llegué por la noche a casa de mi primo. Hacía un frío
que helaba las piedras.
Durante la comida en la vasta sala, donde los muebles y
las paredes y el techo estaban cubiertos de pájaros disecados, y donde hasta mi
primo, con aquella chaqueta de piel de foca, parecía un animal exótico de los
países helados, el buen Karl me dijo lo que había preparado para aquella misma
noche.
Debíamos ponernos en marcha a las tres de la madrugada,
con objeto de llegar a las cuatro y media al punto designado para la cacería.
Allí nos habían construido una cabaña para abrigarnos de ese viento terrible de
la mañana que rasga las carnes como una sierra, la corta como una espada, la
hiere como una aguja envenenada, la retuerce como tenazas y la quema como el
fuego.
Mi primo se frotaba las manos.
—Nunca he visto una helada como esta —me decía.
Y a las seis de la tarde teníamos 12 grados bajo cero.
Apenas terminada la comida, me eché en la cama y me
quedé dormido, mirando las llamas que regocijaban la chimenea.
A las tres en punto me despertaron. Me abrigué con una
piel de carnero, y después de tomar cada uno dos tazas de café hirviendo y dos
copas de coñac abrasador, nos pusimos en camino acompañados por un guarda y por
nuestros perros Plongeon y Pierrot.
Al dar los primeros pasos me sentía helado hasta has
huesos. Era una de esas noches en que la tierra parece muerta de frío. El aire
glacial hace tanto daño que parece palpable; no lo agita soplo alguno; diríase
que está inmóvil; muerde, traspasa, mata los árboles, los insectos, los
pajarillos que caen muertos sobre el suelo duro y se endurecen en seguida para
el fúnebre abrazo del frío.
La luna, en el último cuarto, pálida, parecía también
desmayada en el espacio; tan débil que no le quedaban ya fuerzas para marcharse
y se estaba allí arriba inmóvil, paralizada también por el rigor del cielo
inclemente. Repartía sobre el mundo luz apagadiza y triste, esa luz amarillenta
y mortecina que nos arroja todos los meses al final de su resurrección.
Karl y yo íbamos uno al lado del otro, con la espalda
encorvada, las manos en los bolsillos y la escopeta debajo del brazo. Nuestro
calzado, envuelto en lana a fin de que pudiéramos caminar sin resbalar por la
escurridiza tierra helada, no hacía ruido: yo iba contemplando el humo
blancuzco que producía el aliento de nuestros perros.
Pronto estuvimos a la orilla del pantano y nos
internamos por una de las avenidas de juncos que la rodean.
Nuestros codos, al rozar con las largas hojas del
junco, iban dejando en pos de nosotros un ruidillo misterioso que contribuyó a
que me sintiese poseído, como nunca, por la singular y poderosa emoción que
hace siempre nacer en mí la proximidad de un pantano.
Aquel en el cual nos encontrábamos estaba muerto,
muerto de frío.
De pronto, al revolver una de las calles de juncos,
apareció a mi vista la choza de hielo que habían levantado para ponernos al
abrigo de la intemperie. Entré en ella, y como todavía faltaba más de una hora
para que se despertaran las aves errantes que íbamos a perseguir, me envolví en
mi manta y traté de entrar un poco en calor.
Entonces, echado boca arriba, me puse a mirar a la
luna, que, vista a través de las paredes vagamente transparentes de aquella
vivienda polar, aparecía ante mis ojos con cuatro cuernos.
Pero el frío del helado pantano, el frío de aquellas
paredes, el frío que caía del firmamento, se metió hasta mis huesos de una
manera tan terrible que me puse a toser.
Mi primo Karl, alarmado por aquella tos, me dijo lleno
de inquietud:
—Aunque no matemos mucho hoy, no quiero que te
resfríes; vamos a encender lumbre.
Y dio orden al guardia para que cortara algunos juncos.
Hicieron un montón de ellos en medio de la choza, que
tenía un agujero en el techo para dejar salir el humo; y cuando la llama rojiza
empezó a juguetear por las cristalinas paredes, éstas empezaron a fundirse
suavemente y muy poco a poco, como si aquellas piedras de hielo echaran a
sudar. Karl, que se había quedado fuera, me gritó:
—Ven a ver esto.
Salí y me quedé absorto de asombro. La choza, en forma
de cono, parecía un monstruoso diamante rosa, colocado de pronto sobre el agua
helada del pantano. Y dentro se veían dos sombras fantásticas: las de nuestros
perros que se estaban calentando.
Un graznido extraño, graznido errante, perdido, se oyó
allá en lo alto, por encima de nuestras cabezas. El reflejo de nuestra hoguera
despertaba a las aves salvajes.
No hay nada que me conmueva tanto como ese primer grito
de vida que no se ve y que corre por el aire sombrío, rápido, lejano, antes de
que se aparezca en el horizonte la primera claridad de los días de invierno. Me
parece, a esa hora glacial del alba, que ese grito fugitivo, escondido entre
las plumas de un pajarraco, es un suspiro del alma del mundo.
—Apaguen la hoguera —decía Karl—, que ya amanece.
Y, en efecto, comenzaba a clarear, y las bandadas de
patos formaban amplias manchas de color, pronto borradas en el firmamento.
Brilló un fogonazo en la oscuridad; Karl acababa de
disparar su escopeta; los perros salieron a la carrera. Entonces, de minuto en
minuto, unas veces él, otras yo, nos echábamos la escopeta a la cara en cuanto
por encima de los juncos aparecía la sombra de una tribu voladora. Y Pierrot y
Plongeon, sin aliento, gozosos, entusiasmados, nos traían, uno tras otro, patos
ensangrentados que, moribundos, nos miraban melancólicamente.
Había amanecido un día claro y azul; el sol iba
levantándose allá, en el fondo del valle. Ya nos disponíamos a marcharnos
cuando dos aves, con el cuello estirado y las alas tendidas, se deslizaron
bruscamente por encima de nuestras cabezas. Tiré. Una de ellas cayó a mis pies.
Era una cerceta de pechuga plateada. Entonces se oyó un grito en el aire, grito
de pájaro que fue un quejido corto, repetido, desgarrador; y el animalito que
había salvado la vida empezó a revolotear por encima de nuestras cabezas
mirando a su compañera, que yo tenía muerta entre mis manos.
Karl, rodilla en tierra, con la escopeta en la cara, la
mirada fija, esperaba a que estuviese a tiro.
—¿Has matado a la hembra? —dijo—. El macho no escapará.
Y, en efecto, no se escapaba. Sin dejar de revolotear
por encima de nosotros, lloraba desconsoladamente.
No recuerdo gemido alguno de dolor que me haya
desgarrado el alma tanto como el reproche lamentable de aquel pobre animal, que
se perdía en el espacio.
De cuando en cuando huía bajo la amenaza de la
escopeta, y parecía dispuesto a continuar su camino por el espacio. Pero no
pudiendo decidirse a ello, pronto volvía en busca de su hembra.
—Déjala en el suelo —me dijo Karl—. Verás como se
acerca.
Y así fue. Se acercaba, inconsciente del peligro que
corría, loco de amor por la que yo había matado.
Karl tiró: aquello fue como si hubiera cortado el hilo
que tenía suspendida al ave. Vi una cosa negra que caía; oí el ruido que
produce al chocar con las juncos, y Pierrot me la trajo en la boca.
Metí al pato, frío ya, en un mismo zurrón... y aquel
mismo día salí para París.
Gil Blas, 7 de diciembre de 1883
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